Los ruidos de la insensibilidad
La invasión, la intromisión, el avance sobre el espacio del otro. Estar hiperconectados va produciendo una especie de atrofia de la presencia.
I. Escribo este texto como una especie de conjuro, como manera de desterrar el malestar enorme que tengo. Siento algo que me quema, que me invade, que me violenta y, a veces, directamente me da ganas de llorar. Escribo este texto en medio de una desesperación con la que no sé qué hacer. Estoy tratando de inventar un antídoto para el veneno que ya tengo encima, intentando que no me intoxique del todo (estoy escribiendo este texto en medio de dos días fuera de mi casa y de mi ciudad, en un viaje de trabajo en el que casi no tuve sosiego producto de estas cosas): me siento hostigada por los ruidos que constantemente se producen en el espacio público en el que uno está, me refiero a esos ruidos que evidencian que las personas no admiten que están con otros y se comportan como si estuvieran solas.
Los ruidos de los celulares, de los televisores que son los celulares, los audios en altavoz, la música, los videos que miran, los que hablan fuerte, los grupos de personas que gritan, los niños que gritan mientras sus padres no les contestan, etc. Pero antes que los propios ruidos, lo que me daña son los distintos gestos de las personas que se resumen en un no registro del espacio público, el no registro del otro. La invasión, la intromisión, el avance sobre el espacio del otro, una especie de política de avance, ocupación y conquista. Sé que es mi asuntito, mi cosa, mi fantasmita, mi neura –y eso explica mi excesivo malestar–, pero también sé que es un asunto que nos concierne a todos, que nos puede hacer la vida cotidiana muy difícil. El individualismo al palo, el ensimismamiento en el que vivimos, la imposibilidad casi radical de percibir que, alrededor de nosotros, hay otros. Un estado de cosas. La humanidad se ha vuelto mucho más ruidosa de lo habitual.
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II. El encierro de la pandemia viró hacia un encierro en nosotros mismos. El aislamiento social de la pandemia “llegó para quedarse”. Y ahora ocurre algo paradójico: no hay distanciamiento físico –las personas se agolpan en las filas igual que siempre–, pero hay un distanciamiento del otro en el sentido de no registrarlo, de no mirarlo, de no interactuar con él, e invadirlo con los ruidos. Lo que ahora sucede es que la gente sale de sus casas, pero lleva su casa consigo, como si todos nos llevásemos el televisor con nosotros; salimos, sí, pero ensimismados. Salimos, no del encierro, sino encerrados. Salir es salirse de sí, registrar un poco a los demás, contemplar lo que hay alrededor, levantar la vista. La percepción ha sido desquiciada y el avance sobre los demás es constante. Nos llevamos puesto al otro porque no lo percibimos. Física y virtualmente. Porque virtualmente también se arrasa con los otros pretendiendo, por ejemplo, que están disponibles 24/7. El hecho de no registrar que hay otros hace que los arrasemos, que les pasemos por encima. El ensimismamiento, la distancia afectiva, la insensibilidad producen, paradójicamente una cercanía agobiante.
III. Ya en El odio a la música, un libro de 2012, Pascal Quignard señalaba que “la vida humana es bulliciosa. Se denomina bullicios, o ciudades, a esos grandes conjuntos de cubos donde los hombres se amontonan”. Y también dice: “En todo el ámbito terrestre y por vez primera desde la invención de los instrumentos, el uso de la música es coercitivo y repugnante. Amplificada súbita e infinitamente por el invento de la electricidad y la multiplicación de su tecnología, se ha vuelto incesante, agrediendo de noche y de día en las calles comerciales de las ciudades, en las galerías, en los pasajes, en los grandes almacenes, en las librerías, en los edificios de los bancos extranjeros donde se retira dinero, hasta en las piscinas, hasta en la orilla de las playas, en los departamentos privados, en los restaurantes, en los taxis, en el metro, en los aeropuertos. Hasta en los aviones, cuando despegan y aterrizan”.
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SumateHay hoteles, bares, restaurantes, etc. que no distinguen pasar música de musicalizar y entonces en el desayuno de un hotel, por ejemplo, hay música estridente o un televisor puesto al palo en TN, o el sonido latoso de un parlante en mal estado. Los ruidos y las estridencias del mundo hipermoderno nos aturden, incluso aunque no lo percibamos, aunque lo tengamos naturalizado, aunque nos hayamos acostumbrado. Aturdido también se dice de ese estado en el que alguien está embotado, mareado, atarantado, es decir, confundido sin poder pensar. Y entonces a veces tengo la idea de que todos estamos metidos en un mundo en el que el silencio –me refiero al cese de la rutilancia de los ruidos– es casi imposible y que cada vez cuesta más encontrar espacios sin tanto ruido. Sé que aturdirse a algunos les funciona para no pensar, para no angustiarse. Pero también sé que sin silencio no hay invención, ni imaginación, ni creación, ni pensamiento. No se puede pensar mientras estamos aturdidos, sólo se puede pensar en una discontinuidad.
IV. “Oír es obedecer. En latín escuchar se dice obaudire. Obaudire derivó a la forma castellana obedecer. La audición, la audientia, es una obaudientia, es una obediencia”, dice Pascal Quignard. Esa obediencia se despliega en la exigencia epocal, la de expresarse constantemente o la de consumirlo todo. Expresarse no es necesariamente decir, del mismo modo que escuchar no es lo mismo que oír. Estamos sordos del aturdimiento y no escuchamos nada. Las orejas son los únicos orificios del cuerpo que no se pueden cerrar, dice Lacan. Me gusta más cómo lo dice Pascal Quignard: “Las orejas no tienen párpados”, y el nombre del capítulo del libro en donde lo dice es más lindo todavía: “Ocurre que las orejas no tienen párpados”.
V. La relación que el psicoanálisis establece con el silencio es fundamental para la práctica. Un analista hace silencio y eso no equivale a no hablar, sino a acallar ciertos ruidos, diría, propios o, en todo caso, acallar todo eso que no es propiciado por el decir del paciente. Así como hacer silencio no es no hablar, hablar no es necesariamente decir. Se puede hablar y no hacer más que ruido, se puede callar y no hacer más que ruido; se puede hablar y hacer silencio para que ocurra un decir, se puede decir y producir un silencio. En todo caso, se trata de introducir esas diferencias para que no todo sea lo mismo. Jean Allouch sugiere que el término “escuchar” no es atinado para el analista, dado que proviene de auscultar, de modo que “rebaja al psicoanálisis al nivel del discurso médico”. Por eso se trata de la función de lectura, no de la escucha.
El texto que importa, el que tendrá efectos en lo real del cuerpo, sólo puede subrayarse sobre el fondo de un silencio. El silencio es un velo necesario para que pueda leerse un decir. No hay decir sin silencio, no hay decir sino en el silencio. Entre hablar y decir, entre escuchar y oír, entre sonidos y ruidos, entre lo dicho y lo no dicho, entre un dicho y otro: en esos entres, entre esos pliegues puede abrirse el espacio para que las palabras dejen de aturdir y den lugar, en cambio, al “susurro del lenguaje”. Si nacer es, como dice Moustafa Safouan, “entrar a ese lugar rebosante de sound and fury al que Lacan dio la denominación de Otro y definió como lugar de la verdad y el lenguaje”, quizás vivir se trate de acallar un poco esos ruidos y esas furias que a veces se nos vienen encima. No hay experiencia singular sin silencio, ese que es un acto, ese que no está hecho, sino que se hace, ese que requiere poner de sí. Hacer silencio no es callarse ni silenciar, sino dejar de vivir aturdidos. Juan Ritvo distingue el silencio de la nada, de esta bella manera: “El silencio, a diferencia de la nada, nos acoge extrañamente sin reserva, extrañamente sin promesa”. Ese es el silencio que podemos inventar cuando hablamos en un análisis: un espacio único en el que se funda una experiencia singular. Párpados para las orejas.
VI. El silenciero es una de las novelas que componen la trilogía de la espera, de Antonio di Benedetto. Su protagonista se siente perseguido por los ruidos (no pienso diagnosticarlo como sí hicieron algunos “colegas”, detesto ese gesto de diagnosticar a los personajes de ficción). La novela empieza así: “La cancel da directamente al menguado patio de baldosas. Yo abro la cancel y encuentro el ruido”. Su protagonista va hacia el aislamiento, hacia el repliegue casi total. “Mártir de la pretensión de vivir mi vida y no la vida ajena, la vida impuesta, clama la justificación dentro de mí”. A partir de ese fragmento, Juan José Saer dijo: “La vida impuesta, o el peso inhumano de lo exterior: para el silenciero (el «hacedor de silencio» como alguna vez le oí decir al propio Di Benedetto, satisfecho del matiz que había adquirido el título en una de sus traducciones) el ruido no es solamente múltiple por las fuentes de las que proviene, sino también por la variedad de sus sentidos posibles.
El ruido introduce en el mundo el accidente, la asimetría, el sufrimiento”. Por supuesto que la novela no trata de un drama psicológico individual, sino de un estado del mundo. Di Benedetto la publicó en 1964, pero la sitúa “en alguna ciudad de América Latina, a partir de la posguerra tardía (el año 50 y su después resultan admisibles)”. Saer lee esa dimensión social y política de la novela y no cae en psicologismos ni psicopatologías y dice: “Pero el ruido representa también la mundanidad (…) e implica además una noción de comportamiento social irreflexivo casi programático (…) y hasta de imperativo generacional (…). Hay por lo tanto entre el narrador y el mundo, una guerra de principios, un antagonismo orgánico, irreconciliable y extremo”. El protagonista dice del ruido: “No sé qué es, pero es tan perseverante que lo imagino de una máquina a la que un hombre se halla encadenado”. No quiero que la solución al hostigamiento de los ruidos de la insensibilidad nos empuje aún más al individualismo y a la soledad absoluta y al repliegue y a más encierro. Lo que deseo, en todo caso, es que lo común incluya también el silencio, la bajada de tono, el registro de los otros.
VII. Y entonces fui a ver ¿Qué le pasa a nuestra generación?, el excelente documental que hizo Ofelia Fernández, porque me interesa especialmente qué tiene para decir una voz joven como la de ella, una voz que resulta una referencia fundamental para pensar la actualidad de esa generación, pero también para pensar la actualidad más allá de esa generación. Porque a veces sospecho de mis maneras de pensar la actualidad, ahí donde puedo caer en que el problema es que estoy vieja y no entiendo el nuevo mundo. Pero no, los jóvenes también están tratando de entenderlo. Y es que todo sucede tan vertiginosamente que a veces es difícil separar, deslindar, descifrar, despejar. Ofelia Fernández lo hace con gracia, simpatía y frescura en un documental muy agradable de ver, a pesar de los asuntos pesados de los que se ocupa: la época, lo rotos que estamos, las redes sociales, la falta de descanso, el poder, el dinero, la ansiedad, la prostitución, el tiempo en pantalla, el casino online, la búsqueda de validación y de satisfacción inmediata, etc., etc., etc.
Allí se señala que desde el 2010 a hoy aumentaron muchísimo las estadísticas de depresión, ansiedad, suicidios. Ella ubica entonces que en esa fecha se inventaron los celulares tal y como los conocemos ahora, las redes sociales, los likes. Recorriendo varios ejes, lo que el documental muestra es la manera en que estar hiperconectados va produciendo una especie de atrofia de la presencia. Porque estar hiperconectados, dice, también sirve para no estar juntos jamás. La imposibilidad de aburrirnos, la imposibilidad de distinguir ocio de trabajo, los algoritmos, las infancias arrasadas, los jóvenes matando personas reales en las guerras como si fueran videojuegos, la intimidad expuesta, los adultos sobreprotegiendo a los niños del espacio real pero desprotegiéndolos del espacio virtual, el modo en que todo esto rebota también en lo político, etc., etc., etc., todo eso está presente en el recorrido del documental. Por supuesto que también compara la relación que establecemos con los teléfonos con las adicciones (la del cigarrillo por ejemplo) y ciertas imágenes de cada uno con su aparatito me hizo pensar en esas escenas siniestras de las víctimas del fentanilo en las calles de Estados Unidos. Cada uno en la suya, cada quien con su cosita, cada uno en su mundito, cada uno en su goce autoerótico.
Esto no es asunto exclusivo de los jóvenes, los no jóvenes también estamos metidos ahí (una encuesta, dice el documental, de niños entre 6 y 12 años, revela que casi el 70% dijo que cuando pretende jugar o hablar con los padres, están distraídos con el celular. El celular también funciona como un distractor, un entretenimiento de los padres, a su vez, sobreexplotados). Vivimos un poco zombies. Fernández habla de la insensibilidad en el mundo real que todo esto va causándonos. Eso subrayo especialmente (acá la distinción entre conexión y conjunción que establece Bifo Berardi). Lo subrayo porque creo que ahí se cifra la gran novedad de este momento. De hecho, Ofelia Fernández dice “nueva humanidad”. Y, como bien señala, no se trata de estar en contra de la tecnología o de las redes sociales, sino de estar advertidos de no naturalizar, ni reificar este momento: “La realidad se vuelve obvia, objetiva, inmutable”. Y es que el estado de cosas es producto de la hechura humana. Acaso lo que Marx sintetizó en “no saben que lo hacen, pero lo hacen”. La realidad humana no se reconoce como hecha, sino como existente de por sí, hasta llegar a parecer inmodificable.
El documental no sostiene ni un pesimismo desgarrador, ni la esperanza vacía. Me gusta especialmente escuchar a Ofelia Fernández llamándonos a salir de nuestras casas, a ocupar el espacio público (se detiene especialmente a reivindicar un espacio público hecho de políticas que no son solamente culturales, deportivas, educativas, sino políticas todas ellas subsumidas en la salud mental). No pretender ahorrarnos todo, “volver a pensar, abrirles caminos más largos a las preguntas”. Y también: “No evitar la singularidad de la presencia”. Invita a la política a estar a la altura de esta nueva humanidad. Se trata, dice, no de desconectarnos por completo, sino de no vernos arrasados, tragados. Y hace, entre otras, una invitación muy hermosa: “Un llamado civilizatorio de una generación a otra: salvar el juego y la alegría de los próximos”. Yo leo en próximos, no sólo el futuro, sino también el cercano. Salvemos el juego y la alegría de los cercanos, aunque sean desconocidos, y eso incluye al cercano desconocido que también hay en nosotros.