Los años del agotamiento
Ignacio Lewkowicz firma el prólogo del que será su último libro, "Pensar sin Estado", una compilación de sus intervenciones alrededor de los ‘90 en la Argentina.

El 21 de enero de 2004, en la ciudad de Ushuaia, Ignacio Lewkowicz le puso punto final al prólogo de su libro, Pensar sin Estado. Registra la fecha y el lugar esta edición del libro.
Es un libro póstumo. En abril de ese año, en un accidente de lanchas en Tigre, Lewkowicz falleció. Era historiador, aunque se dedicaba a algo más parecido a la filosofía. Estaba interesado por un concepto: las formas de subjetivación. Por eso escribía (y hablaba) de economía, de política, de derecho, de psicoanálisis, de casi todo lo que pasaba a su alrededor. Porque era ese alrededor el que estaba transformando las formas de construir la subjetividad.
Su alrededor son los años ‘90 y principios de los 2000, a los que llama “los años del agotamiento”. Pensar sin Estado es un libro compuesto por apuntes para artículos y por intervenciones del autor en mesas de debate durante esos años. Hay una reflexión, en ese prólogo, sobre esas “mesas redondas” que llevan en sus títulos las ideas de fin de siglo, crisis política, malestar institucional y cambio de paradigma, entre otras. Lewkowicz dice que, sin ser una correlación estricta, la cultura de estos años de agotamiento estuvo poblada de mesas redondas allí donde en paralelo la clase política y las disciplinas sociales se habían desfondado. Ese espacio –las mesas redondas– “intentaban sin claridad armar espacios de pensamiento”, quizás en sustitución de aquello que faltaba.
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La descripción de la dinámica es simpática. La probabilidad de que una mesa redonda resulte superflua, sostiene, es muy elevada. “Pero cuando acontece –se entusiasma– organiza una modalidad de pensamiento y agrupamiento afín con la contingencia”. No es como una asamblea. La mesa redonda tiene oradores y receptores. La palabra puede circular pero con restricciones. Tampoco es una conferencia, que pone a consideración del público una idea previamente elaborada. La mesa redonda, dice el autor, “depende esencialmente de la contingencia del encuentro”. Trabaja con ideas que pasan por ahí y el texto que surge entonces es una cosa posterior, originada por el propio encuentro.
Los textos producidos así comienzan en una fecha clave que encuentra sintomática, 1994 y, en especial, la reforma de la Constitución Nacional (un tema que me interpela). El primer texto es de septiembre de 1994, una intervención de Lewkowicz en la Fundación Catalina, en San Martín de los Andes. La nueva Constitución ya había sido sancionada. Dice dos cosas: por un lado, que no es cierto que la reforma haya sido “intrascendente”. Cita un ensayo de Borges –muy lindo, para releer– que dice: “Han abundado las jornadas históricas y una de las tareas de los gobiernos ha sido fabricarlas o disimularlas, con acopio de previa propaganda y de persistente publicidad. Tales jornadas tienen menos relación con la historia que con el periodismo; yo he sospechado que la historia, la verdadera historia, es más pudorosa y que sus fechas esenciales pueden ser, asimismo, durante largo tiempo, secretas”.
Para Lewkowicz ocurrió una transformación fundamental: “La Constituyente –dice– es el acta de defunción del Estado-nación y la partida de nacimiento del Estado técnico-administrativo propios de nuestra modernidad tardía”. La clave es un artículo que pasó desapercibido: el 42°, que consagra los derechos del consumidor. Esa figura es una incorporación, una novedad. A partir de entonces existen, constitucionalmente, además de los ciudadanos, los consumidores. El artículo no dice “los ciudadanos tienen derecho”; dice “los consumidores y usuarios de bienes y servicios tienen derecho”. En el fundamento de nuestro contrato, advierte, ya no hay solo ciudadanos, también hay consumidores, y que son estos los que gozan de un derecho determinado.
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SumateEse pequeño cambio revela una mutación decisiva. Hace variar el concepto práctico de lazo social. “La relación social ya no se establece entre ciudadanos que comparten una historia –tal la característica del ciudadano de un Estado-Nación, agrega después– sino entre consumidores que intercambian productos”. Aquello que Marx denunciaba como operación encubierta de la sociedad burguesa, agrega, ahora se hace explícito. Ese cambio opera en todo el ámbito de la subjetividad. Nos interesa aquí lo que dice el autor, que cambia el mapa discursivo de la situación. El ajuste no es sólo económico, es discursivo. Cambia el lenguaje, el idioma de la política, de la mano de un triunfo de “una sociología degradada –hoy ya sociometría o encuestología– como discurso dominante”. Cita allí a un personaje de la época, Adelina Dalesio, a quien define como “la imagen estatal neoliberal de nuestros días neoliberales”, diciendo “la elección es la encuesta de la encuesta”. Le interesan estas mutaciones que se van a la superficie: la encuesta es el discurso, el discurso es el lazo social, la encuesta es el reino de lo instantáneo. La soberanía deja de emanar del pueblo, emana de “la gente”. La gente ya no es el ciudadano sino el consumidor. La ley de oferta y demanda abandona “la fantasmagoría categorial de una disciplina” y pasa a ser la legislación explícita de la nueva ficción. Todo eso ha pasado.
Y produce una consecuencia que relata en otro texto, el tercero del libro, titulado “Una imagen de nuestra violencia: del discurso del ajuste sin discurso”. Es una confluencia de dos intervenciones de Lewkowicz (una de 1993 y otra de 1998). Hay un nuevo tipo de violencia, va a decir allí, que es un producto de la situación antes descrita: el lazo social, en tanto ficción eficaz de discurso que permita que un grupo de individuos constituya una sociedad, se encuentra agotado. Ese agotamiento hace cambiar la naturaleza de la violencia social. No es una variación de grado, un aumento de los índices de violencia, sino un cambio en la sustancia misma de la violencia. “Es la violencia de instauración de otro modo de ser conjuntamente individuo y sociedad”, dice. Es el resultado de otro tipo de lazo social que aún no podemos comprender con claridad pero que “lo sentimos” y tanto más lo sentimos, sospecha, cuanto menos lo comprendemos. Derrotado por el ascenso fascista en Italia, Antonio Gramsci escribió algo similar en noviembre de 1923: “No conocemos Italia. Pero aún, no tenemos los instrumentos adecuados para conocer Italia, tal como es realmente, así que somos incapaces de hacer predicciones, de orientarnos, de establecer líneas de acción que tengan cierta probabilidad de ser correctas”.
Pero, aunque ese nuevo lazo social todavía no se pueda discernir, sí se pueden ver sus efectos. Y uno de ellos es la generación de un nuevo tipo de violencia caracterizada no por su incremento sino porque viene en reemplazo del discurso. “No aumentan los índices de violencia, sino que violencia es lo que hay (…) La violencia, no es un síntoma de nuestro medio; es nuestro medio”.
Tenemos un problema, advierte, el discurso hacía lazo pero también puede deshacerlo. El triunfo neoliberal es el triunfo del discurso económico en su vertiente puramente econométrica. Esa vertiente prescribe privatización y ajuste, dos términos que deshacen lazos. La idea de ajuste tiene dos aspectos, uno material, bien visible, no hace falta explicarlo. Pero opera también un segundo aspecto, más imperceptible, un ajuste sobre lo discursivo, que implica el retiro del resto de los discursos, los que hacían lazo. “Sin ir más lejos –dice–, el hecho de que el ajuste se perciba en su aspecto puramente económico es un efecto del ajuste discursivo”. Retirados los discursos alternativos se instala en el centro, como hegemónico, el discurso económico. “Menos discurso, menos lazo: entonces nuestro medio es la violencia”. Llega entonces al punto que quiere señalar, en tanto que el ajuste discursivo es cada vez más eficaz, que el único lazo es económico, queda cada vez mayor parte de la población por fuera del discurso y excluida del lazo. El efecto de ajuste se duplica invisiblemente: se multiplica. “Y esto es aplastante porque no se puede organizar ninguna respuesta, ninguna resistencia distinta del acto descarnado, el acto puro, el acto sin discurso”. La violencia de un nuevo tipo, generada por un mecanismo de exclusión nuevo.
Enhebrando esa cadena de transformaciones –“llegados a este punto un tanto tenebroso”– Lewkowicz se pregunta por el estatuto de la violencia actual (la de los ‘90). Lo describe así: no es solo violencia estatal aunque hay brutalidad policial; no es guerra civil aunque hay algo así como un todos contra todos; tampoco es violencia social entendida como resistencia política o respuesta antiestatal. “Nuestra violencia se compone más bien de arrebatos sin discurso. No resultan de un programa sino que más bien testimonian la desagregación por agotamiento discursivo de una constelación ficcional”.
Ese tipo de violencia tiene nombre: violencia generalizada. Es una situación, dice, a la que nuestra teoría no está acostumbrada pero no es una situación anómala. Es el resultado de la situación sin lazo. No hay una guerra entre sectores sociales. Tampoco es de todos contra todos. Más bien hay una contingencia absoluta de choque de cualquiera contra cualquiera. Lewkowicz quiere evitar decir que solo hay violencia o que lo único que hay es violencia. “Seguramente –sospecha bien– hay otras dimensiones que organizan, en situaciones específicas, unas hebras de confiabilidad”. Lo que intenta decir es otra cosa. Que lo que caracteriza esta nueva violencia es su forma de condición generalizada de experiencia. No sabemos qué significa eso aún, cómo funciona, dónde termina. “Estamos comenzando a percibirlo, estamos comenzando a pensarlo. Como en casi todo últimamente, estamos comenzando”, finaliza el texto.
Llegamos así a los 2000. Es el artículo siguiente –”Exclusión, explotación, expulsión”– que sale de una participación en el seminario “Subjetividad y globalización”, organizado por la Central de los Trabajadores Argentinos (CTA). Estamos comenzando a pensar otro tema: la globalización. Se hace una pregunta más interesante que las características de la globalización, se pregunta cómo condiciona al pensamiento político posible. El hecho decisivo es que el mundo ya no se define como un concierto de Estados-nación. Hay otra cosa. No casualmente en paralelo a los pensamientos de Ignacio se está escribiendo y publicando Imperio, de Antonio Negri y Michael Hardt.
Entonces lo que se pregunta Lewkowicz es cómo hacer política –y qué es hacer política– en ese contexto. Los Estados se enuncian como incapaces de determinar el curso del devenir (algo similar a lo que dice Adam Curtis acá). Pasan de Estados soberanos a administrativos y lo que administran son las consecuencias de ese proceso que no dominan, que es la globalización. La caída estatal –de aquí el título del libro Pensar sin Estado– no es la caída de cualquier otra institución, es la caída de una que organizaba la subjetividad, el tema que obsesionaba al autor. El tipo de subjetividad que se destruye con esa caída es la del ciudadano de un Estado-nación, hijo de la noción de que la soberanía emana del pueblo y del principio radical (ya nombramos alguna vez La invención del ciudadano, de Pierre Rosanvallon) de igualdad ante la ley.
Acá aparece algo, ya para terminar, que lo interpela en su doble condición, la de historiador y la de alguien pensando la construcción de la subjetividad. En el establecimiento de la condición nacional, dice, la historia es una institución sumamente poderosa. Un pueblo se define por eso, por su pasado común. Y hay una elección política que es la que determina cuál de las potencias contenidas en ese germen del pasado nacional es el llevado al acto, agrega. ¿Qué país somos? ¿El del 25 de Mayo, el del 9 de Julio, el de las Invasiones Inglesas, el de Caseros, el del 17 de octubre?, pregunto yo, ahora. Es la pregunta, vía la literatura, acerca de si somos el país del Facundo o del Martín Fierro.
Pero Lewkowicz advierte algo de su época, hace mucho que ninguna discusión política –si es que las hay, aclara– se salda en términos históricos. La discusión política se salda con números: el de votantes, el de desocupados, el de la recaudación de impuestos. La historia –“el reservorio de las potencias para hacer política en los Estados nacionales”– se retira de la discusión política. Es la contracara de la impotencia de la política en la era global que deja de ser lo que lleva al acto ese germen histórico para pasar a ser “el ajuste –dicho con toda ambigüedad– de las variables internas frente a los impactos globales”. Repitamos: la política pasa a ser apenas el ajuste de las variables internas a los impactos globales.
¿Cómo se hace política así? No lo sabemos, se responde. Transita la conciencia política ciudadana dos modos de estar incómodos: la perplejidad y la desolación. Perplejidad, porque la caída del Estado como entidad organizadora se llevó puestos los parámetros, la posibilidad de evaluar si una experiencia es buena o mala. Desolación, porque esa misma caída instauró una situación políticamente nueva: falta el otro al que reclamar, al que asaltar, incluso al que querer destruir, el Estado. “¿Qué pasó cuando se transfirió hacia el mercado toda la potencia soberana?”, se pregunta. La desolación cuando no hay otro al que interpelar. Sobre esas dos formas incómodas de estar se construye la nueva subjetividad de la política.
Le agregamos una tercera incomodidad que nombra el texto: los lugares. Nuestros esquemas de pensamiento, heredados de la forma Estado, nos habían acostumbrado a postular que el fundamento de la acción reside en la conciencia. Y que la conciencia se afirma cuando asume las condiciones que la determinan. Así, la subjetividad depende de lugares: familiares, en las instituciones, en la estructura de clases. Son lugares que determinan, opresivamente pero determinan. Sin esos lugares, se pregunta:
¿Qué potencia instituyente tiene un acto sin lugar? ¿Qué capacidad transformadora tiene un acto sin inscripción estructural?, ¿acaso se inscribe en el lazo? ¿quizá produce efectos simbólicos?, ¿tal vez produce «sólo» efectos de pensamiento?, ¿o produce efectos de transformación en otro plano?, ¿acaso se reduce a generar un lazo singular en la experiencia?, ¿o se restringe al estallido, con todo lo que tiene de mortífero, con todo lo que tiene de improductivo? Se ve que tenemos un problema.
Y aquí debo terminar, nos hemos excedido. Es un corte abrupto intencional. Porque la respuesta está en el texto que creo que deberíamos leer. Que tiene muchas más intervenciones, muchas otras preguntas y que muchas de ellas las estamos volviendo a hacer. Apenas agrego que la tarea del pensamiento, dice Ignacio, no consiste en especular, en deducir ni siquiera en imaginar cómo son esas políticas. “Habrá llegado el momento de despertar la función dormida de la percepción política”. Hay movimientos políticos –él está dando esta charla en uno de ellos, la CTA, un sindicato que nació como nuevo, como hijo de todas esas preguntas– que han puesto en circulación operaciones que escapan a los esquemas tradicionales: asambleas, cortes de ruta, escraches, marchas de silencio.
No son la solución a los años de desolación pero son, quizás, dice Ignacio, “puntos de nacimiento de un pensamiento o de diversas formas de pensamiento cuyas figuras aún no intuimos”.