Lo que dice Gaza del estado del Derecho Internacional

Hay un cambio de marco: de discutir fronteras a definir realidades irreversibles. El caso de Ucrania y Filipinas, y el rol de Estados Unidos.

La semana pasada, el ministro de Finanzas israelí, Bezalel Smotrich, anunció que su gobierno planea construir cerca de 3500 nuevos apartamentos para ampliar el asentamiento israelí de Maale Adumim. Los críticos afirman que esto dividiría de facto Cisjordania en dos partes. De hecho, un comunicado difundido por la oficina de Smotrich al anunciar los asentamientos señaló que “esta realidad entierra definitivamente la idea de un Estado palestino, porque no hay nada que reconocer ni a nadie a quien reconocer”. “Cualquiera en el mundo que intente hoy reconocer un Estado palestino recibirá de nuestra parte una respuesta sobre el terreno”, concluyó.

La ampliación de Maale Adumim no es solo un movimiento urbanístico, sino una operación política deliberada para hacer físicamente inviable lo que ya era políticamente improbable: un Estado palestino contiguo. El valor del anuncio no está en su franqueza sino en su carácter pedagógico: Smotrich dice abiertamente lo que otros, en gobiernos anteriores, preferían insinuar con hechos consumados y frases ambiguas. En un conflicto tan saturado de eufemismos, esa falta de rodeos confirma que no hay negociación en marcha, sino un cambio de marco: de discutir fronteras a definir realidades irreversibles.

Pero hay algo más revelador que la dureza de las palabras: un silencio internacional casi absoluto, sin condenas formales de peso por parte de las capitales, sin costos diplomáticos evidentes. Ese silencio es, en sí mismo, un síntoma. El derecho internacional vive de la reacción de la comunidad internacional ante su violación. Cuando una declaración que niega abiertamente un principio central, en este caso el derecho a la autodeterminación, no genera más que un encogimiento de hombros, el mensaje que queda es que las normas son optativas.

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Ya no es lo que era

¿Estamos normalizando las violaciones al derecho internacional? Eso parece, y lo más preocupante es que la normalización no ocurre de golpe, sino por acumulación. Rusia no solo ha violado la soberanía de Ucrania. Sus tropas cometieron violencia sexual. Los altos mandos realizaron deportación forzada de menores ucranianos, además de ejecutar prisioneros de guerra o torturarlos en centros clandestinos de detención. La Corte Penal Internacional, por su parte, emitió una orden de arresto contra Vladimir Putin por deportaciones ilegales de menores, sin que nadie se atreva a ejecutarla. 

El 26 de abril, China izó su bandera en Sandy Cay, un pequeño banco de arena en disputa cerca de la isla Pag-asa (Thitu) controlada por Filipinas. Este acto fue interpretado como un desplazamiento ilegal y una violación de la soberanía filipina. En mayo pasado, fuerzas sudanesas atacaron deliberadamente un hospital y farmacia de Médicos sin Fronteras en Fangal, con víctimas mortales y heridos. Días atrás un equipo investigativo respaldado por la ONU reportó casos generalizados de tortura, violencia sexual extrema y ejecuciones en instalaciones de detención controladas por autoridades en Myanmar, profundizando una grave crisis de derechos humanos.

Vayamos a temas más mundanos, como el proteccionismo: entre octubre de 2023 y octubre de 2024, los miembros de la OMC introdujeron 169 nuevas medidas restrictivas que afectan a casi 900.000 millones de dólares en comercio, y la tendencia apunta a más trabas y menos apertura.

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Pacta sunt servanda (los pactos están para cumplirse) nunca fue la inocente fórmula que aparenta. No sobrevivió porque los Estados tuvieran una fe casi litúrgica en la letra de los tratados, sino porque durante mucho tiempo la diplomacia y la política coincidieron en que cumplirlos era menos costoso que romperlos. Era derecho, sí, pero también era hábito: una cortesía útil entre actores que sabían que la confianza es cara de reconstruir. En la crisis actual del derecho internacional, esa utilidad está en entredicho. 

El rol de las potencias

Si las potencias creen que la fuerza rinde más dividendos que la palabra empeñada, el principio seguirá impreso en manuales y convenciones, pero su vida real será tan tenue como la de cualquier otra norma que el poder dejó de necesitar.

Pero el problema fundamental no es lo que hace Sudán o Israel. Es lo que hace, o deja de hacer, Estados Unidos. Desde su llegada a la Casa Blanca, Donald Trump se alineó con el Kremlin en su guerra de agresión contra Ucrania, guardando silencio ante las atrocidades rusas cometidas en el terreno. Su secretario de Defensa, Pete Hegseth, defendió públicamente a militares estadounidenses condenados por crímenes de guerra, mientras que su asesor de seguridad nacional, Michael Walz, impulsó el uso de la fuerza militar contra los cárteles de la droga en México. 

Es cierto. Los anteriores presidentes siempre mostraron incomodidad ante las limitaciones que impone el derecho internacional. Pero también reconocieron la función estabilizadora de ese marco legal y buscaron justificar sus desviaciones apelando a interpretaciones jurídicas, excepciones o principios alternativos. 

El rol de Trump

Trump, en cambio, no siente esa obligación. Para él, la utilidad del derecho internacional no radica en su capacidad para encauzar el poder, sino en la medida en que no estorbe el ejercicio de la voluntad política inmediata. El resultado es una ruptura no solo con la letra de las normas, sino con la práctica, cultivada durante décadas, de someter el uso de la fuerza y la política exterior a un barniz de legalidad que, aunque imperfecto, preservaba cierto grado de previsibilidad y moderación en la conducta de la superpotencia.

Tras 1945, el liderazgo estadounidense y la arquitectura jurídica internacional crecieron como dos caras de la misma moneda: el poder de Washington respaldaba la legalización e institucionalización de la política mundial, y esas normas e instituciones, a su vez, legitimaban y proyectaban la hegemonía norteamericana. El derecho no era un adorno, sino un instrumento de poder compartido, capaz de traducir la primacía militar y económica en un orden aceptado por aliados y tolerado por rivales. Hoy, ese vínculo se rompió. Para líderes como Trump o Putin, el derecho internacional no es un medio eficaz para alcanzar objetivos, sino una traba a remover; no un lenguaje común para ejercer influencia, sino un corsé que limita la libertad de acción. En su lógica, las reglas no encauzan el poder: lo estorban.

En estas circunstancias, viene a mi mente la conocida afirmación de Polanyi según la cual “la verdadera naturaleza del sistema internacional bajo el que vivíamos no se comprendió hasta que fracasó”. Lo inquietante de la frase de Polanyi no es su obviedad, sino su pertinencia. Los sistemas, sean económicos, jurídicos o internacionales, rara vez revelan su esencia en tiempos de calma. Mientras funcionan, se confunden con el aire: imprescindibles pero invisibles. Es en el momento de su colapso cuando se hacen tangibles, como una estructura que se ve entera solo cuando se derrumba. 

El orden internacional

Por mucho tiempo, la narrativa dominante sostuvo que el Derecho Internacional era la condición de posibilidad del orden internacional: sin él, la política mundial caería en la anarquía. Pero la evidencia reciente sugiere lo contrario. El derecho no genera por sí mismo ese orden; más bien, existe dentro de una sociedad internacional cuya estabilidad depende de factores (poder, intereses, legitimidad) que él mismo no puede garantizar. Ahora que el orden global se resquebraja, descubrimos lo que siempre fue: un arreglo político sostenido por un puñado de voluntades poderosas y por la ilusión de que esas voluntades serían estables. La lección, si hay alguna, es que la estabilidad internacional no se mide por su permanencia aparente, sino por la capacidad de renovarse antes de que el derrumbe nos obligue a mirar de frente lo que preferíamos no ver.

Otras lecturas:

Estudió relaciones internacionales en la Argentina y el Reino Unido; es profesor en la Universidad de San Andrés, investigador del CONICET y le apasiona la intersección entre geopolítica, cambio climático y capitalismo global.