Las cosas ¿cómo son?

Cuanto más uno cree conocer a otro, más lo desconoce en su otredad.

I. Roland Barthes es, sin dudas, uno de los autores que más ha luchado contra la naturalización llamada doxa (claro que no es el único, pero es mi preferido). Se ocupó de esa, su bête noire (como subrayó Alan Pauls) durante toda su obra. Desde Mitologías (escrito entre 1954 y 1956), en donde dice: “El punto de partida de esa reflexión era, con frecuencia, un sentimiento de impaciencia ante «lo natural» con que la prensa, el arte, el sentido común, encubren permanentemente una realidad que no por ser la que vivimos deja de ser histórica”, hasta Roland Barthes por Roland Barthes (texto de 1975) en el que la figura de la doxa es definida de múltiples maneras, como por ejemplo: “La Opinión pública, el Espíritu mayoritario, el Consenso pequeño-burgués, la Voz de lo Natural, la Violencia del prejuicio”. Y también una de las definiciones a las que vuelvo siempre: “El estereotipo es ese lugar del discurso donde falta el cuerpo”, por mencionar sólo algunos lugares. La insistencia de Barthes radica en señalar que la doxa petrifica el pensamiento, detiene las ocurrencias, aplasta a la agudeza; resulta en el agobio del sentido repetido, cifra la violencia de la opresión. Para Barthes combatir la doxa es una tarea crítica y política, porque se trata de evidenciar el abuso ideológico que conlleva. No dejo de volver a este autor porque tiene, en mí, un efecto precioso: cada vez que lo leo me da entusiasmo, algo no fácil de experimentar –y mucho menos en este momento, en este país, en este mundo–. Es el entusiasmo por la frescura del lenguaje, el entusiasmo por desbrozar las cosas para ver de qué y cómo están hechas. Casi como ese gesto de los niños –en el que Giorgio Agamben se detiene– el de romper los juguetes para encontrarles el alma. El alma del lenguaje, el alma del pensamiento frente a lo desalmado de la doxa, frente a lo desalmado y sólido del estereotipo; el alma de las cosas frente al bodoque denso de la cristalización. Como si se tratara de una pequeña torsión interrogativa: de “las cosas como son”, a “las cosas, ¿cómo son?”.

II. Quizás porque me dedico al psicoanálisis –también como analizante– es que tengo bastante aceitada esa pregunta. Porque si algo hace la experiencia de un análisis es poner en evidencia que las cosas no son, sino que se hacen (¿sos o te hacés?). El psicoanálisis es, ante todo, antiesencialista. Porque si no, no habría nada que hacer en un análisis salvo resignarse a que las cosas son como son. Las cosas se hacen y las hacemos, se hacen y nos hacen. Se hacen de fantasías, fantasmas, historias, imágenes, carne, palabras, experiencias, atravesamientos. Y si se hacen, algunas pueden ser deshechas. Deshacer eso que parece compacto, eterno, ineluctable, imposible de eludir. Deshacer eso que se nos presenta como un destino ineludible. Como cuando alguien dice “no hay caso, estoy destinado a X”. Me gusta la forma en la que Jacques Lacan se refiere al destino: “Las casualidades nos empujan a diestra y siniestra, y con ellas construimos nuestro destino, porque somos nosotros quienes lo trenzamos como tal. Hacemos de ellas nuestro destino porque hablamos. Creemos que decimos lo que queremos, pero es lo que han querido los otros, más específicamente nuestra familia, que nos habla. Este nos debe entenderse como un complemento directo. Somos hablados y, debido a esto, hacemos de las casualidades que nos empujan algo tramado”. El destino no está escrito, pero si leemos siempre de la misma manera nuestros asuntos, si leemos esas casualidades y las metemos en una trama, entonces suponemos que estamos destinados a eso. Suponer que estamos destinados no es sino otra forma de “las cosas como son”, o de “soy como soy”. En esa clave, en ese tono, la música es siempre la misma música, la cantinela, el disco rayado. Otra vez sopa. Y el río siempre es el mismo río. En cambio, en un análisis se trata de la experiencia de atravesar eso mismo que insiste, para que algo empiece a pasar de otra manera. Son pequeñísimos movimientos, no son grandes gestas. Pequeños movimientos, pequeñas variaciones, muchas veces hasta imperceptibles en el cómo y cuándo se hicieron. Súbita, sorpresiva e inesperadamente algo pasó y ya no somos los mismos. Como diría Borges, nosotros, como el río, tampoco somos siempre los mismos, porque también, como el río, somos fluctuantes. Y es por eso que nunca, nunca es el mismo río. Aún en la repetición se puede escribir una diferencia. Tamara Kamenszain dice y repite en El libro de los divanes: “Siempre hay otra línea de lectura, siempre hay otra”. Me gusta la idea de que en un análisis se inventa un destino inesperado.

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III. Tampoco los otros son como son. Incluso ellos, que aparentemente son como son y pareciera que no hay nada que hacer con eso, pueden moverse de lugar ahí donde algo se deshizo. Y no me refiero a deshacer el lazo –aunque a veces deshacer el lazo es, justamente lo mejor–, sino a deshacer un modo de lazo. Una manera en la que nos ubicamos en ciertos lazos. Como si después de haber deshecho ciertas cosas nosotros, advirtiéramos que el otro tampoco sigue siendo el mismo. Muchas veces se trata, no de separarse de alguien, sino de separarse de algo. Y ahí se abre otro mundo.

IV. Entre la pasión clasificatoria y el ímpetu codificador, vamos creyendo, más o menos conscientemente, que las cosas “son como son”. Como si fuera posible desentenderse de esa otredad que irrumpe y que nos hace extraños también para nosotros mismos. Pensar que las cosas son como son nos deja detenidos en el terreno de lo esperable. Y es justamente en el origen de la palabra doxa que encontramos la acepción “aquello que se espera”. Una vida configurada solamente según “lo esperable” es, sin dudas, una vida hecha de tedio. El spleen de lo esperable.

V. Existe una especie de ideal de transparencia, la idea de que la transparencia es, per se, algo bueno. Y, en las antípodas, estaría aquello turbio, opaco. Entiendo que podemos usar ese término para describir algo que se nos escapa, que se evidencia escamoteado. Entiendo que podemos sospechar de algo y decir de ese algo que es turbio, porque se nos evidencia enredado, especulado. Sí. Pero también creo que suele haber una pretensión de claridad y de transparencia, un rechazo a la ambigüedad y a los rodeos, a la opacidad propia y ajena, a lo que no se entiende, una especie de resistencia al malentendido en el lazo con otros y a aquello que excede lo “esperable”. Suele haber demasiados cálculos, advertencias, especulaciones y precauciones por todos lados creyendo que, si se los sigue, podemos por fin acceder al otro y, sobre todo, a uno mismo. Existe la ilusión de que uno puede conocerse a sí mismo y conocer al otro. Y hasta podemos jurar que conocemos a tal o a cual. “Nadie te conoce mejor que yo”. ¡Ay! Pretender que conocemos al otro de esa manera es, sin dudas, hacer del otro alguien esperable y encorsetarlo en coordenadas que suponemos conocer. Pretender que uno conoce al otro, pero sobre todo a uno mismo, es un tranquilizante frente a la inquietud que suscita eso que suele ser opaco y muy incierto. Por eso la patética frase que reclama “me desilusionaste, no esperaba esto de vos” me resulta especialmente hostil y bastante psicopatona. Porque uno no es responsable de lo que el otro supone de uno. Esas expectativas, eso que el otro espera de nosotros, son parte de las atribuciones, las suposiciones, la forma en que el otro supone que es posible conocernos. Esas suposiciones sacan al otro de la escena. Yo espero de vos lo que yo quiero de vos y eso es a condición de que no aparezcan vos y tus singularidades. Pasa mucho en todas las relaciones, pero con los fans es muy, muy evidente. Un fan espera que su ídolo sea tal y como cree conocerlo y si el ídolo aparece en su dimensión desconocida, el fan tiende a violentarse. “No esperaba eso de vos” sería, en rigor, no esperaba que aparezcas vos. Cuanto más uno cree conocer a otro, más lo desconoce en su otredad.

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VI. Siempre me molestó la idea de que uno va a análisis para conocerse. Cualquiera que se haya topado con un análisis advierte que uno atraviesa, ahí, la experiencia absolutamente contraria: va a desconocerse. Cualquiera que se haya topado con el inconsciente (es decir todos los que sueñan, tienen lapsus, ríen o advierten que querer no es poder) también lo experimenta. El inconsciente es acaso eso mismo: la irrupción de lo otro de mí, eso que sorprende y que siempre, siempre es inesperado. Contra lo esperable de nosotros mismos, el inconsciente viene a mostrar que no somos transparentes tampoco para nosotros mismos. Afortunadamente todavía queda la sorpresa. La situación analítica no es una situación familiar. El analista no hace de ese lazo un lazo familiar. A pesar de ver a alguien todas las semanas durante muchos años, uno no conoce al paciente, ni el paciente nos conoce. No habría experiencia de análisis posible si uno cree conocer al otro en ese espacio. No habría lugar para la sorpresa, ni para lo inesperado. Si un analista cree conocer a un paciente, lo más probable es que no lo esté escuchando. Imaginen al analista diciendo, cual amigo o padre o madre o hermano o partenaire: “¡Ah! ya sabía que me ibas a decir eso” o “te conozco mascarita” o “no esperaba esto de vos”. Un paciente también imagina que sabe lo que el analista le va a decir. Pero eso también está hecho de capas de suposición inevitable. La transferencia acaso también sea un poco eso: desconocer al analista como persona y ponerlo en un lugar “conocido”.

VII. “Te conozco como si te hubiera parido” debería ser, en rigor “te desconozco como si te hubiera parido”. La idea de que las madres somos las que más conocemos a nuestros hijos es simplemente ridícula. Las madres (y los padres) ejercemos muchísimo poder sostenidos en esa creencia. En principio el poder de atribuir a nuestros hijos cosas nuestras. A proyectar sobre ellos todo eso que pretendemos deseable en un hijo. Y cuando un hijo aparece en su propia singularidad nos deja un poco anonadados. Ser padres es muchas veces ir adjetivando y atribuyendo una personalidad, anticipadamente a nuestros hijos. Si algo creemos las madres y los padres es que conocemos a nuestros hijos. Y no se trata de si somos buenos o malos padres, no es eso de lo que estoy hablando. Hay cuestiones inevitables cuando estamos en el lugar de padres.

VIII. Hace algunas semanas vi la serie Adolescencia (no voy a spoilear). Llegué a ella gracias a Mil Lianas, el newsletter de Agustina Larrea en elDiarioAr. Sus recomendaciones de series, libros, teatro, películas y otras cosas tienen un no sé qué. Y es que no parecen recomendaciones. Nada del estilo pesado de “tenés que ver esta serie”, o dedito levantado o para abajo; lo que Agustina Larrea suele hacer es otra cosa: lee y no juzga (algo muy poco habitual). Escribe sus lecturas en un tono susurrante, tranquilo, sin las estridencias de las recomendaciones vacías que suelen circular por todos lados, sin la premura de la novedad, sin la precipitación del mercado. Algo de lo que dijo Agustina Larrea me hizo ir a ver la serie enseguida. Si algo me pareció perfecto de la serie (la serie toda es perfecta), es que se maneja todo el tiempo en una zona de no transparencia (la adolescencia es, muchas veces, una zona muy opaca, sobre todo para los propios adolescentes). Si la serie es incómoda y hasta por momentos insoportable es porque sostiene la ambigüedad, la opacidad, la no linealidad de los acontecimientos. Y más aún por su plano secuencia. El plano secuencia, la forma, refuerza aún más la no linealidad de lo que ahí sucede. No hay causa-efecto, no hay forma de saber. No es nunca A entonces B. No hay tonos altos ni bajos. El espectador nunca se tranquiliza porque no hay explicación. No hay tampoco tranquilidad moral. No se puede uno acomodar nunca en el sillón porque todo sucede de manera tal que no hay división prístina entre buenos y malos, porque no hay señalamientos de ningún tipo. Casi todos están concernidos. No se puede culpar a nadie de nada (no me refiero a que no haya culpable de un crimen, sino que no se puede culpar a nadie de por qué ese crimen sucedió, la serie no señala eso). Vaya si eso es inquietante. Y por supuesto que lo que más incomoda de la serie es que los padres no conocen del todo a sus hijos. Pero no porque no se ocupen, no porque sean un bardo, no porque no quieran, no porque no los quieran, no porque sean malos padres, sino porque hay un punto de imposibilidad en ese conocer a los hijos (que hoy en día, además, está exacerbado por lo que sucede en el mundo digital que de por sí es incontrolable). Por supuesto que la serie lleva eso al paroxismo y es muy tremenda. Leí y escuché algunos comentarios que otros hicieron. En muchos casos venían con la recomendación a los padres de estar más atentos a sus hijos. Entiendo la recomendación y hasta puedo compartirla en general, estar atentos en términos de estar interesados por sus vidas, estar atentos a todo ese mundo digital que puede ser infernal. Pero puesta a cuento de la serie, pretende otra vez creer que lo que ahí pasa, no habría pasado si los padres hubieran estado más atentos. Los padres de Adolescencia son padres atentos y bastante amorosos y aun así. Culpabilizar a los padres nunca es una buena campaña (como la campaña de la dictadura que los increpaba preguntándoles “¿Sabe ud. lo que sus hijos están haciendo en este momento?”). No se trata de vigilar, ni de controlar, ni de descansar en la idea de que uno conoce a sus hijos. Se tratará, mejor, de acompañar resistiéndose a conocerlo, aun en su incomprensibilidad, aun en su ilegibilidad, aun en su opacidad. Se trata, en la relación con otros, de estar disponibles para que la diferencia encuentre lugar.

IX. Lo incómodo del asunto, no me refiero ahora a la serie sino a la vida, es que nunca nos terminamos de conocer, ni de conocer al otro. No hay transparencia posible. Puede ser por momentos desesperante, pero creo que también posibilita nuevos mundos, posibilita que, cada tanto, el mundo deje de girar en redondo.

X. Para terminar les dejo un fragmento del poema Tomboy, de Claudia Masin:

¿Cómo pueden entonces
andar tan cómodos y felices en su cuerpo, cómo hacen
para tener la certeza, la seguridad de que son eso: esa sangre,
esos órganos, ese sexo, esa especie? ¿Nunca quisieron
ser un lagarto prendido cada día del calor del sol
hasta quemarse el cuero, un hombre viejo, una enredadera
apretándose contra el tronco de un árbol para tener de dónde
sostenerse, un chico corriendo hasta que el corazón
se le sale del pecho de pura energía brutal,
de puro deseo? Nos esforzamos tanto
por ser aquello a lo que nos parecemos.

Es psicoanalista y docente de posgrado. Es magíster en Estudios Literarios por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Es autora de los libros Psicoanálisis: por una erótica contra natura (2019, IndieLibros), Y sin embargo, el amor. Elogio de lo incierto (2020, Paidós), Un cuerpo al fin (2022, Paidós) y El sentido del humor (2024, Paidós).