Las Brigadas Internacionales en la batalla del Jarama contra la expansión fascista

La batalla del Jarama fue uno de los acontecimientos principales en la Guerra Civil Española. Reunió voluntarios de 65 países del mundo en defensa de la República.

El 6 de febrero de 1937 comenzó la batalla del Jarama, uno de los enfrentamientos más sangrientos de la guerra civil española. Se estima el saldo de la batalla en 20.000 muertos, heridos y desaparecidos. 

Un año antes, una coalición de socialistas, republicanos y partidos de izquierda había ganado las elecciones, en base a una propuesta de reformas democráticas. La experiencia iba a encontrar un límite pronto con un levantamiento del sector más conservador y reaccionario del ejército en julio de 1936. La intentona golpista, que incluía a tropas en diversos puntos de España y también aquellas en las colonias africanas, fracasó en su objetivo de corto plazo. La toma inmediata del poder no se produjo. Pero abrió un proceso de consecuencias gravitantes para el siglo XX: la guerra civil de España. 

Pero que el intento de golpe no hubiera llegado hasta la capital española no significaba que había fracasado del todo. España había quedado quebrada. Los conspiradores eran conscientes de que su debilidad era la capital, defendida por una clase obrera en crecimiento, hija del auge de la construcción y una cierta industrialización. Por la presencia de ese factor, los golpistas habían planeado un golpe “desde afuera” hacia el epicentro madrileño. A esos trabajadores –muchos de ellos devenidos en militantes del Partido Obrero Socialista Español (PSOE) y del Partido Comunista– los acompañaría un actor fundamental en esta historia y del que queremos hablar hoy: voluntarios de todos los países del mundo que irían a España a defender la libertad. 

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Fueron miles. Giles Tremlett cuenta en un libro indispensable sobre el tema –Las Brigadas Internacionales. Fascismo, libertad y la guerra civil española– más de 35.000 voluntarios extranjeros. Es el primer libro que se escribe luego de la apertura de los archivos de Moscú, lo que le permite actualizar la cantidad de países de origen a 65 (hasta entonces había registro de 52). Llegaron a España, así, hombres y mujeres de casi el 80% de los países del mundo. 

Eran principalmente jóvenes. Había obreros de fábricas y de minas. Aventureros desempleados sin nada mejor que hacer. Exiliados, migrantes e hijos de migrantes. Eran entusiastas, claro, y militantes de partidos de izquierda. Los había católicos, protestantes, judíos, ateos y musulmanes. Venían de China, de Siria, de Turquía, de Rusia, de Latinoamérica y de África. Había deportistas que estaban en España esperando para participar de las Olimpiadas Populares en Barcelona, en respuesta a las olimpiadas que Hitler organizaba en Alemania. Había personajes, entre ellos: Esmond Romilly, el sobrino rebelde de Winston Churchill. Vendrían escritores como Ernest Hemingway, André Malraux y George Orwell, nada menos. Había –cómo no iba a haber– una pareja de argentinos: Mika Etchebéhère, que a sus 34 años había llegado a Madrid para reunirse con su marido francoargentino, Hipólito, que estaba allí escribiendo sobre el gobierno del Frente Popular para una revista parisina. Vendría luego, para inmortalizar en imágenes, el fotógrafo Robert Capa. 

Pero una sola categoría política y moral –dice Tremlett– valdría para describirlos a casi todos ellos y ellas: eran antifascistas. 

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Para los combatientes españoles el enfrentamiento era más complejo. La ideología de los golpistas mezclaba elementos de intolerancia extrema de la España reaccionaria y privilegiada con las nuevas ideas propuestas por Mussolini y Hitler en Europa. De esa amalgama surgió Franco, el segundo caudillo del levantamiento tras la muerte del general José Sanjurjo. Esa amalgama, además de ideológica, era material. Sin la ayuda del fascismo italiano y el nazismo alemán esta historia no hubiera existido. “Sin África, yo apenas puedo explicarme a mí mismo”, dijo alguna vez Franco, describiendo que fue el ejército colonial de 35.000 efectivos el que hizo posible la guerra civil y, luego, el golpe. Ese ejército había sido trasladado a España por la Luftwaffe de Hitler. Italia y Alemania terminaron enviando cerca de 90.000 soldados más en apoyo a Franco. Era difícil, para cualquiera que no fuera español, no ver allí otra cosa que la expansión fascista. 

Los voluntarios extranjeros que llegaron a pelear por la República adquirieron fama pronto. Con todas las dificultades de un ejército de voluntarios, muchos de ellos no tenían experiencia militar alguna, se convirtieron en un primer dique de contención que le permitió a Madrid resistir el embate golpista. Las dificultades tenían puntos de comicidad pero eran en general dramáticas. Un comandante de un batallón extranjero cuenta, en el libro de Tremlett, que hablaba con los oficiales españoles en su búlgaro materno, que era traducido por un voluntario judío sefardí que, a su vez, hablaba ladino, una variante del español del siglo XV que los judíos expulsados en 1492 se habían llevado al exilio. 

Hay que sumarle a esa dificultad otros elementos. La mayoría de los milicianos consideraba la disciplina militar como un modo de opresión. No saludaban a sus superiores y las jerarquías estaban siempre al borde de ser cuestionadas. Las decisiones debían debatirse y tomarse de manera conjunta con los milicianos. Estos, además, no conformaban un grupo homogéneo. Eran antifascistas, sí, pero también eran comunistas, anarquistas, trotskistas, estalinistas y toda una serie de grupos que, fundamentalmente, se desconfiaba. 

Para poder proseguir con la historia deberemos hacer un breve salto temporal hasta febrero de 1937. 

Las Brigadas Internacionales ya son parte del ejército republicano. Han sido organizadas –en el marco de lo posible– por dirigentes comunistas que llegaron desde el extranjero, fundamentalmente desde la Rusia entonces soviética. Este proceso fue más caótico y complejo de lo que entra en una línea. Basta ver Tierra y libertad, la película de Ken Loach que además sirve para la vida (ah, la escena de la asamblea, qué maravilla). Todos los países intervienen en el conflicto mientras simulan neutralidad. Lo hace Hitler, Mussolini y también Stalin. La capital española continúa resistiendo el avance de los ejércitos fascistas, que necesitan cortar la cadena de suministros para provocar la caída final. 

Luego de varios intentos repelidos por las milicias republicanas, los fascistas van por uno nuevo. Franco ya es el caudillo indiscutido del levantamiento. El 6 de febrero, al mando del general José Enrique Varela, los sublevados lanzan una ofensiva sobre el río Jarama para la toma final de Madrid. Si logran cruzar, llegarán hasta la ruta que conecta con Valencia y allí podrán frenar el suministro hacia la capital. Tomar Madrid no es militarmente el punto más relevante pero simbólicamente lo significa todo. 

Nos trasladamos al Puente del Pindoque, un puente ferroviario de hierro sobre las aguas del Jarama, a 25 kilómetros al sureste de Madrid. Desde el 6 de febrero llueve casi sin parar y el caudal del río está crecido. Si un ejército tuviera que decidir por dónde cruzar ese sería el peor lugar. Pero, durante cuatro días, las tropas marroquíes de Franco se desplazaron silenciosamente reduciendo a los pocos guardias republicanos que se encuentran allí. Detrás de ellos, el ejército de ataque más grande que la guerra civil había visto hasta la fecha: 20.000 hombres en tres columnas, equipados con armas italianas y alemanas. 

Del otro lado de la orilla esperaban diez de los dieciséis batallones de las Brigadas Internacionales. Diez kilómetros a sus espaldas, el objetivo golpista: la ruta Madrid-Valencia. El puente ferroviario se encuentra vigilado por una pequeña compañía de reclutas casi nuevos, al mando de un joven oficial –el teniente Martin– que recién llegaba de Albacete, el principal lugar de concentración de los voluntarios extranjeros. El puente está listo para ser volado con dinamita ante cualquier intento de cruzarlo. Un nido de ametralladoras republicanas refuerza la posición. 

En la madrugada del 11 de febrero, un pelotón de soldados marroquíes se desliza por las orillas del Jarama, cruza el río por un sector no vigilado y, en completo silencio, degolla a los guardias y corta la mayoría de los explosivos que colgaban del puente. Uno de los guardias republicanos consigue detonarlo. Una parte explota pero no lo suficiente como para inutilizarlo. Las tropas de reserva están demasiado lejos para frenar el avance. La situación es dramática. 

Durante las siguientes tres horas, las tropas de Franco cruzan el puente bajo el bombardeo y las ametralladoras republicanas de los aviones de apoyo rusos. Los soldados marroquíes no solo logran atravesar el río sino que cargan contra las colinas del lado republicano y aíslan los posibles refuerzos, como el batallón Garibaldi (compuesto por italianos) que no puede acudir en ayuda por el bombardeo de la artillería franquista. 

Hacia el final del día, el ejército atacante consolida su posición y controla plenamente el puente. Una columna entera y la mitad de la otra ya había cruzado el Jarama. Franco se hacía con una vía de ingreso a Madrid. Pero faltaba más. 

Los hombres al cuidado del puente no habían podido resistir pero habían ganado algo más importante: tiempo. Tiempo para que llegara el batallón Dombrowski (de polacos) que logró enlazarse con el Garibaldi. Entre ambos consiguieron escoltar un grupo de catorce tanques rusos que apoyaron la posición defensiva al menos en la parte norte del ataque. La parte sur, sin embargo, había quedado al descubierto y ya nada separaba al enemigo de la ruta a Valencia. 

La situación pronto empeoró. El siguiente puente sobre el Jaram, en San Martín de la Vega, cayó a manos de los fascistas la noche del 12, con una acción similar a la anterior. Soldados marroquíes cruzaron el río de noche y tomaron desprevenidos a los guardias, que tampoco pudieron volar el puente. Pronto más tropas fascistas cruzaron el Jarama. Para el 13 de febrero, las tropas republicanas habían al menos consolidado la línea defensiva. De norte a sur se establecieron los Garibaldi y los restos de los batallones André Marty, Dombrowski, Comuna de París, Thälmann, Edgar André, Dimitrov, el Británico y Seis de Febrero. Si uno quisiera la foto del internacionalismo obrero resistiendo al fascismo, ahí estaba. Eran cerca de 5.000 hombres, con 2.000 más del batallón Abraham Lincoln (norteamericanos) en reserva. De todos ellos dependía frenar la ofensiva franquista contra Madrid. 

Nos trasladamos a la Colonia del Suicido, no por nada nombrada así. Está defendida por la compañía británica, la Brigada Internacional XV que dirige Tom Wintringham, que había llegado como periodista del Daily Worker y terminó como comandante del batallón. Resistiendo el avance de los soldados marroquíes, Wintringham recibe la orden de lanzar un ataque frontal para aliviar a los flancos. Pero nota su propia debilidad y desobedece la orden. La línea resiste durante unas horas pero termina por desmoronarse con un bombardeo de la artillería franquista. Por la noche, un bombardeo cae sobre el arsenal británico que descansaba sobre la ruta y desata el pánico. Durante la madrugada, los británicos cargaron contra las posiciones enemigas y lograron recuperar algunas ametralladoras. Pero las bajas eran irremplazables: la columna pasó de 400 a 215 hombres en un día. Los suministros escaseaban. La esperanza estaba puesta en la anunciada llegada de tanques T26 rusos. Esa tarde, cuando escucharon el sonido de los motores hubo una breve algarabía, interrumpida cuando notaron que los tanques eran del enemigo. Habían ganado, sin embargo, algo de tiempo.

La línea no tardó en fracturarse. Los voluntarios intentaron una retirada ordenada pero fue imposible. “La matanza fue terrible. Veías a cinco hombres que corrían juntos y, de repente, cuatro caían abatidos”, cuenta un testigo en el libro de Tremlett. Los sobrevivientes lograron refugiarse en la cocina de campaña. Corría el rumor de que el frente había recibido la orden de retirarse. Lo que significaba una sola cosa: Madrid estaba por caer. 

La escena era trágica. Las unidades de españoles y extranjeros cansados se desplomaron, totalmente exhaustos luego de cinco días seguidos de enfrentamiento. Hambrientos, los hombres se agolparon en la cocina del campamento. 

Fueron, dice la historia, Jock Cunningham (un escocés de 33 años) y Frank Ryan (un irlandés de 35) los que comenzaron a convencer a pequeños grupos de que había una brecha en la línea enemiga. Que no había ninguna orden de retirada. Todo lo que había que hacer era volver. Cerrar la fractura de línea entre el batallón Británico y el Seis de Febrero. A fuerza de palabras, lograron reunir un nuevo grupo de 140 hombres para caminar de regreso a la batalla. Ryan los alentó a cantar para levantar la moral de la tropa. En diferentes idiomas y al mismo tiempo, con acentos diversos, entonaron una canción que todos conocían

Agrupémonos todos 
en la lucha final.
El género humano
es la Internacional.

Para quienes caminaron en dirección a la batalla fue el momento más memorable de la guerra. “Los rezagados que aún se retiraban por las colinas se detenían con asombro, daban media vuelta y corrían a unirse a nosotros; los hombres que yacían agotados en las márgenes del camino se levantaban de un salto, vitoreaban y engrosaban nuestras filas. Miré hacia atrás. Bajo un bosque de puños alzados, ¡qué extraña compañía! Sin afeitar, desaliñados, manchados de sangre, mugrientos. Pero otra vez combativos, avanzando por el camino de vuelta”, contó Ryan años después. 

La brecha se cerró. El batallón Dimitrov (húngaros) había logrado un regreso épico similar. Las unidades de españoles comenzaron a llegar para tapar otras fracturas. Del batallón británico lograron sobrevivir apenas 80 de los 630 hombres que habían comenzado la batalla. Días después, la ruta entre Valencia y Madrid había quedado asegurada en manos de los republicanos. 

Claro que la historia no termina ahí. Ustedes conocen el final. Franco toma Madrid (no por allí), luego España y finalmente instaura una dictadura que dura 40 años. Cualquiera puede decir que la guerra antifascista, las Brigadas Internacionales y los voluntarios fracasaron. 

Pero no. 

Cada uno de esos voluntarios extranjeros, los que lograron sobrevivir y los muertos, comenzaron una lucha que terminó el día que cayó la dictadura fascista de Mussolini, el régimen nazi de Hitler y, muchos años después, el franquismo. Todos ellos, dice Tremlett, “pueden reclamar para sí la virtud moral de haber empezado la lucha antes de que los demás se dieran cuenta de que era necesaria”. 

Acaso no haya mayor honor que ese. 

Es politólogo de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Nació en Olavarría, una metrópoli del centro de la provincia de Buenos Aires. Vio muchas veces Gladiador.