La última oportunidad de Milei

El presidente, ante el desafío de recrear la expectativa o languidecer con la inercia del desencanto.

“Se están muriendo, no tienen plata ni nada”. Donald Trump no estaba intentando un análisis político sofisticado, sino repeler una crítica interna por el enorme volumen de la asistencia a la Argentina. En la boca de los demócratas, cada número que Scott Bessent tira por el aire es tomado como un gasto de los contribuyentes estadounidenses en un país extranjero, a pesar de la prédica America First, en un contexto de guerra abierta por el presupuesto donde los opositores a Trump resisten un recorte de prestaciones sociales –particularmente en salud– para los sectores menos acomodados de los Estados Unidos.

En un marco en el que, si se fueran a ejecutar en su totalidad, los 20 mil millones constituirán apenas un aproximado del 0,3% del presupuesto del Estado federal norteamericano (menos del 0,1% del PBI), Trump señaló lo desesperado de la situación nacional como un indicador de que no estaba dando lugar a algo que denunció sin fundamentos en forma repetida: que otros países están tomando ventaja indebida de los Estados Unidos. Con todo, su conocimiento reciente de la situación, su histrionismo televisivo y la brutalidad habitual de sus declaraciones dieron pie a un diagnóstico que no sólo hirió de muerte a la autopercepción grandilocuente del presidente y del oficialismo en general, sino que –en su cruda gravedad– atravesó también la frivolidad de los discursos opositores.

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Argentina lleva más de una década de deterioro significativo, de empeoramiento económico y, también, de su posición externa, en la que alternó períodos de déficit fiscal y cepo con otros de endeudamiento y apreciación cambiaria –estos últimos incluso más dañinos que los primeros-, empobrecimiento relativo y pérdida de competitividad. Los gobiernos peronistas respondieron a eso con protección exagerada y sus némesis con un desinterés por la producción nacional apenas proporcional al crecimiento de las importaciones causado por ciclos cada vez más cortos de apreciación y apertura, con ingreso de capitales de corto plazo, seguidos por otros de crisis financiera.

Argentina es, hoy, más pobre si se la mide por habitante de lo que era en 2011. Una pendiente sostenida que disimula el dibujo de electrocardiograma de cada año de caída y recuperación, aun cuando cada descenso llega más profundo que el anterior y cada mejora nos deja un poco por debajo del último pico. Algo que se hace evidente en los descontentos ciudadanos acumulados con una clase política que sigue insistiendo en que sus propios pasos por el poder fueron virtuosos pero, invariablemente, arruinados por el adversario. Una suerte de eterno retorno que, sin embargo, representa cada vez menos porque resuelve cada vez menos. Basta comparar al último gobierno de Cristina Fernández de Kirchner con el que encabezó Alberto Fernández, o el modo en que llegó Mauricio Macri a la elección de medio término con el modo en el que lo está haciendo Javier Milei, cuyas expectativas para el domingo 26 pasan apenas por disfrazar una derrota más o menos decorosa de consagración de una primera minoría.

En el contexto de recurrencia decadente, el auxilio del Tesoro estadounidense debería ser un game changer. Mario Draghi, presidente del Banco Central Europeo, no necesitó gastar un sólo euro para convencer a los inversores de la capacidad de garantizar la permanencia de los países del sur de Europa en el seno de la Unión Monetaria Europea. Era el dueño de la impresora de billetes. Bessent, por lógica, debería poder lograr un conjuro similar en un país cuyo principal recurso escaso en la última década fueron los dólares. Y, sin embargo, viene perdiendo a diario la pulseada con los minoristas argentinos que en bandada compran todos los dólares que el Tesoro estadounidense pone a disposición del país para llevarse pesos. No sólo los inversores sofisticados, sino el ejército de ahorristas que compran dólares de a cientos, coinciden en la creencia de que el tipo de cambio actual es insostenible y actúan en consecuencia. El meme de los argentinos devorando dólares como Homero Simpson rosquillas en el infierno ilustra el clima de desconfianza, basado en la convicción de que la devaluación no se produjo aún solo para evitar un sinsabor preelectoral.

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Bessent, que junto a George Soros hizo una fortuna pulseando contra el Banco de Inglaterra, conoce bien el paño de las ruletas cambiarias. Por eso, la actuación estadounidense resulta desconcertante. Si después de las elecciones está claro el mandato norteamericano de formar una coalición que le dé densidad técnica y viabilidad política al Gobierno, la orientación económica que vendrá del norte parece mucho menos comprensible. ¿Obligarán a la Argentina a adoptar un esquema cambiario más compatible con un saldo comercial positivo que permita, además, afrontar las serias obligaciones de deuda existentes en 2026? ¿O van a sostener el peso en valores artificialmente bajos y pulsear con el mercado, ahora con los fierros del Norte? Elegir el camino de la racionalidad cambiaria significaría que los contribuyentes estadounidenses deberían asumir pérdidas de cientos de millones de dólares por las intervenciones directas pre-electorales. Sería un escenario cuya única explicación sería una contribución de campaña electoral directa, probablemente la más cara de la historia de América del Sur, solo para mejorar unos pocos puntos la suerte de Milei en la elección de medio término. El problema es que igual de incomprensible sería su contracara: que el Tesoro afecte sus recursos –prácticamente infinitos en relación a las necesidades argentinas– en mantener artificialmente con vida una política macroeconómica insostenible.

Si los salvados aceptarán lo que fuera que vayan a dictarles desde Washington como el mejor rumbo de acción, la oposición no ofrece ninguna idea sobre cómo se vería un orden macroeconómico futuro. Un sistema político a la altura de la gravedad de la situación debería poder ofrecer tanto el designio de un rumbo como los acuerdos necesarios para lograrlo. Lo que aparece, en cambio, es una vaga idea de que alcanzaría con distribuir mejor lo que ya tenemos, sin mirar cuál es el modelo de crecimiento, con sus ejes y herramientas, ni la forma de inserción internacional que supone ese modelo, más allá de alguna mención a China y los BRICS, ni la estrategia a seguir frente a nuestros cada vez más pesados acreedores. Una ambigüedad que –si fuera calculada– puede servir para ganarle una elección a un gobierno irremediablemente desangelado, pero que es mucho menos útil a la hora de articular una alternativa que requerirá consensos no sólo entre los partidos políticos, sino con sectores empresariales, de trabajadores, y de la sociedad civil para ofrecer una opción a una política que ya no sólo es de Milei, sino de la única superpotencia hemisférica.

Esa fragilidad económica se proyecta sobre la escena política. La elección del 26 de octubre no aparece, en rigor, como una cita con la sorpresa sino con la confirmación de un estado de ánimo. Las encuestas que circulan entre las usinas del oficialismo y de la oposición coinciden en un punto esencial: el Gobierno llega a la jornada con un empate técnico a nivel nacional. En la provincia de Buenos Aires, la ventaja para el peronismo se estabiliza alrededor de los 8 puntos, pero lo relevante no es la matemática sino el humor social que late debajo de esos números. Ese humor sigue siendo punitivo, más que esperanzado. La gente no elige tanto como sanciona. La preferencia no parece orientada por un proyecto alternativo, sino por la persistencia del malestar con el gobierno.

Son varios los aspectos que abonan a la descomposición oficial. La filtración de Gerardo Werthein –según la cual renunciaría tras el 26 de octubre si Santiago Caputo asumiera un lugar en el gabinete– no es solo un capítulo más de una fractura estructural dentro del Gobierno. El canciller dejó trascender que no aceptaría quedar subordinado al asesor presidencial, lo que equivale a reconocer dos cosas al mismo tiempo: su posible pérdida de influencia real y la probable institucionalización del poder informal que hasta ahora orbitaba alrededor de Milei.

Lo más significativo del episodio no está en el posible alejamiento en sí sino en lo que admite: su participación en el acuerdo con los Estados Unidos. Esa admisión tácita es casi una confesión. Reafirma la idea, cada vez más extendida en los circuitos diplomáticos, de que la negociación fue conducida por una embajada paralela bajo el mando de Caputo y Barry Bennett, el consultor estadounidense que desde hace meses opera como nexo privilegiado con Washington.

Sin embargo, la atención está puesta en la disputa electoral. Cuando se conozcan los resultados, el mapa del país lejos va a estar de teñirse de violeta. Lo más probable es una cartografía policromática, donde convivan zonas dominadas por Fuerza Patria, La Libertad Avanza y Provincias Unidas. Esa dispersión territorial es más que estética: expresa una fragmentación política que ya se insinuaba desde hace meses y que ahora cristaliza en las urnas. El oficialismo, que alguna vez creyó representar una mayoría compacta, se enfrenta a una Argentina partida y con una base de adhesión cada vez más refractaria a la narrativa del poder.

El presidente Milei atraviesa una etapa donde el contrato emocional con su base se quebró. No es que haya un desbande, sino un silencio distinto: ya no lo escuchan. La palabra presidencial perdió efecto performativo. Antes ordenaba, ahora reverbera. En ese contexto, el 26 de octubre se vuelve una noche incómoda, pero paradójicamente necesaria para el oficialismo para salir de la agonía prolongada que lo atrapó desde la derrota de septiembre en PBA. Necesita que el domingo llegue para cerrar un ciclo. No es sólo una cuestión electoral: es un límite temporal al deterioro. Lo que se abre el 27 de octubre no es el futuro, sino una pregunta: ¿tiene el Gobierno la capacidad de recrear expectativa? ¿O la inercia del desencanto ya es irreversible?

Los agentes más conspicuos de la Argentina apuestan a eso. La elección no definirá sólo la conformación del Congreso sino la oportunidad de un rediseño político. Milei tiene su última oportunidad para corregir el rumbo. Eso implica volver a articular comunicación y política, como en aquel primer año en el que el Gobierno encontró una sintonía eficaz entre relato y gestión. Hoy, esa maquinaria está desengranada: la comunicación se volvió un monólogo predecible y la política un trámite infinito.

Si Milei logra reanudar esa conexión podrá intentar algo más que languidecer y tendrá la posibilidad de empezar otra etapa. Caso contrario, game over.

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Es director de un medio que pensó para leer a los periodistas que escriben en él. Sus momentos preferidos son los cierres de listas, el día de las elecciones y las finales en Madrid. Además de River, podría tener un tatuaje de Messi y el Indio, pero no le gustan los tatuajes. Le hubiera encantado ser diplomático. Los de Internacionales dicen que es un conservador popular.