La tuberculosis no es un problema científico: es un problema de dinero

La enfermedad que mató a alrededor de 1 de cada 7 personas hasta mediados del siglo XX tiene cura, pero hoy sigue afectando a más de un millón de personas.

Conocemos la cura –y la solución– a la enfermedad infecciosa más letal del mundo desde hace más de setenta años. Solo en los últimos dos siglos, la tuberculosis causó más de mil millones de muertes humanas. En su propia estimación, el autor Frank Ryan sostiene que mató a alrededor de una de cada siete personas que alguna vez vivieron. Más de un millón de personas muere por esta enfermedad cada año, cifra que estremece tanto por su magnitud como por el hecho de ser evitable. En 2023, tras quedar un poco atrás luego de los primeros años de COVID-19, la tuberculosis recuperó su lugar como principal causa de muerte por infección a nivel global.

Este lúgubre logro no se debe al fracaso de la ciencia médica o a un misterio que aún se nos presenta impenetrable. Es un reflejo directo y una consecuencia concreta de la inequitativa distribución de recursos y de la injusticia social normalizada.

Si algo debimos aprender de la pandemia reciente, argumenta Vidya Krishnan en Phantom Plague (2022, La plaga fantasma), es que los patógenos respiratorios prosperan en condiciones de vida precaria y mala ventilación, y que las herramientas para combatirlos (vacunas, diagnósticos o tratamientos) suelen ser inaccesibles para millones de personas precisamente donde más se necesitan. La cura para la tuberculosis, un conjunto de antibióticos que puede devolver la salud, existe desde mediados de la década de 1950. La ciencia ya hizo su parte.

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No conocía clase social

Hubo un tiempo en que la tuberculosis, conocida entonces como tisis o consunción, era un enigma envuelto en un halo de romanticismo macabro, una enfermedad que parecía cebarse con los espíritus sensibles y las complexiones delicadas. Se la consideraba hereditaria, un mal inevitable ligado a cierta disposición anímica. Cuando en Moulin Rouge una frágil Nicole Kidman tose y escupe sangre, sabemos que la situación es irremontable.

“Hay una enfermedad terrible que prepara a su víctima… para la muerte; …que arroja en torno a su rostro indicios inmateriales de un cambio inminente; una enfermedad terrible, en la cual la lucha entre el alma y el cuerpo es tan gradual, silenciosa y solemne, y el resultado tan seguro, que día tras día la parte mortal se desgasta y se marchita”, escribía Charles Dickens sobre la tuberculosis en 1839. “Una enfermedad que nunca fue curada por medicina, que la riqueza nunca pudo evitar ni la pobreza lograr excepción; que a veces avanza a pasos gigantescos y otras veces a un ritmo lento y perezoso, pero, sea lento o rápido, siempre es segura e inevitable”.

Todo cambió en 1882, cuando Robert Koch, médico y bacteriólogo alemán, anunció al mundo el descubrimiento del Mycobacterium tuberculosis, el bacilo causante de la enfermedad. Este hito no fue solo un avance científico; representó una revolución conceptual que despojó a la tuberculosis de su misticismo y la ubicó en el terreno de las enfermedades infecciosas, transmisibles y, por ende, prevenibles y tratables.

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Recién en los años 40 aparecieron los primeros antibióticos efectivos y esto modificó para siempre el pronóstico de la enfermedad, y para fines de los años 60 el protocolo RIPE (rifampicina, isoniazida, pirazinamida y etambutol) quedó establecido como tratamiento altamente eficaz, que sigue siendo fundamental en la actualidad.

El impacto del medicamento

Aquella enfermedad que auspiciaba una muerte lenta y segura se convirtió en un cuadro curable y en los países desarrollados el impacto fue drástico: las tasas de incidencia y mortalidad se desplomaron, los sanatorios antituberculosos empezaron a vaciarse y en una parte del mundo la enfermedad pasó a ser un mero capítulo oscuro ya superado de la historia médica. Estas herramientas terapéuticas, apoyadas en sólido conocimiento científico, existen y estuvieron disponibles durante generaciones.

A pesar de ello, la tuberculosis sigue causando estragos no por lo que desconocemos sino por algunos males bien conocidos: hoy es una enfermedad de pobres. Prospera en contextos de hacinamiento, donde la transmisión del bacilo por vía aérea se facilita; en viviendas con ventilación deficiente; y entre poblaciones debilitadas por la malnutrición, que compromete la capacidad del sistema inmunitario para contener su infección. Aunque alguna vez “la riqueza nunca pudo evitar”, hoy su mapa epidemiológico se superpone, con cruel precisión, al de la marginación y la exclusión social.

Los casos de tuberculosis se concentran abrumadoramente en países de África subsahariana, Europa del Este y Asia. Por ejemplo, en naciones como la India, como describe Krishnan, la enfermedad evidencia las fallas estructurales del sistema de castas o las deficientes políticas de vivienda que generan centros de transmisión en megalópolis como Mumbai.

Se materializa así la dolorosa verdad que hace a uno de los argumentos centrales de Everything Is Tuberculosis (2025, Todo es tuberculosis), el último libro de John Green: “La cura está donde la enfermedad no está, y la enfermedad está donde la cura no está”. La tuberculosis no es un mero síntoma de la pobreza sino que también la perpetúa y produce un círculo vicioso. Debilita a las personas en su edad más productiva, merma los ingresos familiares, agota los escasos recursos de sistemas de salud ya frágiles y alimenta el estigma social que aísla y margina aún más a quien la padece.

Una cuestión geográfica

Uno de los obstáculos para garantizar la disponibilidad de ciertos medicamentos es la aplicación de una lógica de “rentabilidad” que resulta moralmente cuestionable cuando se trata de vidas humanas. Se nos presenta inconcebible, argumenta Green, que se pueda debatir si amerita el costo el tratamiento de ciertas formas de tuberculosis en países pobres, cuando tratamientos para otras enfermedades en naciones ricas — como suele suceder con distintos tipos de cáncer — pueden implicar costos cien veces superiores sin que se ponga en duda su pertinencia. El valor de la vida humana, resulta ser, se apoya en la geografía.

Y, sin embargo, incluso si se aceptara entrar en tan estúpido debate economicista, la inversión en el control de la tuberculosis es altamente rentable. Distintos estudios calculan que cada dólar invertido en diagnóstico y tratamiento puede generar un retorno de entre 39 y 46 dólares en beneficios económicos, al reducir la propagación de futuras infecciones, evitar muertes prematuras y mejorar la productividad de las personas curadas. Ignorarlo no solo es moralmente reprochable sino también una pésima estrategia económica a largo plazo.

A contramano, los recortes a la ayuda exterior y a programas de salud global implementados por el gobierno de Trump en Estados Unidos — como el pretendido cierre de USAID, una agencia fundamental en la lucha contra la tuberculosis a nivel mundial — tienen consecuencias devastadoras en la vida de millones de personas. Significan menos pruebas diagnósticas disponibles, interrupción de tratamientos –lo que no solo es una tragedia individual sino que alimenta el fantasma de la farmacorresistencia, y hacen a la enfermedad aún más difícil y cara de tratar, además del debilitamiento de redes de trabajadores de salud comunitarios que son la primera línea de defensa en muchas regiones.

Como reportaron diversos medios y organizaciones no gubernamentales, la suspensión de fondos llevó al colapso o a la parálisis de programas esenciales en países que dependen críticamente de esta ayuda. Se deshizo en meses el trabajo de años. Un memo de USAID estimó que los casos de tuberculosis multirresistente podrían aumentar un 30% en los próximos años, un retroceso sin precedentes en la historia contra la enfermedad.

Qué pasa en Argentina

Esta tendencia preocupante no es ajena a nuestra región. En Argentina, según el octavo boletín epidemiológico sobre tuberculosis y lepra, en 2024 la notificación (registro oficial de un caso en el sistema de salud) mostró un incremento del 8,3 % en la tasa respecto del año anterior, que representa asimismo un 29,2 % más que en 2021. Y la tendencia, después del impacto de la pandemia, muestra un incremento superior al 10% anual por cuarto año consecutivo, “lo cual reafirma la situación de alarma en relación con la carga de tuberculosis en el país”. Entre 2015 y 2022, la mortalidad aumentó un 45% y la tasa de éxito del tratamiento (48,6% en 2023) está lejos de la meta del 90%. También se han identificado cepas resistentes a los medicamentos, un desafío adicional para el tratamiento.

El aumento de la tuberculosis resistente a los medicamentos (MDR-TB y XDR-TB) es otra de las consecuencias más graves de la negligencia por diseño. Estas formas de la enfermedad son mucho más difíciles y costosas de tratar, y surgen, en gran medida, por tratamientos interrumpidos o inadecuados, a menudo debido a la falta de acceso continuo a los fármacos o a su elevado costo. Y todo se debe también, cuándo no, a las prácticas de algunas compañías farmacéuticas.

Empresas como Johnson & Johnson fueron acusadas de mantener precios artificialmente altos para medicamentos esenciales recurriendo a estrategias de patentes que limitan la aparición de genéricos más asequibles, a pesar de que su desarrollo muchas veces contó con significativa financiación pública. Por otro lado, el acceso a un diagnóstico rápido y preciso, como el que permiten los tests genéticos que pueden detectar la enfermedad y sus resistencias en cuestión de horas, puede hacer una diferencia crucial en el tratamiento: por cada persona con una cepa resistente a los medicamentos que no se diagnostica, hay otros 30 casos de XDR-TB esperando. Las costosas pruebas genéticas son fundamentales tanto para salvar vidas ahora como para reducir la carga futura de la tuberculosis.

Super bacteria super resistente

Aunque esta catástrofe suele articularse en términos de la amenaza de una “superbacteria” resistente a todos los antibióticos para motivar la preocupación de los países ricos, para millones de personas que ya luchan contra cepas resistentes esta ya es una realidad presente y brutal. No cuesta imaginar que si la tuberculosis farmacorresistente se convirtiera en un problema acuciante en ciertos países la atención y los recursos se movilizarían con una celeridad hoy ausente.

John Green se convirtió en un “portavoz improbable” en la lucha contra la tuberculosis y en su libro busca precisamente “cerrar la brecha de empatía” para que mejoren los esfuerzos por evitar infecciones y muertes, incluso si su erradicación no es posible. Pero este camino fue trazado por organizaciones pioneras como Partners In Health (PIH), cofundada por Paul Farmer, que demostró, contra el escepticismo de muchos (incluida la OMS) que era posible curar las formas más resistentes de la enfermedad en los lugares más pobres del planeta, combinando el tratamiento médico con un fuerte apoyo comunitario.

La solución a la crisis de la tuberculosis no reside únicamente en el desarrollo de nuevas vacunas o medicamentos sino en abordar las causas fundamentales de la injusticia. Esto implica ir más allá de la intervención biomédica y en pos de garantizar el acceso a una vivienda digna y segura, a una nutrición adecuada, a agua potable, a saneamiento y a un transporte público fiable que permita a los pacientes llegar a los centros de salud.

Como concluye Green, “sabemos cómo vivir en un mundo sin tuberculosis, pero elegimos no vivir allí”. La persistencia de la tuberculosis en nuestro tiempo no es un testimonio de la invencibilidad de un microbio, sino un espejo de un esquema de prioridades roto y las fallas de nuestros sistemas sociales y económicos. No es, y nunca fue, una derrota de la ciencia sino una renuncia a nuestra responsabilidad colectiva.

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