La rueda de la fortuna: el mundo en los ojos libertarios
Una gestión caracterizada por la confrontación ideológica, con los riesgos comerciales que esto conlleva, y la búsqueda de protagonismo internacional. Un combo que genera más preguntas que respuestas sobre el futuro.
En el año 2003, apenas después de asumir por primera vez la presidencia de Brasil, Luiz Inácio Lula Da Silva se presentó en el Foro de Davos con un protagonismo excluyente. En el ágora que reúne a la crema del establishment político con el empresarial, el presidente obrero de la gran nación emergente de occidente se salía del habitual besamanos de los buscadores de inversiones para transmitir una agenda reformista modesta, enfocada en equilibrar las relaciones económicas entre norte y sur, entre ricos y pobres. Un programa socialdemócrata módico a nivel mundial que pedía a los más ricos ceder en algo para volver viable el sistema capitalista global. Una visión de un líder de izquierda moderado, con una historia personal convocante, que se expresaba en nombre de los intereses de los más pobres y postergados en un ámbito en el que esa mirada escaseaba. Un discurso histórico que sería santo y señal de la época por venir.
Dos décadas después de aquella histórica participación de Lula, el protagonismo de la reunión de Davos correspondió a un presidente argentino, también recién llegado. Proveniente de un país cada vez menos relevante a nivel internacional y seriamente limitado por el ahogo financiero y las dificultades macroeconómicas de la nación que había sido elegido para conducir. Su discurso fue disonante. Acusó al Foro de estar cooptado por la agenda “empobrecedora” del “socialismo” a nivel internacional, despotricó contra la existencia misma de los impuestos y la idea de justicia social, negó conceptos extendidos y universalmente aceptados, como el de fallas de mercado, y se erigió a sí mismo como una suerte de bastión solitario en la defensa de Occidente y el capitalismo. Un discurso fuera de lugar, por lo pretencioso, para el líder de un país del que se esperaba un diagnóstico sobre las posibles respuestas para sus problemas nacionales, y el rol que esperaba de sus interlocutores. Sin embargo, a pesar de la mirada entre burlona y condescendiente de medios como The Guardian, CBS y El País, el discurso de Milei fue holgadamente el más reproducido y viral de los que se difundieron del encuentro. Figuras importantes del mundo tecnológico como Elon Musk, el inversor de riesgo Marc Andreessen y hasta el propio Donald Trump abrazaron públicamente sus palabras, lo que volvió al mandatario una figura internacional sin necesidad de mostrar logros mensurables. Tenía sentido: el discurso del libertario resonaba, de una forma que ningún otro líder de derecha a nivel internacional había logrado antes, con las ideas de la nueva élite política y económica occidental que, tras el triunfo de Trump, buscaba consolidar su dominio y lo abrazó con entusiasmo.
La escena es relevante, ya que aquel discurso, en las formas, el contenido y el contexto, fijaría tanto el tono como la dinámica de la política exterior de Milei. Una política subordinada a la instalación personal de la figura y las preferencias del presidente, que en el Gobierno consideran un activo estratégico. Las tradiciones diplomáticas y las políticas de Estado, como la defensa del multilateralismo, las fortalezas desarrolladas en diversos temas como la promoción de los derechos humanos, los derechos de las mujeres, la protección del ambiente, la resolución pacífica de controversias y la no proliferación de armas nucleares, parecen subordinadas a las preferencias y alineamientos priorizados por la Casa Rosada.
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La carta a los diplomáticos de carrera y el despido de Diana Mondino marcaron señales claras de la primacía de una visión rupturista. Esto afectó ámbitos en los que habían prevalecido políticas que, más allá de las administraciones de turno, habían contribuido al posicionamiento internacional de Argentina en diversas áreas diplomáticas. La voluntad disruptiva también se extendió a las relaciones con el mundo emergente, donde se acumularon los pasos diplomáticos en falso.
El temprano rechazo a participar como miembro pleno del grupo BRICS, que acercó a varias de las economías más dinámicas del mundo emergente, significó renunciar a un foro en el que Argentina podía ocupar un lugar de protagonismo amplio en relación a su peso específico. También implicó perder un espacio clave para el intercambio con funcionarios de países relevantes y geográficamente lejanos, como India, las naciones del sudeste asiático y el Golfo Arábigo.
La excusa sobre los alineamientos del grupo es también engañosa, ya que países como Brasil o India gozan de importantes relaciones con los Estados Unidos sin renegar de su pertenencia a BRICS, aunque es cierto que ninguno de ellos comparte el nivel de alineamiento automático que, desde la campaña, el presidente argentino expresó que buscaría.
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SumateTambién en la región, la ideologización de la diplomacia presidencial generó enfrentamientos con Colombia y México, que solo la enorme responsabilidad y paciencia estratégica del presidente Gabriel Boric evitaron que se extendieran también a Chile, uno de nuestros socios más relevantes. Con el Brasil de Lula la frialdad a nivel presidencial fue casi un congelamiento, y solo el trabajo de las cancillerías mantuvo a flote una relación cuyo carácter estratégico es comprendido a ambos lados de la frontera, aun cuando Brasil es más importante para la Argentina de lo que nuestro país lo es para el mayor de sus vecinos.
Incluso respecto del occidente con el que dice alinearse, el Gobierno de Milei fue confrontativo y disruptivo en diversos aspectos de agenda que pueden suponer costos reputacionales y concretos para el país. Tanto la administración de Joe Biden como la Unión Europea –que han puesto las preocupaciones ambientales, la defensa de los derechos de las mujeres y las políticas de desarrollo en el centro de la agenda global– encontraron en Milei un batallador cultural dispuesto a combatir las agendas que ellos impulsaron. Los encuentros del presidente argentino con sus pares durante este primer año fueron muchos menos que los encuentros con figuras empresariales y del mundo financiero.
Y sin embargo, la suma de errores y desafíos diplomáticos de parte de un país tan ajustado y lleno de urgencias como la Argentina parece haber redundado, durante el primer año de gestión, en muy pocos costos materiales. Nicolás Maquiavelo describió el liderazgo en términos de virtud y de fortuna. Respecto de la primera, el Gobierno ha logrado rentabilizar al máximo su vocación fiscalista y su política de promoción desenfadada de la inversión extranjera. La corrección de los desequilibrios fiscales, aun a costa de un ajuste inédito y recesivo a nivel interno, le trajo a la administración libertaria altos niveles de buena voluntad externa, particularmente ante las potencias occidentales, principales accionistas del FMI, acostumbradas a un minué entre las metas que exige el organismo y las extensiones y clemencias demandadas por Argentina. El sobrecumplimiento de los objetivos de ajuste -la receta repetida por los organismos de crédito y las áreas económicas de los países desarrollados para las economías periféricas- se pagó con flexibilidad respecto de las heterodoxias argentinas, tanto monetarias como diplomáticas. Del mismo modo, la relación con China, tras el desaire inicial a BRICS y las declaraciones hostiles y estridentes de la campaña, fue objeto de un ajuste en el tono y un foco renovado en las oportunidades para las inversiones en recursos naturales, el desarrollo del comercio y el financiamiento, cuya relevancia en materia de reservas no puede ser exagerado.
Las mejores noticias para la política exterior mileísta no llegaron en este primer año por obra de la virtud, sino de la fortuna, que en la obra del florentino favorece a los audaces. La apuesta temprana por Trump (con Biden en la presidencia y cuando los resultados electorales eran más que inciertos) y la intimidad con Musk antes de que se convirtiera en el principal respaldo electoral del líder republicano, rindieron frutos cuyos réditos últimos están aún por verse.
Antes de asumir, sin embargo, ya se pueden ver frutos en términos políticos, tanto para el propio Milei -el primer mandatario extranjero en reunirse con Trump- como para sus posiciones diplomáticas, que hoy pueden presentarse más como vanguardistas que como rupturistas, en la medida en la que los cuestionamientos a los compromisos ambientales, las políticas de género y hasta la demonizada Agenda 2030 podrían dejar de verse como una cruzada solitaria para encontrar un sostén de peso en los Estados Unidos.
La fortuna no termina en la elección estadounidense. La vocación por la promoción de la inversión privada llega junto con la madurez del yacimiento de Vaca Muerta y un apetito creciente por los yacimientos minerales y la energía, lo que vuelve a la Argentina un socio de mayor valor, tanto para las potencias como para la región, donde el gas neuquino puede contribuir a cerrar la ecuación energética de los socios en un contexto negativo para los yacimientos bolivianos.
Milei, que caracterizó al presidente de Brasil como un “comunista ladrón” y al Mercosur como un obstáculo, podría terminar, de la mano de la energía, por presidir la mayor expansión del comercio bilateral en dos décadas. Mientras tanto, una eventual ratificación del acuerdo Mercosur-Unión Europea, cuya renegociación concluyó cinco años después del primer anuncio sobre el acuerdo, y casi sin necesidad de participación activa del actual Gobierno, podría permitir al presidente mantener su prédica agresiva en materia de apertura sin necesidad de derivar en una salida que signifique una ruptura con el que sigue siendo nuestro principal socio comercial. La ratificación dista de ser una certeza, pero, como en el pasado, Milei podría contar una vez más con la ayuda de factores que no controla.
La política exterior de Javier Milei termina su primer año en mejores condiciones que las que se preveían. Convertido en una figura icónica cuyo peso trasciende el ámbito nacional, despierta un notable interés entre las nuevas élites económicas del sector tecnológico y las crecientes derechas políticas, que pronto influirán en el rumbo de la principal potencia global. En este contexto, el destino de su gestión cuenta con inversores que van más allá de sus bases de apoyo internas. Conduce un país cuyo potencial, ante la reconfiguración del sistema internacional, es el más prometedor en al menos medio siglo, y una ventana de aprovechamiento que se amplía con cada incorporación y diversificación de los Estados con afán de protagonismo. Y sin embargo, el futuro es hoy para la Argentina tan incierto como lo era cuando inició el Gobierno. Y así como los ideologismos fueron casi inconsecuentes el primer año, podrían otra vez convertir al país en objeto de señalamientos y exclusiones. El alineamiento que fue tratado con indulgencia podría, ante cualquier cambio en la relación entre las grandes potencias, erigirnos como objeto de castigos comerciales de alguna de ellas para dar un ejemplo al resto del mundo, mientras las derechas emergentes y los magnates arrogantes podrían, así como crecieron, devenir rápidamente en un chivo expiatorio de los problemas sistémicos. A la gracia y la desgracia las separa solo un golpe de fortuna.
Esta nota es parte de un especial de Cenital que se llama El año del león. Podés leer todos los artículos acá.