La Revolución de Febrero: la primavera de los pueblos 

En 1848, sin que nadie pudiera preverlo, una revolución de las clases populares terminó con la monarquía francesa. La chispa enciende la rebelión en toda Europa.

El 24 de febrero de 1848, en París, se proclamó la república tras la abdicación del Rey Luis Felipe.

La historia comienza con un hecho que no sucedió. Un banquete convocado para el 22 de febrero. La Monarquía de Julio –hija de la revolución de julio de 1830– la encabezaba Felipe, que había tomado algunas medidas: había cerrado aún más el régimen, limitando al extremo el derecho de reunión y asociación. Buscaba evitar un despertar revolucionario. Fue exactamente lo que consiguió.

Para saltear la prohibición de reunirse, la oposición al régimen –principalmente republicana pero también de los denominados dinásticos– ideó la campaña de los banquetes, que rápidamente fue un éxito. El primero se organizó en julio de 1847, en el Chateau Rouge de París. Convocado a través de periódicos liberales y republicanos, asistieron al encuentro cerca de 1200 personas. La excusa del banquete desnudó rápido las verdaderas intenciones. Discutir el régimen monárquico, ampliando el derecho al sufragio que se había limitado al voto censitario.

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El modelo funcionó y se replicó en el resto del país. La campaña se independizó de sus impulsores, que comenzaron a verse desbordados por su propia iniciativa. No habían advertido el contexto. La Revolución Industrial, advierte Eric Hobsbawm en La era de las revoluciones, había creado la sociedad del progreso: la ciencia avanzaba como nunca, se patentaban inventos casi a diario, la producción industrial rompía récords, las ciudades se iluminaban y los continentes empezaban a estar unidos por vapores. Pero, agrega, pocos podrían negar hoy que “la revolución industrial creó el mundo más feo en el que el hombre jamás viviera, como lo demostraban las horrendas, sucias, malolientes y enlodadas calles de los barrios bajos de Manchester”. El nuevo proletariado de las fábricas, las minas y los ferrocarriles crecía a la par de la producción. Y, con ella, su importancia política.

Tras casi setenta banquetes a lo largo de todo el país, el último iba a realizarse en París el martes 22 de febrero. La monarquía quería prohibirlo. Sus organizadores, temerosos de potenciales desmadres, aceptaron que no se realizara. Pero ya era tarde. Los comensales se acercaron al lugar y fueron recibidos por los fusiles de la monarquía. Nadie podía decir que sabía que la revolución iba a estallar a partir de entonces. Nadie, tampoco, podía decir que las advertencias no estaban a la vista de todos.

Un mes antes, en enero de 1848, un diputado liberal de la Asamblea Nacional, representante por Normandía y presidente de la Academia Francesa, sube a la tribuna. Su nombre es Alexis de Tocqueville. No es un buen orador, dice de sí mismo, pero advierte:

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Me dicen que no hay peligros porque no hay disturbios. Me dicen que, dado que no hay ningún trastorno visible en la superficie de la sociedad, no hay ninguna revolución a la vista. Señores, permítanme decir que creo que se engañan ustedes. Es cierto que el desorden no es palpable, pero ha calado profundamente en la mente de los hombres. Observen lo que está pasando en el seno de las clases obreras, las cuales, lo reconozco, están actualmente en calma. Sin duda no están trastornados por la pasión política propiamente dicha hasta el extremo en que lo han estado, pero ¿no ven que sus pasiones, en lugar de políticas, han devenido sociales? ¿No ven que poco a poco se están forjando en su seno opiniones e ideas que están destinadas a alterar no sólo esta o aquella ley, ministerio o incluso forma de gobierno, sino la sociedad misma, hasta que se tambalee sobre los cimientos sobre los que descansa hoy? (…) Esta, señores, es mi profunda convicción: Creo que en este momento estamos durmiendo sobre un volcán.

El diputado será testigo cercano de la caída de la monarquía. Había estado en contra de la campaña de los banquetes, pese a estar a favor de abrir y reformar el régimen. Tenía, dice, razones serias y triviales para ello. Por un lado, le caían mal los dirigentes que la impulsaban. Pero confiesa que el prejuicio personal puede ser una mala guía en política. Su oposición principal era más seria. Por primera vez, les decía, se proponen apelar al pueblo y buscar apoyo fuera de la clase media. Eso tenía dos resultados posibles: fracasa la agitación al pueblo, lo que los vuelve más odiosos a ojos del Gobierno y las clases medias (este era, confiesa Tocqueville, el resultado que creía más posible); o efectivamente tienen éxito agitando al pueblo y no serán “más capaces que yo de pronosticar adónde les conducirá una agitación de este tipo”. Lo segundo fue, efectivamente, lo que sucedió.

Tocqueville describirá esos días en Recuerdos de la Revolución –un libro que escribirá después, cuando la revolución ya ha sido derrotada– como una trampa que todos los actores se pusieron a sí mismos. El rey Luis Felipe había abierto las sesiones señalando a los responsables de los banquetes como “hombres animados por pasiones ciegas y hostiles”. Los dirigentes de los partidos radicales, aunque pensaban que las condiciones para una revolución no existían, se vieron obligados a responder con más radicalización para diferenciarse de los opositores moderados. Estos, aún cansados de la política de los banquetes, debieron perseverar en ese camino para no mostrarse cediendo ante el Gobierno. Los más conservadores, aún creyendo en la necesidad de hacer reformas, temiendo quedar junto a los partidos radicales tomaron la decisión de apoyar la prohibición de los banquetes.

El día del banquete final, Tocqueville no percibió nada que le hiciera temer. Había mucha gente en la calle pero parecían más curiosos que revolucionarios. Llegó a la Cámara y se encontró con una imagen perfecta. Se discutía allí, mientras la calle tomaba temperatura, la creación de un banco en Burdeos. De a poco fueron llegando novedades de altercados en partes de la ciudad. Se retiró al anochecer, rumbo a una cena a la que pocos colegas pudieron llegar. Las calles empezaban a bloquearse.

Al día siguiente, despertó con la noticia de que la agitación no se había sofocado. Más bien, crecía. Se dirigió a la Cámara, que ahora se encontraba en completo silencio. Batallones de infantería bloquearon los ingresos y dentro del recinto los hombres estaban alborotados sin entender del todo lo que ocurría fuera. No hubo forma de proseguir con la sesión del día anterior y los diputados se limitaron a recibir informes de lo que ocurría fuera. Horas después, decidieron sesionar. Un diputado pidió interpelar al Gabinete del Rey sobre lo que estaba ocurriendo. No hizo falta. Cerca de las tres de la tarde, el primer ministro François Guizot se hizo presente ante la Asamblea, atravesó el pasillo entre los gritos de los diputados, subió a la tribuna y anunció que el Rey iba a formar nuevo gobierno. Había caído el gabinete que encabezaba. La Cámara se disolvió horas después.

Tocqueville fue a la casa de su amigo Gustave de Beaumont (de su viaje con él a Estados Unidos nació La democracia en América). Allí, el clima era de un festejo que no compartía. El Gabinete había sido derribado, explicaba, por la Guardia Nacional y los nuevos ministros iban a durar lo que esta permitiera.“¿No veis que es la autoridad misma la que ha sido derrotada?”, advirtió. No logró convencerlos. Se fue temprano a dormir a su casa. Aunque vivía cerca del Ministerio de Asuntos Exteriores no alcanzó a oír el tiroteo que terminaría con la Monarquía de Julio. La victoria reformista había producido la movilización de una multitud al boulevard des Capucines, donde se encendieron faroles frente al ministerio de Finanzas. Es difícil decir quién o cómo comenzaron los disturbios pero primero fue un disparo, luego un tiroteo, finalmente la dispersión y una revelación fatal: decenas de muertos en las calles. Los manifestantes tomaron los cuerpos y los pasearon por la capital francesa. Al este de la ciudad se levantaron barricadas y comenzaron los choques con las tropas del rey. Los insurgentes se impusieron y el símbolo fue la toma de la plaza de Château-d’Eau (hoy plaza de la República).

El jueves 24, Tocqueville se despertó y vio a su cocinera llorando. “El gobierno está masacrando al pueblo”, alcanzó a entenderle. Cuando salió a la calle –escribe– respiró por primera vez la atmósfera de la revolución. Había sobre todo un gran silencio. Mientras iba de casa en casa reuniendo colegas e información, se encontró con una imagen extraña. Un grupo de personas destruía, metódicamente, árboles y garitas a su paso. Preparaban, de ese modo, los materiales para las barricadas de las siguientes horas. Entonces comprendió que todo estaba perdido.

–Créame, esto ya no es un motín: es una revolución– le dijo a su acompañante.

Lo mismo comprendió el Rey, que en esas horas abdicó. Cerca del mediodía, las multitudes en la calle invadieron el palacio de las Tullerías. Por la noche, en el Ayuntamiento de París, se proclamó la república. Se conoce lo que vino después.

La Revolución de Febrero fue imprevista. Pese a su discurso un mes antes, el propio Tocqueville reconocía que nadie vio venir la dimensión de lo que iba a suceder. Muchos quisieron luego explicarla como una cadena de accidentes, como si el detonante explicara la bomba. Esa forma de entenderlo, describe, “suprime a los hombres de la historia del género humano”. El azar juega un papel en el teatro del mundo, sostiene, pero no hace nada que no esté preparado de antemano. Esas causas estaban fecundadas en París, la principal ciudad manufacturera de Francia que había atraído a su interior una nueva población de obreros. A esa causa debe agregarse, dice, “la enfermedad democrática de la envidia”. A ella, las nuevas teorías económicas y políticas que buscaban demostrar que la miseria no era de origen natural sino que podía organizarse la sociedad para erradicar la pobreza. Debe agregarse el desprecio que las clases gobernantes habían provocado en los sectores populares. Dos últimos ingredientes terminaron el plato: la centralización de la política en París y el estado fluctuante de una sociedad que, en los últimos sesenta años, había experimentado siete grandes revoluciones.

Los accidentes jugaron también su papel. La propuesta de reforma de la oposición dinástica que derivó en un motín y su torpe represión. Los banquetes. Los errores de los ministros durante enero y febrero, las provocaciones mutuas. La vacilación de los generales. Y, sobre todo, transcribo textual para que se comprenda la metáfora: “La imbecilidad senil del Rey Luis Felipe, una debilidad que nadie podía haber previsto, y que sigue resultando casi increíble, una vez que los hechos la han puesto de manifiesto”.

Con la revolución en marcha, Tocqueville sale a caminar. Llega primero a lo de su amigo Ampère, a quien describe con un poco menos de maliciosidad que a Luis Felipe (pero no tanta). Dice que es un hombre inteligente, de gran corazón, famoso por su conversación variada. Pero con un defecto, el de trasladar la literatura a la política. “Lo que yo llamo espíritu literario en la política consiste en la búsqueda de lo novedoso e ingenioso, en lugar de lo verdadero; en preferir lo llamativo a lo útil; en mostrarse uno mismo muy sensible a la interpretación y a la dicción de los actores, sin tener en cuenta el desenlace de la obra; y, por último, en juzgar por impresiones, más que por razones”. Quiere ser justo con su amigo y agrega que, a decir verdad, toda la nación tiene esa tendencia a adoptar en política la óptica de los hombres de letras.

Caminando por París esa tarde, escribe, se encontró con dos cosas que lo impresionaron. La primera: el carácter exclusivamente popular de la revolución que había tenido lugar, “la omnipotencia que le había dado al pueblo propiamente dicho –es decir, a las clases que trabajan con sus manos– sobre todas las demás”. La segunda, “la ausencia comparativa de pasión maligna”. O de pasión alguna. Marx comienza El 18 Brumario de Luis Bonaparte con aquello de que Hegel decía que los hechos y personajes de la historia aparecen dos veces (una como tragedia y una como farsa, agregará). La revolución de 1848, dice, no supo hacer nada mejor que parodiar a la de 1789 y la tradición revolucionaria de 1793. Tocqueville, presente en aquellos actos, observa lo mismo. “A lo largo de toda la jornada tuve la impresión de que, más que continuar la Revolución Francesa, lo que se proponían era representarla”.

Lo cuenta con una anécdota. El recinto de la Asamblea posterior a la abdicación del rey fue invadido por las multitudes que copan el lugar. Sin embargo, escribe, “no pude convencerme ni por un solo instante no sólo de estar yo en peligro de muerte, sino de que lo estuviese nadie, y creo sinceramente que nadie lo estuvo en realidad”. La revolución se ha precipitado de tal manera que los odios que las movilizan no habían tenido tiempo de brotar, sospecha. Vendrían después, claro, pero durante la Revolución de Febrero, “los hombres intentaban calentarse en vano en el fuego de las pasiones de nuestros padres, imitando los gestos y las actitudes que habían visto representados en el teatro, pero incapaces de imitar su entusiasmo”.

Una vez que encontrara la pasión, la revolución se extenderá a toda Europa, también empujada por accidentes y por causas más profundas. La principal: la catástrofe social que provocó una serie de malas cosechas en la primera parte de la década, lo que trajo aumento en el precio de los alimentos y en el desempleo. Entre febrero y mayo, la chispa que estalló en París se propagó a Viena, Berlín, Budapest y Roma, entre otras ciudades. El fantasma recorría Europa.

Fue –así ha sido conocida– la primavera de los pueblos. Y no es casual que la enumeración nombre más a las capitales que a los países. Es el alzamiento, como escribe Hobsbawm, de los trabajadores pobres de las ciudades y especialmente de las capitales. “Suya, y casi sólo suya, fue la fuerza que derribó los antiguos regímenes desde Palermo hasta las fronteras de Rusia”. Exigían ya no solo pan y trabajo sino también una nueva sociedad y un nuevo Estado.

No lo consiguieron, al menos en el corto plazo. En junio, la revolución se vio derrotada. “Hemos vivido cuatro meses en un horno de fundición –escribe Víctor Hugo en sus propias Memorias–. Lo que me consuela es que de ello saldrá la estatua del futuro, y se precisa de tal fuego para fundir tal bronce”.

Otras lecturas:

Es politólogo de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Nació en Olavarría, una metrópoli del centro de la provincia de Buenos Aires. Vio muchas veces Gladiador.