La resistencia tecnológica tiene historia pero no la que te contaron
La historia de los luditas, lejos de la ignorancia que les adjudican, revela una mirada lúcida sobre el uso injusto de la tecnología.

Quién no fantaseó alguna vez con revolear su computadora, arrojar el teléfono contra la pared, atribuirle cualquier frustración a la máquina y desquitarse.
Pocas palabras cargan con tanto desdén y tan poca precisión histórica como la de “ludita”. Se usa sin cuidado en cualquier debate sobre la tecnología, sin importar si lo que se discute es inteligencia artificial, redes sociales o telares mecánicos. La palabra evoca imágenes de ignorancia obtusa, de una primitiva y negligente aversión al progreso que el uso de las máquinas representa. Ser ludita es “atrasar”, es aferrarse al pasado en lugar de abrazar la prosperidad de un futuro que, además de prometer delicias, se presenta como inevitable. Tildar de ludita es un atajo para descalificar cualquier resistencia, para hacer colapsar el sentido de cualquier crítica como un anacronismo, como quien no quiere aceptar la inevitabilidad de la tecnología.
Pero esta caricatura, tan pintoresca y útil, no es más que una distorsión que nada guarda de inocente, sino que desdibuja la claridad política que animaba a los luditas originales.
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El ludismo fue un movimiento de principios del siglo XIX en Inglaterra. No eran los mejores tiempos, tampoco los peores. La Revolución Industrial se cernía sobre las ciudades como el manto de humo con el que las cubría. Los cambios económicos y sociales exacerbados por las guerras napoleónicas, la inflación galopante y una creciente precariedad para vastos sectores de la población suponía un clima de constante tensión e incertidumbre. Fue en ese contexto, específicamente en los centros textiles de Nottinghamshire, Yorkshire y Lancashire, que entre 1811 y 1816 emergió una corriente, una forma de movilización clandestina y metódica que se identificaba con la figura de un mítico líder, un tal Ned Ludd, un aprendiz que, según la leyenda, destruyó a martillazos el telar de su maestro.
Estos supuestos enemigos de las máquinas no eran campesinos ignorantes asustados por lo nuevo, sino artesanos altamente cualificados: tejedores de lana y algodón, calceteros, tundidores, hombres y mujeres cuyos oficios, transmitidos por generaciones, no solo eran fuente de sustento sino también de identidad, autonomía y parte integral de un tejido social comunitario. Lo que veían como amenaza no era la tecnología sino la introducción de máquinas específicas — como los telares mecánicos — que implementaban los dueños de las nacientes fábricas.
Los luditas, lejos de ser meros iconoclastas anti-tecnológicos, eran protagonistas del primero de tantos capítulos en la historia de los derechos laborales, la dignidad humana y la cuestión fundamental sobre quién controla y quién se beneficia de la innovación tecnológica. Hacer a un lado las grotescas idioteces que se repiten en torno a una historia concreta y bien documentada no es un capricho académico, sino una necesidad cada vez más acuciante frente a nuestras propias ansiedades tecnológicas.
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SumateLa historia que se repite sin cuidado es que estos tipos rompían máquinas porque odiaban el progreso, porque se oponían al cambio, porque no podían encontrarle virtudes a la tecnología frente a la tradición, al homogéneo paso del tiempo que nada lo altera.
Sin embargo, como reconstruye Brian Merchant en Blood in the Machine (2023), los luditas no se oponían a la mecanización. Muchos operaban y valoraban máquinas complejas, como el telar manual, y lo que criticaban era el modo en que los dueños de las fábricas aplicaban ciertas nuevas tecnologías para reemplazar masivamente mano de obra cualificada por trabajadores no cualificados, a menudo niños, pagando salarios drásticamente inferiores. Se la agarraban con las máquinas porque era una manera bien concreta de dañar propiedad privada.
Esta adopción indiscriminada de la mecanización degradaba la calidad de los productos e inundaba el mercado con opciones de menor calidad, muy inferiores a la artesanal. También reforzaba la concentración de poder y riqueza en el puñado de industriales que tenían fábricas, desmantelando las estructuras comunitarias — ese tejido social con sus normas, saberes y formas de vida — y la relativa independencia del trabajo a domicilio o en los pequeños talleres. Y luego de hacer casi imposible cualquier alternativa, contribuía en la imposición de condiciones de trabajo deplorables en las fábricas — que alguna vez William Blake llamó “oscuros molinos satánicos” — caracterizadas por el hacinamiento, la falta de ventilación, la dieta inadecuada, el abuso físico y las jornadas extenuantes.
Su lucha, entonces, no era contra la máquina en su sentido concreto, físico, sino como instrumento de un nuevo orden económico y social que consideraban injusto y deshumanizante. Atacaban selectivamente, a menudo de noche y enmascarados, con una precisión casi militar, aquellas máquinas y aquellos propietarios que encarnaban esta nueva lógica de explotación. Sus comunicados, firmados por el “General Ludd” o “Rey Ludd”, lo dejaban claro: su guerra era contra “toda maquinaria perjudicial para la comunidad”.
Aunque se calcula que llegaron a inutilizar unas 900 máquinas solo en Nottingham, su destrucción no fue la primera opción sino el último recurso tras agotar las vías institucionales. Los trabajadores textiles habían hecho huelgas, intentado negociar, elevado peticiones al Parlamento solicitando regulaciones — como un impuesto a las máquinas o un salario mínimo — y habían intentado organizarse, pero se encontraron con un Estado firmemente alineado con los intereses de los industriales. Una ley de 1799 prohibía explícitamente los sindicatos, y cualquier intento de negociación colectiva era reprimido.
El conflicto ludita no fue una mera revuelta contra la tecnología, fue una suerte de guerra civil de baja intensidad, una lucha de clases en la que el Estado tomó partido casi inmediatamente. El gobierno británico llegó a desplegar más soldados para combatir a los luditas (unos 12.000 hombres) que los que Wellington tenía luchando contra Napoleón en la Península Ibérica.
Se infiltraron espías, se promulgaron leyes que convertían la rotura de telares en un delito capital (1812), y se llevaron a cabo juicios sumarios que terminaron con decenas de ejecuciones (1813) y deportaciones a Australia. La rebelión ludita nunca tuvo posibilidades de éxito a largo plazo, pero su fracaso en detener la industrialización no invalida la legitimidad de sus reclamos ni la relevancia de su lucha. No perdieron ante la inevitabilidad del progreso tecnológico, sino ante la fuerza bruta del poder estatal defendiendo un modelo específico de implementación tecnológica favorable al capital.
Y casi sin darnos cuenta, doscientos años más tarde estamos en la misma. En el mundo de las máquinas inteligentes — celebradas sin detenerse un minuto a pensar en qué significa esa expresión — la etiqueta de “ludita” se blande contra quienes cuestionan cualquier modelo de negocios digital, contra cualquier artista y profesional que tal vez levanta la mano cuando considera que nos están tapando las porquerías generadas automáticamente, contra cualquiera que ponga tímidamente en duda que el futuro inexorablemente deba ser el que nos vendan nuestros amos tecnológicos.
Las analogías funcionan bien porque calzan con brutal precisión. Como marca Merchant — y otros autores como Gavin Mueller en Breaking Things at Work (2021) — los paralelismos son evidentes. Un futuro en el que todo lo que pueda automatizarse será automatizado es inevitable y nos augura beneficios impensables. Detenerse a cuestionar su diseño e implementación es hacerle la contra al mismísimo futuro, meterle palos en la rueda a la utopía.
Incluso si la Revolución Industrial eventualmente creó más puestos de trabajo de los que destruyó, Mueller recuerda que los niveles de vida cayeron durante décadas. La pregunta es qué sucede durante la transición, qué pasa con quienes hicieron posible el mundo al que llegarán los robots.
Ahora que nuestras herramientas de automatización avanzan a paso firme no solo sobre trabajos manuales sino también sobre los creativos e intelectuales, el reemplazo ni siquiera es la mayor preocupación sino la precarización: de traductores que “limpian” traducciones automáticas, de moderadores de contenido en países de bajos salarios expuestos a material traumático, o de trabajadores que deben suplir manualmente todas esas cosas que nuestras estúpidas máquinas inteligentes no logran resolver solas.
Pero en cierto sentido los luditas la tenían mejor: aún podían identificar y destruir físicamente el telar que les quitaba el pan. La velocidad, opacidad y naturaleza difusa de la tecnología actual — quién pudiera salir a romper algoritmos o pinchar alguna nube — complejiza aún más la resistencia directa.
Es muchas veces el espíritu de la ética hacker el que se impone en contra del avance descerebrado en el uso de máquinas. Este se apoya en una desenfrenada convicción de que la tecnología debe servir a los fines del bien común, prácticamente la misma que puede rastrearse a las proclamas luditas. Acusar a la cultura hacker de tecnofóbica sería tan absurdo que no merece siquiera detenerse en ello.
El ludismo no es una llamada a la tecnofobia reaccionaria, sino a la soberanía tecnológica. La tecnología nunca fue producto de fuerzas neutrales que siguen el curso predestinado del progreso. Su diseño, implementación y efectos dependen de decisiones humanas, de relaciones de poder y de valores. Materializan mecanismos físicos, pero sobre todo mecanismos sociales, políticos y económicos.
Es absurdo detenerse en la nefasta simplificación de “tecnología: VOT SI, VOT NO”. Es precisamente porque no se niegan las virtudes de la automatización o de las posibilidades de la tecnología digital que se vuelve crucial atender la discusión acerca de qué tecnología queremos y para qué fines, sin descuidar quién decidirá sobre ella, quién se beneficiará y quién pagará los costos.
Mientras que los luditas exigían el debate público sobre cómo introducir máquinas en su trabajo, proponiendo medidas como impuestos a la automatización para financiar la reconversión laboral o la introducción gradual de la tecnología, así como la demanda de que la innovación sirviera al “bien común”, hoy podemos aceptar pasivamente la narrativa de la inevitabilidad y resignarnos a la precariedad y la concentración de poder, o podemos cuestionar, organizar y resistir.
Y, si pinta, quizá tomar un martillo contra la computadora.