La paz entre Rusia y Ucrania se negocia en un resort de Florida
Mientras, en Kiev siguen cayendo misiles. Volodímir Zelenski se enfrenta ante un dilema incómodo: perder ahora o, quizás, perder después.
Un plan recortado para una guerra sin salida
Ayer, domingo, la escena fue Florida; no Ginebra ni Bruselas. En un resort del Estado del Sol, una delegación ucraniana se sentó con el equipo negociador de Donald Trump: el enviado especial, Steve Witkoff, su yerno Jared Kushner y el secretario de Estado, Marco Rubio. Del lado ucraniano se presentó el secretario del Consejo de Seguridad Nacional, Rustem Umerov, y el vicecanciller, Sergiy Kyslytsya, un diplomático que ya negoció cara a cara con los rusos sin conseguir avances. Es el inicio de lo que la Casa Blanca quiere vender como “la semana decisiva” para terminar la guerra.
Pero, mientras hablan de paz en Florida, la guerra sigue como si nada. Rusia mantiene una campaña de misiles y drones contra Kiev y su infraestructura energética, a la vez que presiona en el Donetsk ocupado, buscando avances en torno a los nudos de la línea del frente. Ucrania responde con sus propios drones sobre terminales rusas de gas y petróleo, y buques de la “flota fantasma” en el Mar Negro; uno de estos ataques contra la terminal de Novorossiysk, clave para el consorcio Caspian Pipeline, irrita a Kazajistán, que reclama públicamente a Kiev que pare los golpes sobre una instalación que maneja alrededor del 1% del suministro global de crudo.
En Kiev, Zelensky acaba de despedir a su jefe de gabinete, Andriy Yermak, arrastrado por una causa de corrupción que ha salpicado a su círculo íntimo. Umerov, que toma el relevo en la negociación, también ha sido mencionado en la investigación, aunque no como imputado, lo que añade una capa más de fragilidad política a un gobierno que intenta, al mismo tiempo, aguantar el frente, sostener la economía y explicar a su opinión pública por qué se sienta a negociar un texto diseñado originalmente con “aportes significativos” de Moscú.
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Ese texto es el famoso plan de paz de 28 puntos. La primera versión, elaborada por Witkoff con fuerte influencia rusa, habría garantizado a Moscú buena parte de sus exigencias territoriales y militares. Trump llegó a ponerle fecha de vencimiento: o Ucrania firmaba antes de Acción de Gracias (el 27 de noviembre), o se quedaba sola. Kiev, respaldada por varias capitales europeas, se plantó. El resultado fue una reunión de emergencia en Ginebra, donde ucranianos y estadounidenses pasaron horas tachando y suavizando cláusulas hasta dejar el documento en unos 19 puntos, apartando los temas realmente tóxicos (territorio, garantías de seguridad, lenguaje sobre OTAN y Unión Europea) para una hipotética reunión cara a cara entre Trump y Zelensky.
Ben Hall lo resume con una expresión que Europa prefiere no escuchar: no hay nada que celebrar. Es la tercera vez que los europeos tienen que “rescatar” a Ucrania de un impulso de la Casa Blanca de abandonar a Kiev y acomodar a Moscú. Y, aun así, el viejo continente llega tarde: no anticipó el intento de imponer un plan desequilibrado, no preparó una contrapropuesta y sigue sin capacidad militar para garantizar por sí solo la seguridad ucraniana. Como señalan varios analistas, Estados Unidos empieza a comportarse menos como aliado y más como mediador caprichoso; Europa, mientras tanto, descubre que depende de un socio que puede pasar, en el mejor de los casos, de aliado a simple intermediario y, en el peor, a “comprensivo” con las demandas rusas.
El dilema de Zelensky
La aritmética estratégica de Ucrania la explica mejor que nadie Franz-Stefan Gady, analista en asuntos militares. Para Moscú, un “buen” acuerdo exige que Kiev retire sus fuerzas de todo el Donetsk que aún controla, incluido Kramatorsk y Sloviansk, ciudades que Rusia no ha podido tomar tras casi cuatro años de guerra. Para Kiev, aceptar eso ahora, sin combatir, sería suicida. Pero seguir luchando bajo una correlación de fuerzas que se va deteriorando también tiene un final conocido: más bajas, más desgaste, y el riesgo de que Rusia termine de todos modos ocupando la región en 2026, con un acuerdo igual o peor sobre la mesa.
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SumateEs el momento Catch-22, dice Gady: si Ucrania cede, alimenta una narrativa de traición interna (un “puñal por la espalda” militar contra el liderazgo civil) y corre el riesgo de que Rusia vuelva a atacar cuando le convenga. Si resiste, puede terminar haciendo las mismas concesiones, pero sobre un país exhausto y con menos capacidad de negociación. Gady recuerda la experiencia bosnia en los Acuerdos de Dayton: a veces no existe una “buena paz”, solo la menos mala, y tampoco es evidente que Ucrania esté todavía en ese punto. El frente no se ha derrumbado, el ejército sigue siendo una fuerza efectiva, y Rusia tendría dificultades para capturar rápido los bastiones que reclama. Pero la tendencia es adversa y en Kiev lo saben.
El politólogo Dan Reiter ofrece el marco conceptual para entender por qué este laberinto no tiene una salida limpia. Las guerras suelen terminar cuando se cumplen dos condiciones:
- Ambos comprenden la verdadera correlación de fuerzas.
- Ambos creen que el otro no romperá el acuerdo en cuanto mejore su posición.
La primera condición está, en buena medida, cumplida: tras años de guerra de desgaste, Rusia y Ucrania tienen una idea bastante clara de sus límites. La segunda es la que falta, y no es un detalle técnico, es el corazón del problema. Ucrania ya vivió el fracaso de las garantías de 1994 (el Memorándum de Budapest) cuando Rusia se quedó con Crimea y luego invadió a gran escala en 2022. Las promesas vagas del nuevo plan (como cláusulas de cumplimiento difusas, sin presencia militar europea seria sobre el terreno) no alteran esa memoria ni resuelven el déficit de confianza.
En la práctica, eso significa que ningún papel firmado hoy puede convencer a Kiev de que Moscú no volverá a la carga mañana. Y que ninguna combinación creíble de fuerzas europeas y estadounidenses está dispuesta, o en condiciones, de desplegar tropas para blindar la frontera ucraniana. Sin un garante fuerte, los acuerdos de paz se convierten en pausas largas entre guerras cortas.
Esto no convierte el plan de Trump en irrelevante. Lo vuelve peligroso. Un documento recortado que evita los temas más sensibles, negociado con prisa en Florida mientras caen misiles sobre Kiev, puede terminar siendo la base de un mal acuerdo: territorialmente injusto, militarmente inestable y políticamente explosivo dentro de Ucrania. Rechazarlo implica seguir peleando con un horizonte estratégico oscuro. Aceptarlo significa confiar en unas garantías que nadie puede ofrecer.
Los estadounidenses quieren cerrar el dossier; los europeos, evitar un colapso militar ucraniano; los rusos, consolidar su ventaja territorial; y los ucranianos, simplemente, sobrevivir como Estado. Es difícil imaginar cómo todos pueden salir satisfechos. Más bien, parece que el sistema se encamina a lo que Gady describe con precisión: “mal ahora o quizá peor después”.
En Florida se habla de paz. En Donetsk y en Kiev se habla de otra cosa: de cuánto tiempo más se puede sostener una guerra en la que cada camino de salida luce como una trampa. Ese, más que el número de puntos del plan, es el verdadero estado de la situación.