La historia del primer astronauta argentino
En 1963, el país decide sumarse a la carrera espacial: un astronauta misionero llegará por primera vez al espacio.

El 23 de diciembre de 1969 un argentino llegó al espacio, a bordo de la nave Canopus II, un cohete sonda desarrollado en el país. Su nombre era Juan.
Argentina desarrollaba desde hacía algunos años una política espacial, impulsada por la carrera que enfrentaba a EE.UU. con la URSS, y fundamentalmente por un episodio importante en esta historia: la visita de Hugh Latimer Dryden, director de la NACA norteamericana (que luego sería la NASA) a la Argentina.
Era el año 1960 y Dryden recorría la región dando conferencias. Aquí conoció a otro personaje central de este relato: el comodoro ingeniero Aldo Zeoli, llamado por algunos el padre de la cohetería argentina, quien lo invitó a un recorrido por el incipiente desarrollo local espacial que comandaba. Mientras Zeoli, ingeniero aeronáutico civil incorporado a la Fuerza Aérea, le contaba sobre los estudios que se estaban realizando para el desarrollo espacial local, Dryden le dijo:
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–Comodoro, si usted quiere aprender cohetería quémese los dedos con pólvora.
Y así lo hizo. Zeoli formó un equipo que, a lo largo de la década del ‘60, se encargó del desarrollo de una familia de cohetes argentinos. Los primeros fueron los denominados Alfa Centauro, un prototipo de cohete de investigación a propulsante sólido, que consiguió alcanzar los 15 kilómetros de elevación. Durante toda la década se conseguirían avances importantes, como un lanzamiento desde la Antártida que puso a la Argentina como el tercer país en conseguir un despegue espacial exitoso desde ese lugar. El objetivo científico de la misión era el estudio de la radiación cósmica, para lo cual nuestro país tenía ventajas geográficas ineludibles. El resultado de esta experiencia, además de la transferencia de conocimiento en cohetería con Francia, fue la comprobación de que a 40 kilómetros de altura la radiación electromagnética era cinco veces superior a la que se medía desde el continente. Uno de los primeros indicios de la existencia de un agujero de ozono en la atmósfera terrestre.
Los primeros cohetes desarrollados en la Argentina levantaban poca altura por lo que los lanzamientos se hicieron desde la zona de Pampa de Achala, en las sierras de Córdoba. Pero cuando el desarrollo evolucionó hubo que buscar un lugar más alejado de los poblados, pensando en la caída de los aparatos. Zeoli le pidió un terreno a la Fuerza Aérea, que le concedió un viejo destacamento en la zona de Gobernador Timoteo Gordillo, departamento de El Chamical, en La Rioja. Allí comenzaría a funcionar lo que luego fue el Centro de Experimentación de Proyectiles Autopropulsados (CELPA). Chamical se convirtió lentamente en un verdadero centro espacial, el primero en su especie en América Latina, con múltiples edificios alrededor de la planta de lanzamiento y alojamiento para cien personas que desarrollaban actividades vinculadas.
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SumateDe la familia de cohetes argentinos nació el Canopus II, que implicaría un avance cualitativo en la investigación científica espacial argentina por la siguiente razón: el cohete permitiría el transporte de un ser vivo. Hasta entonces, todos los cohetes habían sido enviados sin tripulación, con excepción de un lanzamiento en 1967 que llevó en su interior a un ratón llamado Belisario, en el marco del Proyecto Bio. El cohete tenía además otra particularidad: salvo por el grano de origen francés (una mezcla de combustible y comburente que usan los cohetes de propelentes sólidos), todo el resto de la tecnología había sido desarrollada en nuestro país.
La misión al mando de nuestro tripulante tendría dos objetivos. Por un lado, probar las capacidades técnicas del lanzador, con el proyecto de contar en el largo plazo con uno propio para enviar al espacio satélites argentinos. Por el otro, poner a punto el sistema de monitoreo de los parámetros físicos tanto del vehículo como de Juan, el único tripulante. Hasta entonces, las pruebas para la resistencia de los pilotos de avión se realizaban con chequeos de parámetros físicos en tierra. El viaje de Juan permitiría ver la reacción de un cuerpo sometido a la presión de un verdadero viaje espacial.
Sabemos poco de Juan hasta ese día. Apenas que su origen es la provincia de Misiones pero que fue reclutado para esta misión, por la Gendarmería Nacional, en Salta. Sabemos — por el muy hermoso y documentado Historia de la actividad espacial argentina de Pablo de León que hemos usado para este relato — que en la mañana del 23 de diciembre de 1969 en Chamical, La Rioja, la temperatura era fresca y agradable. Juan estaba nervioso y algo inquieto. Hubo que administrarle un sedante para que el pequeño espacio de la cabina no lo sofocara y calmara su ansiedad. Juan tenía su temperamento. El capitán Hugo Crespín, al mando del objetivo biológico del experimento, declaró días antes del despegue que el tripulante era “de carácter tranquilo, salvo cuando ve mucha gente junta”. En esos días previos vería bastante gente porque, como todo astronauta, debió someterse a pruebas de resistencia centrífuga, vibraciones y ruido.
Tal como estaba establecido en el plan de vuelo, la nave al mando de Juan realizó un vuelo suborbital. El cohete fue lanzado en un ángulo de 85° para que luego fuera más fácil la búsqueda, algo que será importante. La temperatura exterior iba a alcanzar los 400°C por lo que la cápsula que alojaba a Juan estaba protegida térmicamente. El despegue y vuelo inicial fue exitoso, lo que produjo algarabía en los controles. Después de años de investigación argentina, Juan volaba en su nave hacia el espacio exterior. Cuando pasó la barrera de los 7 kilómetros de altura el motor se apagó — así estaba previsto — y el cohete siguió volando por inercia hasta ascender a los 82 km. el punto más alto al que un astronauta argentino llegó en toda su historia. El vuelo, aunque suborbital, se considera un vuelo espacial, similar al que había realizado Alan Sheppard en 1961.
El vuelo propulsado había durado unos cinco minutos hasta tocar su punto de apogeo. Ahora comenzaba una etapa igual de crítica. El nerviosismo del equipo era similar, incluso mayor, que durante el despegue. Había que traer al astronauta con vida y la tarea no era sencilla. La nave estaba diseñada para desplegar una serie de paracaídas a distintas alturas que fueran frenando la velocidad del cohete. Cuando el dispositivo tocara el suelo, dos aviones Ranquel y un helicóptero equipados con antenas de 240 Mhz permitirían rastrear el lugar del aterrizaje. Había que llegar rápido.
El tiempo total del vuelo, desde el despegue hasta la recuperación, estaba estimado en 21 minutos. Juan no podría salir por sí mismo de la cabina por el complejo sistema de cierre del dispositivo. Luego de la euforia por el éxito del lanzamiento comenzó la preocupación. El cohete no aparecía en los radares. La corriente del chorro lo había llevado algo más lejos de lo previsto y, durante un corto pero eterno instante, hubo temor de haber perdido la nave. Y a su tripulante.
Finalmente, uno de los radares que habían quedado de la colaboración con Francia detectó la presencia del cohete en tierra. El helicóptero acudió rápidamente al lugar del aterrizaje y comenzó el operativo para desarmar el sistema de cierre del dispositivo. Desde adentro de la cabina salió, en perfectas condiciones, con vida y algo desorientado, nuestro protagonista: Juan. El primer astronauta argentino en visitar el espacio exterior. No conocemos demasiado de su vida posterior. Sabemos que ese día fue trasladado a un centro médico para realizarse estudios y conocer el impacto que había tenido el vuelo en su cuerpo. Luego se trasladó a Córdoba, donde vivió el resto de su vida sin ninguna alteración.
Argentina se había convertido en el cuarto país en el mundo en enviar un ser vivo al espacio, después de Estados Unidos, la Unión Soviética y Francia. El entonces comodoro Miguel Sánchez Peña, en una entrevista citada en el libro que referimos, dijo que ocupábamos el primer lugar en Latinoamérica respecto a la conquista espacial. Pero que seríamos “desplazados pronto si no reaccionamos llevando a cabo un programa nacional de mayor envergadura”. Efectivamente así sucedió. La falta de inversión y planificación hizo que el astronauta Juan fuera el último argentino en el espacio. Pero esa es otra historia.
Hoy solo basta con el homenaje a ese joven misionero que se sentó en esa pequeña cabina, especialmente diseñada para su viaje (y que todavía se puede ver hoy en el Museo Universitario de Tecnología Aeroespacial en Córdoba) y arriesgó su vida en favor de la ciencia argentina.
Ah, me olvidaba.
Juan era un mono. Hay un documental hermoso sobre él.
