La ciencia: un deporte en equipo que los Premios Nobel no reconocen

Cada vez son más grandes los equipos de profesionales que intervienen en un descubrimiento, pero el galardón celebra y refuerza al genio individual que ya no existe.

Toda buena historia cuenta con un héroe, alguien que se encarga de que la trama avance, que distintos momentos cobren sentido y cada acto lleve naturalmente al próximo. La ciencia y la historia rara vez logran escaparle a la tentación de enmarcar sus relatos en las peripecias de genios y héroes. Los libros de historia bien podrían llevar como índice un listado, análogo al de la guía telefónica, con todas aquellas personas —en su mayoría hombres blancos que reconocen a otros hombres blancos— que dieron lugar al progreso. En el caso de la ciencia esto parece haber quedado institucionalizado a través de la entrega de los Premios Nobel.

Este galardón fue establecido en 1895 por el inventor sueco Alfred Nobel, quien dispuso en su testamento que los intereses de su riqueza se distribuyeran anualmente en cinco premios iguales para quienes hubieran aportado el mayor beneficio a la humanidad en física, química, medicina, literatura y la promoción de la paz. Esto no le gustó nada a sus herederos, que se opusieron durante años hasta que en 1901 se entregó por primera vez.

Desde entonces, cada octubre se anuncian los ganadores del premio universalmente reconocido como cúspide de la realización intelectual, el galardón más prestigioso al que puede aspirar un científico. Pero debajo de esta pátina de reverencia se esconde una disonancia cada vez más estridente: a pesar de su aura y reputación, los Premios Nobel están fundamentalmente desfasados con la realidad de la actividad científica.

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No solo perpetúan una visión dañina y obsoleta de cómo se gesta el conocimiento, apalancada en el mito del genio solitario, sino que también distorsionan la naturaleza de lo que significa hacer ciencia, ignorando deliberadamente a sus verdaderos protagonistas en una era definida por la colaboración a gran escala. Este anacronismo es objeto de críticas por parte de científicos, filósofos e historiadores de la ciencia.

El “mito del genio solitario” es indudablemente atractivo. No solo ayuda a comprimir —y decorar— complejas e intrincadas historias en un formato más digerible o épico, sino que también evoca aquella imagen romántica del científico —a menudo un hombre, casi invariablemente blanco— aislado en su laboratorio, que persigue sus ideas hasta las últimas consecuencias, a veces a espaldas de un mundo que no comprende su genialidad. Esta es prácticamente la descripción que hacía Mary Shelley de Viktor Frankenstein en 1818, y algunas cosas no han cambiado demasiado. Como resumía en 1840 el filósofo Thomas Carlyle: “La historia del mundo no es más que la biografía de grandes hombres”. Genios, héroes, pero siempre hombres.

Esta visión heroica, perfectamente compatible con Hollywood, choca de frente con prácticamente todo lo que sabemos sobre ciencia en la actualidad, que se parece más a un “deporte en equipo”, un esfuerzo descentralizado y multinacional, una intrincada y colaborativa hazaña global.

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Lo que este enfoque individualista perpetúa es un sistema de incentivos y recompensas defectuoso donde el ganador se lleva todo, y las contribuciones de muchos son ignoradas por una atención desproporcionada a los aportes de unos pocos, muchas veces “deificados”, como dice la historiadora de la ciencia Naomi Oreskes. Esto no solo refleja una visión equivocada de la ciencia sino que atribuye poderes sobrenaturales y sabiduría ligeramente sobre-humana a un puñado de “genios solitarios”.

Si bien es cierto que antes de las instituciones científicas fundadas en la primera mitad del siglo XX con gran apoyo estatal, la ciencia solía ser realizada en acuerdo entre individuos —los “caballeros científicos”— y sus mecenas, en la actualidad esto es bastante raro. Los esfuerzos independientes dieron lugar a grandes equipos, infraestructuras de coste astronómico y una intrincada colaboración internacional que muchas veces se engloba bajo el nombre de “big science” o “megaciencia”.

Trabajos en equipo

Un gran ejemplo es el Gran Colisionador de Hadrones (LHC), un proyecto en el que participaron unos 3.500 físicos e ingenieros y cuyos artículos llegaron a tener hasta 6.225 coautores. Sin embargo, cuando la predicción teórica de sus resultados fue reconocida con el Premio Nobel de Física de 2013, este fue otorgado únicamente a dos teóricos: Peter Higgs y François Englert, dejando afuera a los más de seis mil experimentalistas del LHC.

Por el contrario, el experimento LIGO, que detectó por primera vez las ondas gravitacionales, le valió el Nobel a tres instrumentistas: aquellos que construyeron y optimizaron el instrumento que hizo posible el descubrimiento y no a los teóricos que predijeron las ondas gravitacionales (como Albert Einstein).

La “regla de tres” que impone el comité Nobel y limita los ganadores en cada oportunidad, es la principal responsable de esta distorsión. Alcanza comparar con la industria cinematográfica: los créditos al final de las películas hoy pueden demorar más de diez minutos, porque reconoce a cientos de colaboradores. Pero incluso cuando se entregan los Premios Oscar, más allá de quién se pare a dar un discurso de exagerada —y ligeramente inapropiada— altura moral, todas las personas involucradas en el premio a la Mejor Película reciben parte del crédito.

El artículo fundacional del experimento LIGO no tiene tres autores sino tres páginas de autores. Esta regla, que hoy resulta especialmente inapropiada, siempre fue problemática. La ciencia como obra colectiva siempre fue producto de la colaboración, a través del tiempo y el espacio, a veces a lo largo de décadas, siglos o milenios. A esto hacía alusión Newton cuando, parafraseando al filósofo Bernardo de Chartres si no a Prisciano, mencionó: “Si he visto más lejos es subiéndome a hombros de gigantes”.

La lista de colaboradores que el modelo Nobel deja afuera es dolorosamente larga: estudiantes, investigadores posdoctorales, técnicos de laboratorio, y aquellas personas cuyas contribuciones son menos visibles pero no menos cruciales. O, como sostiene de manera un poco más controversial la bióloga Jenny Rohn, “[también] están las personas que ni siquiera saben que han ayudado. Ponentes en conferencias, cuyo trabajo encendió una idea clave. Autores de artículos antiguos relacionados, cuyo trabajo anterior fue rastreado en busca de pistas sobre cómo hacer avanzar el trabajo más reciente”.

Un apresurado repaso de los premios entregados devuelve notables omisiones: Shibasaburo Kitasato, colaborador de Emil von Behring en el descubrimiento de las antitoxinas (Medicina 1901); Albert Schatz, el estudiante de Selman Waksman que de hecho aisló la estreptomicina (Medicina 1952) o Douglas Prasher, quien primero clonó el gen de la proteína verde fluorescente (GFP), quedó fuera del premio (Química 2008) por haber tenido que abandonar su carrera científica al quedarse sin dinero y verse obligado a trabajar como chofer de una camioneta.

Estas omisiones no siempre pasaron sin pena y sin gloria. En 2003, Ray Damadian protestó su exclusión del Nobel por la invención de la resonancia magnética, y cuando en 2013 se premió a Peter Higgs y François Englert por el trabajo en el LHC, que derivó en la confirmación empírica del bosón de Higgs, se desató una disputa por los teóricos que quedaron afuera.

Y todo esto sin mencionar la persistente desigualdad de género. Hasta 2018 solo dos mujeres habían ganado Premios Nobel en Física en toda su historia, la más reciente más de medio siglo antes, aunque desde entonces, se reconoció a Andrea Ghez (2018), Donna Strickland (2020) y Anne L’Huillier (2023).

Rosalind Franklin, cuyo trabajo fue crucial para descifrar la estructura del ADN, no fue elegible por haber fallecido antes de la concesión del premio. Lise Meitner, fundamental en el descubrimiento de la fisión nuclear, fue nominada 48 veces sin éxito. Vera Rubin, quien proporcionó evidencia contundente de la materia oscura, murió poco después de que muchos clamaran que merecía el galardón. Aunque en parte puede atribuirse esto a que el Premio Nobel solo se entrega a personas vivas, la regla de tres y el sesgo inherente contribuyen a la percepción de que los genios son usualmente hombres blancos.

Una imagen irreal

El impacto de los Premios Nobel no solo distorsiona la percepción pública de la ciencia, instalando ideas equivocadas acerca de lo que significa hacer aportes al desarrollo de una disciplina, sino que también pueden influir en la dirección de la investigación, favoreciendo proyectos donde la contribución individual sea más fácilmente identificable, en detrimento de la que podría ser la “mejor ciencia”.

Si los Nobel fueran nada más que una mezcla de prestigio y dinero —como los Oscar—, daría más o menos lo mismo que inventaran genios de cartón o deformaran la idea de cómo funciona la ciencia. Pero estos premios no solo reconocen: intervienen, marcan agenda, orientan fondos, definen qué tipo de ciencia se considera valiosa. Y como son vistos por quienes financian la investigación como una especie de garantía, terminan reforzando proyectos donde se puede señalar a un “autor” con claridad, aunque eso no siempre implique mejor ciencia.

Quizá el peor efecto sea este deleznable “culto al genio” que eleva a los laureados al estatus absurdo de “sabios infalibles” autorizados a dar cátedra sobre cualquier tema, incluso muy lejos de su área de conocimiento.

Kary Mullis (Química 1993), decía que el VIH no causaba el sida, defendía la astrología, decía tener contacto con extraterrestres y negaba el cambio climático antropogénico. James Watson (Medicina 1962), usó su fama para hacer afirmaciones racistas y sexistas disfrazadas de biología. Linus Pauling (Química 1954 y Paz 1962), creía que la vitamina C curaba el cáncer y el resfrío. William Shockley (Física 1956) se convirtió en un defensor de la eugenesia y de teorías racistas sobre la inteligencia. Y Luc Montagnier (Nobel de medicina en 2008), terminó defendiendo la homeopatía y diciendo que el ADN emite ondas en el agua.

Los premios Nobel sesgan la idea del público sobre qué ciencias son importantes, ignorando campos cruciales como las matemáticas, la informática o las ciencias ambientales. Incluso hay investigaciones que sugieren que el impacto científico de los laureados, medido por citas, podría disminuir tras recibir el premio, quizá por las distracciones de la fama o cambios en el enfoque de su investigación. En palabras de T. S. Eliot (Literatura 1948): “El Nobel es un boleto para el propio funeral. Nadie ha hecho nada después de obtenerlo”.

Si bien el comité Nobel se rige por el testamento de Alfred Nobel, esto no impidió cierta flexibilidad en su interpretación, premiando a más de una persona (hasta tres) y reconociendo trabajos realizados décadas atrás, en lugar de limitarse al “año precedente” como se estipulaba originalmente. Si las reglas pudieron adaptarse, no queda claro por que no podrían mutar aún más.

Entre las sugerencias más frecuentes, recopiladas por Brian Keating en su libro Losing the Nobel Prize (2018, Perder el premio Nobel), se menciona la de premiar a equipos, colaboraciones u organizaciones, en lugar de individuos. De hecho, el Premio Nobel de la Paz frecuentemente se otorga a organizaciones como la Cruz Roja o el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC) y no solo a individuos. También podrían revelarse los nombres de todos los nominados a los Premio Nobel, como sucede en los premios Oscar. El argumento de evitar la decepción de los no ganadores parece débil frente al beneficio de un mayor reconocimiento.

La ciencia es probablemente el mayor logro colectivo de la humanidad, pero la forma en que la celebramos y reconocemos parece diseñada en contra de su mismísima naturaleza.

Tal vez sea necesario instalar una actualización en los Premios Nobel, no a través de una forzada preocupación por equilibrar los tantos que genere nuevas distorsiones sino a partir de una mayor precisión que reconozca cómo efectivamente se desarrolla la ciencia.

Probablemente la ciencia no necesite sus propios premios Oscar, pero si con eso vamos a insistir, tal vez convenga copiarle un par de cosas a Hollywood.

Foto: Depositphotos

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