Israel vs. Irán: escalada, riesgos y la encrucijada global
El conflicto es síntoma de un orden global cada vez más frágil, en el que las líneas rojas se vuelven invisibles y los actores juegan al filo del abismo.
RADAR
Lo que ocurrió la madrugada del 13 de junio no es sólo un nuevo episodio en la interminable saga de tensiones entre Israel e Irán. Es, sobre todo, el síntoma de un orden global cada vez más frágil, en el que las líneas rojas se vuelven invisibles y los actores juegan al filo del abismo.
Los hechos: Israel lanzó su mayor ofensiva aérea en décadas contra objetivos iraníes clave —Teherán, Natanz, Fordow, la Guardia Revolucionaria— en una operación coordinada con más de 200 aviones. El saldo: una lista de figuras de alto rango eliminadas, infraestructuras militares destruidas, y el programa nuclear iraní en la mira. Irán respondió con una andanada de drones Shahed, todos interceptados por Israel. Desde entonces, el intercambio de misiles no cesa y se suman daños y víctimas en ambos lados.
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El argumento oficial del primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, es claro: Israel busca anular la capacidad nuclear de Irán. ¿Cómo? Destruyendo instalaciones como Natanz y Fordow, neutralizando a la cúpula militar y nuclear, erosionando la influencia regional iraní a través de sus aliados, y, de ser posible, provocando una crisis de liderazgo que debilite al régimen desde dentro.
Hasta aquí, el guion clásico del conflicto. Pero detrás de la retórica hay otras realidades. Para empezar, Netanyahu tomó la decisión de atacar sabiendo que enterraba cualquier posibilidad inmediata de negociación entre Washington y Teherán. Para él, la amenaza nuclear iraní no admite demoras ni matices: exige acción militar ahora. Pero aquí está el problema: la inteligencia estadounidense concluyó que, si bien Irán tiene uranio enriquecido al 60%, no hay pruebas de que lo esté destinando a un arma nuclear en este momento. La amenaza no era inminente. Hablamos menos de una guerra de necesidad que de una guerra de elección. Y esa distinción lo cambia todo.
Segundo punto clave: Israel necesita a Estados Unidos. Sin el apoyo militar y logístico de Washington, Israel no puede destruir instalaciones como Fordow, protegidas bajo toneladas de roca. El ataque busca arrastrar a Estados Unidos al conflicto. Trump, por su parte, no descarta ninguna opción y ya ha dicho que una intervención militar está sobre la mesa. Con el tablero global tan volátil, la posibilidad de escalada es real.
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SumateIrán enfrenta sus propios dilemas. Ha perdido capacidad regional: sus aliados en el Líbano, Irak, Siria y Yemen están bajo presión. Pero sigue teniendo misiles balísticos (más de 2 mil) y la opción de bloquear o sabotear el Estrecho de Ormuz, por donde circula una quinta parte del petróleo mundial. Un bloqueo allí no solo dispararía el precio del crudo a niveles de tres cifras, sino que complicaría la provisión energética global, especialmente para Europa. Irán puede escalar, pero sabe que un paso en falso puede poner en peligro la supervivencia misma del régimen.
¿Y Estados Unidos? Difícil saber cuál es exactamente su juego. No hubo luz verde explícita para el ataque israelí, pero tampoco una luz roja. El orden de seguridad internacional parece operar con semáforos descompuestos. Hay un dato de color bien curioso: antes del ataque, los pedidos de pizza en las inmediaciones del Pentágono se dispararon, un termómetro poco ortodoxo pero elocuente sobre el nerviosismo y la información que había en Washington.
Aquí es donde la política y la personalidad se cruzan. Trump, que durante la campaña prometía evitar guerras, se encuentra cada vez más cerca de varios focos de conflicto a la vez: no ha resuelto Ucrania, no ha frenado la ofensiva israelí en Gaza y ahora está implicado en la confrontación directa entre Israel e Irán. Su credibilidad como negociador internacional está en mínimos históricos. ¿Quién puede sentarse hoy a una mesa a negociar sabiendo que el interlocutor en Washington puede cambiar de postura entre la mañana y la noche?
Escenarios:
- El primero, que el intercambio de misiles continúe y se torne aún más brutal, con blancos civiles cada vez más expuestos.
- Segundo, que el conflicto se regionalice, con ataques a infraestructura petrolera o el cierre de Ormuz.
- Tercero, una intervención militar directa de Estados Unidos, escenario con enormes riesgos para la estabilidad global.
- Cuarto, un intento (implícito o explícito) de cambio de régimen en Irán. Como nos enseñan Irak, Siria y Libia, estas apuestas suelen terminar mal.
Nada de esto es inevitable, pero el riesgo de una escalada descontrolada nunca ha sido mayor. La línea entre disuasión y provocación es cada vez más borrosa. Y la gran pregunta sigue siendo: ¿qué actor va a imponer un límite antes de que la región y el mundo crucen otro punto de no retorno? La respuesta, hoy, es que nadie tiene el control del tablero. Y eso, en geopolítica, es siempre la peor noticia.
SONAR
Si uno quiere entender cómo se reconfigura el poder global en el siglo XXI, no tiene que mirar misiles, sino chips. Y no basta con seguir las decisiones del Pentágono o la Casa Blanca: hay que prestar atención a las APIs, a los contratos de cómputo y a los silencios de los acuerdos de licenciamiento. En esta nueva cartografía, el Gobierno de Estados Unidos y las Big Tech ya no operan como actores separados, sino como partes complementarias de una arquitectura imperial posmoderna, una donde el hard power se sostiene sobre infraestructura digital privatizada.
Como señala Marcus Willett, exdirector de ciberseguridad del GCHQ, Estados Unidos ha avanzado hacia una “proyección de poder basada en tecnologías emergentes” en alianza con empresas líderes en IA, cloud computing y telecomunicaciones. Lo que antes se conocía como el complejo militar-industrial, hoy se manifiesta como una densa red de interdependencias entre agencias federales y firmas como Microsoft, Amazon y OpenAI. En esa red, los fines son estatales, pero los medios —y las interfaces— son privados.
El caso de OpenAI es ejemplar. La iniciativa OpenAI for Countries ofrece a gobiernos el despliegue de modelos avanzados como GPT-4 con data centers locales, acceso exclusivo y la promesa de “soberanía digital”. Pero, como bien señala Marietje Schaake en el Financial Times, esa promesa es tramposa: la infraestructura sigue bajo jurisdicción estadounidense. La autonomía es condicional, y el acceso puede convertirse, llegado el caso, en un arma de disuasión blanda.
Lo saben bien en Ucrania. Durante una fase crítica de la guerra, una empresa privada estadounidense suspendió temporalmente el acceso a imágenes satelitales sin aviso previo al Gobierno ucraniano. Otro ejemplo: la fiscal jefe de la Corte Penal Internacional, después de emitir una orden contra funcionarios israelíes, vio cómo se le bloqueó el acceso a su cuenta de Microsoft, en cumplimiento con sanciones del Tesoro. ¿Error administrativo? Tal vez. ¿Muestra de la subordinación de infraestructura digital al poder soberano de Estados Unidos? Sin duda.
Este modelo —la alianza público-privada como instrumento de política exterior— puede resultar eficaz para contener a China, pero inquieta a muchos aliados. En Europa, crece la desconfianza. En el Sur Global, la respuesta es el repliegue estratégico: India, Brasil y los países de ASEAN apuestan cada vez más por modelos locales, código abierto y regulaciones propias. No por antinorteamericanismo, sino por una lectura lúcida de la historia: quien controla los modelos, controla la narrativa.
Nada de esto implica una conspiración. Más bien es la consolidación pragmática de una nueva tendencia, donde los valores democráticos son invocados como escudo, pero los términos de servicio se escriben en Silicon Valley.
La pregunta no es si la IA será usada como herramienta de influencia geopolítica. La pregunta es si alguna vez no lo fue. Tobias Faking y Adam Segal sostienen que la estrategia internacional en tecnología de la administración Trump —basada en lograr la supremacía en inteligencia artificial, controlar la infraestructura digital y fijar reglas unilaterales— corre el riesgo de volverse contraproducente. En lugar de afianzar el liderazgo de Estados Unidos, podría fomentar el nacionalismo tecnológico, profundizar las rivalidades en IA y ciberseguridad, y erosionar las alianzas digitales que sustentaron su influencia durante décadas.
Conviene prestar atención a tres movimientos:
- El grado de interoperabilidad que exigen las plataformas estadounidenses a sus socios: bajo qué condiciones se ofrecen los modelos, y qué secciones del código permanecen opacas.
- El uso selectivo de sanciones digitales para castigar disidencias o controlar flujos de información.
- La reacción regulatoria de bloques intermedios, como la UE o América Latina, que buscan preservar autonomía sin romper vínculos.
Estados Unidos está diseñando un mundo donde sus valores se confunden con sus servidores. Y si uno quiere entender el futuro, conviene mirar no solo las decisiones de Washington, sino también los changelogs de sus modelos de lenguaje.
ESCRITORIO
El documento Are We Fragmented Yet? Measuring Geopolitical Fragmentation and Its Causal Effects presenta el Índice de Fragmentación Geopolítica, una serie trimestral que cubre el período 1975-2024 y resume el grado de integración o fractura de la economía mundial. Sus autores —Jesús Fernández-Villaverde, Tomohide Mineyama y Dongho Song— parten de la constancia de que, tras la crisis financiera de 2008 y una sucesión de eventos como el Brexit, la invasión rusa de Ucrania y los conflictos en Oriente Medio, la globalización se ha estancado y abundan nuevas barreras comerciales, financieras y políticas, sin una métrica única que capture ese proceso multidimensional de “des-globalización”.
Para llenar ese vacío, recopilan dieciséis indicadores que abarcan comercio, finanzas, movilidad de personas y conocimiento, y ámbito político-geopolítico. Con ellos estiman un modelo dinámico jerárquico de factores, con parámetros y volatilidades que varían en el tiempo, del que extraen un factor común —el índice global— y cuatro factores específicos, uno por dimensión. Acá tenés los resultados:
El índice revela tres etapas. Entre 1975 y 1990 domina la estabilidad; de 1990 a 2007 se impone la integración impulsada por la caída del bloque soviético, la creación de la OMC y la expansión comercial; desde 2008 la fragmentación se intensifica y llega a máximos históricos tras 2022. Los motores recientes son el ámbito financiero y, sobre todo, el político-geopolítico. Al introducir el índice en un modelo estadístico, los autores prueban que un shock adverso intensifica la fragmentación, reduce el PIB global alrededor de cuatro décimas en su punto máximo y golpea con mayor dureza a las economías emergentes que a las avanzadas. Mientras los efectos negativos son inmediatos, los beneficios de un eventual proceso inverso —una menor fragmentación— se materializan de forma más lenta.
Los autores desagregan también por bloques: Estados Unidos-Unión Europea, China-Rusia y un bloque “resto del mundo”, y observan que un shock surgido en el bloque occidental repercute con más fuerza sobre la economía global. El análisis sectorial, además, indica que las ramas más vinculadas a los mercados internacionales —manufacturas, construcción, finanzas y comercio minorista— son las más vulnerables al aumento de las barreras.
El índice sirve, por tanto, como un instrumento de seguimiento para gobiernos, organismos y empresas; permite cuantificar y comparar la fragmentación a lo largo del tiempo, evaluar el impacto macroeconómico de guerras comerciales, sanciones y conflictos políticos, y simular escenarios futuros, identificando al mismo tiempo los sectores, regiones y bloques más expuestos a un mundo que vuelve a escindirse en esferas de influencia.Para jugar un poco con los datos, busqué la base de datos del reloj del juicio final elaborado por el Bulletin of Atomic Scientist, en donde los minutos faltantes para las 12 se reducen a medida que aumenta el peligro de un conflicto nuclear, y la superpuse al índice general de fragmentación geopolítica, cuya base en Excel podés descargar acá. Para esto, normalicé los minutos entre -1 y 1 con la media en 0, para que quedara parejo con el índice de fragmentación. El resultado está en el gráfico de abajo. Como podrás observar, la correlación es muy parcial y por momentos, pero lo más interesante, para mí, es la convergencia de ambos índices en los últimos años.