India y Pakistán: el equilibrio más inestable del mundo
De qué se trata una nueva tregua en el conflicto que lleva setenta y cinco años de odio administrado sin cruzar el umbral nuclear. Además, la geopolítica de un nuevo Papa y la huella de inversiones chinas en América Latina.
RADAR
Un americano en Roma
El humo blanco del jueves no solo marcó el fin de un cónclave, sino el inicio de una rareza teológica y política: un estadounidense en el trono de San Pedro. Robert Francis Prevost, ahora Papa León XIV, es el primer pontífice nacido en Estados Unidos. Pero sería un error confundir origen con agenda. León no representa a Estados Unidos: representa la posibilidad de hablarle con autoridad moral.
Durante décadas, Roma evitó elegir a un papa estadounidense, no por falta de fe, sino por exceso de geopolítica. La sospecha era que un pontífice nacido bajo la égida de las barras y estrellas no sería cabeza de la Iglesia, sino capellán del orden global liderado por Washington. Pero León XIV parece ser otra cosa. Su elección no canoniza al poder estadounidense, lo interpela.
De hecho, es difícil no ver en él una contrafigura al Trumpismo: un Papa que ha cuestionado públicamente a JD Vance, que se ha pronunciado sobre migración y que parece tener más afinidad con Francisco que con los católicos que orbitan la Casa Blanca. Trump, naturalmente, lo felicitó con cálculo y entusiasmo. Pero esta vez, el catolicismo norteamericano tiene voz propia, y no siempre coincidente con el “America First”.
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Por supuesto que la elección de un Papa responde a algo más que un gesto político contra Trump o cualquier otro líder del momento. Pero los cardenales, por más mitra que lleven, no dejan de ser hombres del siglo en que viven. Y este siglo, cada vez más, obliga a elegir no sólo pastores, sino contrapesos. No es casual que Juan Pablo II, el Papa de la Guerra Fría, fuera polaco: un símbolo de resistencia espiritual al totalitarismo soviético desde el corazón mismo del bloque oriental. Ni que Francisco, en tiempos de populismos, haya sido percibido como un interlocutor que comprendía muy bien esa tradición política. En la Iglesia, como en el mundo, los liderazgos también nacen del contexto.
El nombre elegido — León — es un guiño nítido. León XIII fue el arquitecto de la doctrina social moderna de la Iglesia. El nuevo Papa se alinea con esa tradición: la defensa del trabajador, la dignidad del pobre, y — en los tiempos que corren — del planeta. Todo eso lo convierte en un líder incómodo para quienes entienden la fe como identidad tribal antes que como mandato ético.
Su elección, sin embargo, no parece ser sólo una respuesta a la derecha republicana ni al caos doctrinal de la Iglesia estadounidense — dividida entre la nostalgia litúrgica y la apertura pastoral — , sino también una jugada estratégica para un Vaticano con las cuentas en rojo, el centro de gravedad desplazándose al sur global, y una feligresía cada vez más alejada de Roma, física y espiritualmente.
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SumateY, sin embargo, este Papa es americano. De Chicago, para más señas. Pero se formó en Perú, habla español como un limeño, y evitó el inglés en su primer saludo al mundo. No fue un descuido, sino un gesto: este Papa no viene del imperio, sino de sus márgenes. Y es precisamente eso lo que lo hace audible.
Lo que está en juego no es solo la reforma interna de la Iglesia, sino su papel en un mundo fragmentado. Si León XIV logra tender puentes entre Washington y el sur global, entre el catolicismo popular y el doctrinal, entre la tradición y la misericordia, será por algo muy sencillo: no porque nació en Estados Unidos, sino porque tomó la decisión de irse.
SONAR
India y Pakistán: el equilibrio más inestable del mundo
Lo que hay entre India y Pakistán no es paz. Es una rutina de antagonismo cuidadosamente gestionado, un ciclo de escalada y desescalada que avanza por reflejo más que por propósito. Hace dos semanas, el guion fue fiel a la tradición: atentado, represalia, contrarrepresalia, declaraciones grandilocuentes, y finalmente, una tregua que nadie termina de creerse.
La última crisis comenzó el 22 de abril, cuando un grupo de militantes — presuntamente vinculados a Lashkar-e-Taiba — atacó la localidad turística de Pahalgam, en Cachemira administrada por India. Veintiséis personas murieron tras ser obligadas a revelar su religión. India respondió con una serie de ataques aéreos que cruzaron más profundo que nunca en territorio paquistaní. Pakistán contraatacó. Durante cuatro días, el subcontinente osciló al borde del abismo. Otra vez.
Y, como suele pasar, el borde se transformó en meseta. El sábado último, ambos países acordaron un cese al fuego. No fue un gesto espontáneo. Detrás hubo llamadas, presión internacional y una puesta en escena diplomática que permitió a Donald Trump adjudicarse la mediación, aunque ambos gobiernos insistan en que el acuerdo fue bilateral y directo. Poco importa. El resultado es el mismo: la tregua llegó, aunque su solidez sea tan discutida como su autoría. India acusa nuevas violaciones. Pakistán las niega. Nadie confía, pero por ahora nadie dispara. Lo curioso: Pakistán y la India ofrecen distintas explicaciones de lo que acordaron.
Este es el teatro persistente del conflicto. Desde 1947, India y Pakistán han librado guerras convencionales, escaramuzas fronterizas y disputas diplomáticas. La diferencia hoy no está en el contenido, sino en el contexto. India es ahora una potencia económica en ascenso, con un nacionalismo que combina unicornios y yoga. Pakistán, más frágil económicamente, se apoya en su viejo manual de disuasión: el Ejército como núcleo del Estado, el Islam como cemento nacional, y China como garante estratégico.
Cachemira sigue siendo el núcleo emocional del conflicto, pero también su ancla histórica. Desde que Narendra Modi revocó su autonomía en 2019, la región pasó de ambigüedad federal a control centralizado. El gobierno indio sostiene que la represión trae orden; la insurgencia responde que la ocupación genera resistencia. Nadie cede, porque ceder sería renunciar a una narrativa. India necesita demostrar que castiga. Pakistán necesita demostrar que resiste. Todo lo demás parece decorado.
En este paisaje, el cese al fuego es menos un giro que una pausa. Como todo pacto que no resuelve el fondo, su duración será proporcional a su utilidad táctica. Ambos gobiernos ganan tiempo: Modi calma los mercados; Islamabad preserva la relación con Pekín. Y Trump, que se ofrece como mediador planetario con la delicadeza de una topadora, se regala una foto de estadista. Pero el conflicto subyace, intacto.
No hay proceso de paz en curso. No hay foros, ni backchannels creíbles. Solo un teléfono rojo que, milagrosamente, sigue sonando. Tal vez el mayor logro del equilibrio surasiático no sea la estabilidad ni la sabiduría, sino simplemente el azar. Setenta y cinco años de odio administrado sin cruzar el umbral nuclear. ¿Por qué? ¿Instinto de supervivencia o suerte? ¿Los gobiernos en posesión de la bomba nuclear se vuelven racionales o el azar está de nuestro lado? Me gustaría creer lo primero porque, esencialmente, la suerte no es una estrategia.
SONAR
Naciones Unidas: multilateralismo con Excel en mano
Durante décadas, criticar a las Naciones Unidas fue un pasatiempo respetable pero estéril: demasiados cargos, demasiados acrónimos, demasiadas reuniones en Ginebra. Pero la crítica, hasta ahora, se hacía desde la comodidad de saber que la ONU, con todas sus ineficiencias, seguiría existiendo.
Eso ha cambiado. Lo que estamos presenciando no es una reforma, sino un desmoronamiento. La organización creada en el apogeo del idealismo multilateral –al filo de la Segunda Guerra– está atravesando su peor crisis financiera desde 1945. El detonante: la retirada — más bien demolición — del financiamiento estadounidense bajo la segunda presidencia de Donald Trump.
En febrero de 2025, Trump firmó una orden ejecutiva indicando revisar todo el apoyo financiero que Washington le presta a Naciones Unidas. El resultado: Estados Unidos debe ya más de 3.000 millones de dólares en cuotas y ha paralizado por completo su contribución voluntaria a agencias clave como UNICEF o ACNUR. Pero reducir esto a un capricho trumpista es no ver el bosque: otros donantes tradicionales — Reino Unido, Alemania, Francia — también han recortado.
La respuesta del secretario general António Guterres es UN80, una propuesta de reestructuración radical que en otro contexto sería revolucionaria. Consolidación de agencias, traslados de personal fuera de Nueva York y Ginebra, eliminación de duplicidades crónicas, fusiones entre entidades que hasta ahora defendían con uñas y dientes su parcela burocrática. El tono del memo que se filtró días atrás parece claro: esto no es una reforma visionaria, es una maniobra de supervivencia.
El trasfondo es más sombrío aún. La ONU no puede endeudarse, depende de cuotas anuales y voluntades políticas. La mora de pagos es ahora la norma, no la excepción: el año pasado, más del 60% del presupuesto llegó fuera de término. El resultado: aire acondicionado apagado en Ginebra, recortes de 20% en personal humanitario, y la posibilidad concreta de insolvencia en septiembre.
¿Qué significa esto en términos geopolíticos? Dos cosas. Primero, el desfinanciamiento es un acto profundamente político. Estados Unidos, antaño garante del orden liberal, ahora actúa como su principal deconstructor. China, por su parte, paga tarde, como quien recuerda que también puede poner condiciones.
No se trata solo de frenar los pagos. Es una forma deliberada de vaciar de capacidad a una organización que simboliza reglas, consensos y límites a la unilateralidad, es decir, todo lo que el trumpismo desprecia. Retirar el financiamiento fuerza a la ONU a achicarse, replegarse, competir internamente. El ajuste se convierte en una forma de rediseñar la arquitectura global sin necesidad de reformarla formalmente.
En este sentido, Trump no está abandonando la ONU: la está rediseñando por default, y con la complicidad de otros países que también han recortado. Es la externalización de una política exterior por medios presupuestarios, una especie de “doctrina DOGE” aplicada a escala planetaria.
Segundo, el mundo que emerge no es uno sin reglas, sino con muchas –y sin árbitros–. La ONU está dejando de ser el foro de resolución para convertirse en el eco vacío de su propia promesa.
Puede que UN80 logre salvar algo. Pero a esta altura, la pregunta no es cómo revitalizar la ONU, sino si el mundo todavía quiere tener una o si va a preferir coaliciones de voluntades ad-hoc. Y si la respuesta es no, no hará falta declararlo: bastará con seguir sin pagar.
ESCRITORIO
¿En qué invierte y en dónde invierte China en América Latina?
En 2024, el Millennium Nucleus on the Impacts of China in Latin America and the Caribbean (ICLAC), con sede en Chile, en alianza con el Inter-American Dialogue y una red de instituciones regionales, lanzó el Regional Repository of Chinese Investment in Latin America, una plataforma que sistematiza y actualiza de forma continua la inversión extranjera directa (IED) china en América Latina y el Caribe.
El repositorio combina datos georreferenciados de IED con una colección de estudios de caso académicos y multilingües sobre proyectos individuales, proporcionando una radiografía inédita del despliegue económico chino en la región desde los inicios de su estrategia going out. El proyecto cuenta con cobertura de ocho países: Argentina, Brasil, Bolivia, Chile, Ecuador, Paraguay, Perú y Uruguay, con la ambición de extenderse a otros países del continente.
Hastá acá, el repositorio da cuenta de 296 proyectos costando 132 mil millones de dólares.
Si te interesa, hay un excelente informe a partir de los datos obtenidos, elaborado por Francisco Urdinez y Margaret Myers.
Entre los principales hallazgos:
- Brasil es, por lejos, el principal destino de la IED china en la región (45% del total), seguido por Argentina, Chile y Perú.
- La IED china ha cambiado de forma: desde grandes adquisiciones en sectores extractivos (minería y energía) hacia inversiones más pequeñas y diversificadas, incluyendo infraestructura digital, agroindustria y manufactura.
- Las empresas estatales chinas dominan el panorama: tres gigantes — State Grid, China Three Gorges y Sinopec — explican buena parte del monto invertido.
- A pesar de la magnitud, solo un tercio de los proyectos ha sido objeto de análisis académico profundo, lo que limita la capacidad de evaluación y comparación.
- Factores que condicionarán la IED futura: la transición económica china, la demanda por minerales críticos, el marco regulatorio de los países receptores y el contexto geopolítico (EE.UU.–China).
El repositorio es una herramienta clave para entender no sólo cuánto y dónde invierte China, sino también cómo lo hace, qué tipo de actores participan y cuáles son sus objetivos estratégicos en la región.