Gaza: la ingenua esperanza de un futuro mejor posible

Israel no fue abandonado por sus aliados, sino que fue el Gobierno israelí el que decidió su propio aislamiento. No reconocer un Estado Palestino es premiar más de una década de negación de cualquier negociación de buena fe.

Gaza.

De acuerdo con las cifras de los hospitales de la Franja de Gaza, entre el 20 y el 30 de julio de 2025 habían muerto, como consecuencia del hambre, 86 personas. En los 21 meses previos desde la invasión israelí sobre el enclave, el número total de muertes era de 68. En diez días se superaron las cifras de casi dos años.

Las imágenes de los medios de comunicación más reputados dan cuenta de una situación desesperada: aglomeraciones en busca de porciones escasas, niños con signos de desnutrición extrema en sus cuerpos, que se acumulan con las negativas de las autoridades israelíes, que dicen que las autoridades hospitalarias son de Hamás o que algunos de los niños de las fotos sufren alguna condición de nacimiento no relacionada con su nutrición. 

El hambre como arma de guerra

Aquellos argumentos no resisten el escrutinio de los datos y los testimonios más básicos. Las principales agencias de noticias del mundo —Reuters, Associated Press, AFP y la BBC— tomaron la medida sin precedentes de denunciar que algunos de sus periodistas en Gaza enfrentan un riesgo concreto de morir de hambre debido a las condiciones impuestas por Israel. Las imágenes, por lo demás, tienen un correlato muy claro en las cifras de la asistencia humanitaria permitida por Israel.

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Entre el 18 de marzo, cuando finalizó la última tregua, y el final de abril, las cifras oficiales indican que Israel no permitió el ingreso de ninguna cantidad de ayuda humanitaria. En mayo, el ingreso fue de 19 mil toneladas, muy por debajo de las 62 mil que, de acuerdo con las organizaciones humanitarias, es el mínimo que se necesita para alimentar a una población de más de dos millones de personas, y el incremento de la cifra durante junio y julio alcanzó las 37 mil toneladas. El cálculo, correspondiente a un kilo de alimento diario por persona, es muy inferior al que estimó en 2006 la entidad israelí encargada de los territorios palestinos ocupados, cuando, en una situación de conflicto, señaló que se necesitaba proveer a la población palestina de algo más de un kilo y medio diario para cumplir las necesidades mínimas y básicas.

Lentamente y luego de golpe, el efecto del hambre, que se hizo evidente en los últimos días, es una consecuencia de las condiciones impuestas por Israel hace meses, luego de reasumir las acciones bélicas tras el colapso de la tregua que operó entre el final de enero y mediados de marzo. No hace falta ninguna investigación para caracterizar la estrategia israelí como utilización del hambre de la población civil como arma de guerra. El ministro de Defensa, Israel Katz, una de las figuras de mayor confianza del primer ministro, lo dijo abiertamente en abril. «La política es clara: ninguna ayuda humanitaria entrará en Gaza», sostuvo Katz, porque «el bloqueo de esta ayuda es una de las principales palancas de presión» para forzar la posición de la organización terrorista Hamás.

En el gabinete, el ala más a la derecha del Gobierno ultraderechista fue aún más lejos. El 24 de julio, Amihai Eliyahu afirmó en una entrevista que Israel avanzaba en forma decidida para “arrasar con Gaza” y remató: “Toda Gaza será judía, estamos sacando a esta población educada en Mein Kampf”. Si alguien duda del sentido de las palabras del ministro, hay que recordar que la población civil palestina en Gaza no tiene un lugar adonde ir y, para añadir infamia, son cientos los civiles desarmados asesinados en lugares de distribución de la insuficiente ayuda que se permite desde mayo.

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Una estrategia indefensible

Sin el agravamiento de la situación de hambruna y la estrategia deliberada y abierta que condujo a ella, es imposible entender el endurecimiento de las posiciones en Occidente. Israel no fue abandonado por sus aliados, sino que fue el Gobierno israelí el que decidió su propio aislamiento recurriendo a las peores atrocidades. El exprimer ministro israelí, Ehud Olmert, lo caracterizó con claridad hace ya más de dos meses: “Aproveché cada oportunidad [que tuve] para distinguir entre los crímenes de los que se nos acusa, que me negué a admitir, y la negligencia e indiferencia hacia las víctimas de Gaza y el insoportable coste humano que infligimos allí. Rechacé la primera acusación, admití la segunda. En las últimas semanas, ya no he podido hacerlo. Lo que estamos haciendo ahora en Gaza es una guerra devastadora: matanza indiscriminada, ilimitada, cruel y criminal de civiles. No lo hacemos por la pérdida de control en ningún sector específico, ni por un arrebato desproporcionado de algunos soldados de alguna unidad. Es el resultado de la política gubernamental, dictada de forma consciente, malvada, maliciosa e irresponsable. Sí, Israel está cometiendo crímenes de guerra”.

En ese contexto, Israel ve cada vez más debilitada su posición internacional, producto de sus propias acciones. Quienes eran aliados pasan a ser críticos y quienes eran críticos se suman a las acusaciones más serias. Brasil anunció la semana pasada que se sumaría a la acusación de genocidio promovida por Sudáfrica en la Corte Penal Internacional. Las organizaciones de derechos humanos, incluso algunas israelíes de trayectoria irreprochable, como B’Tselem, se suman a las caracterizaciones de la conducta israelí como genocidio.

Pero incluso los aliados parecen haber perdido también la paciencia. Reino Unido anunció que reconocerá al Estado de Palestina en septiembre si Israel no acuerda una tregua; Francia, Canadá y más de una docena de países lo hicieron sin esa condicionalidad. Incluso en Estados Unidos, más de la mitad de los senadores demócratas votaron favorablemente una resolución para prohibir la venta de armas ofensivas de gran poder destructivo a Israel. Apenas Donald Trump y el Partido Republicano sostienen lo que era, hasta hace poco tiempo, un fuerte consenso bipartidista; pero incluso allí, la base MAGA, plagada de antisemitas y conspiracionistas de todo calibre, ha empezado a mostrar grietas importantes. Marjorie Taylor Greene, la representante favorita de los “nacionalistas blancos”, se plegó a las acusaciones de genocidio.

El peso de las palabras

Con todo, nadie parece actuar como si se tomara en serio la caracterización de la política bélica israelí como una conducta genocida. Las rupturas de relaciones y las medidas diplomáticas más severas se concentran en países sudamericanos, muy poco relevantes para Israel. Ninguno de los países árabes que reconocieron a Israel recientemente retiró ese reconocimiento ni rompió relaciones, como tampoco lo hicieron países como Egipto y Jordania, con tratados de paz más consolidados. Ninguno de ellos aceptó recibir refugiados palestinos, con la excusa de evitar una nueva crisis de refugiados o, en el peor de los casos, una limpieza étnica: preocupaciones secundarias ante la posibilidad de salvar a las víctimas de un genocidio.

Tampoco las organizaciones humanitarias occidentales exigieron, como en otro tiempo con la crisis en Siria u otras, una política de asistencia a la población víctima de la acción militar israelí. Incluso países que se enfrentaron abiertamente a Israel, como Turquía, se cuidaron de no afectar el interés estratégico israelí, que pudo mantener fluidas sus compras de energía de Azerbaiyán.

Ninguna nación o conjunto de naciones arriesgó a sus soldados en algún intento de quebrar el bloqueo y acercar ayuda a los gazatíes. Las posturas de los actores no hacen justicia a sus acciones políticas concretas: ni sanciones materiales, ni estrategias para forzar un alivio de la situación de los palestinos de Gaza. El debate sobre la cuestión del posible genocidio no parece interesarse de ningún modo serio en intervenciones dirigidas a mejorar la desesperante situación de los palestinos de Gaza.

La larga deriva de la política israelí

Las posturas diplomáticas como el reconocimiento masivo de Palestina en Occidente, los cambios en la opinión pública estadounidense, el endurecimiento del Sur Global podrían de todos modos tener consecuencias relevantes. El Gobierno de Benjamin Netanyahu está condicionado por la política interna. Tiene allí proyectos políticos que se han vuelto de Estado, y otros coyunturales. La reocupación y asentamiento de Gaza no tiene consenso en el establishment de defensa israelí, pero para Netanyahu mantener abierta esa posibilidad es el único modo de mantenerse en el Gobierno. Los sectores más a la derecha de la coalición insistieron en ese proyecto, que ha sido abrazado por sectores de su propio partido, el Likud, y si hubiera que intentar dar un sentido a las acciones israelíes, es el más coherente con las acciones de los últimos meses, aunque su punto de llegada, el exterminio, sea —aunque cada vez menos— difícil de concebir.

Incluso antes del 7 de octubre de 2023, más de 200 palestinos habían muerto en Cisjordania ocupada a manos de las fuerzas israelíes y nueve más habían sido asesinados por colonos. Entre los muertos anteriores al ataque, Save the Children identificaba 38 menores de dieciocho años. Estos niveles de violencia no eran casuales, sino parte de un esquema de expansión de los asentamientos israelíes en los territorios palestinos ocupados, impulsado por el sector más a la derecha del gobierno ultraderechista: los ministros Itamar Ben-Gvir y Betzalel Smotrich. Sería, sin embargo, un error atribuir solo a un sector del gobierno o incluso solo al gobierno esa empresa expansiva. Entre las figuras más prominentes de la oposición a Netanyahu aparecen Naftali Bennet y Avigdor Lieberman, ellos mismos colonos ultraderechistas, aun si tienen miradas algo más pragmáticas y decentes que los aliados de Netanyahu. 

Los deberes del mundo

Los rivales centristas de Netanyahu también coinciden en anexar partes importantes de Cisjordania, además de Jerusalén Oriental. La anexión consagraría institucionalmente la que, tras casi seis décadas de ocupación, es una situación de apartheid, donde la minoría de cerca de 700 mil colonos israelíes ocupan los territorios de los palestinos que viven en verdaderos bantustanes, con un autogobierno limitado, sin contigüidad territorial y sometidos, en última instancia, a una autoridad militar israelí.

Desde el final de la Segunda Intifada, en 2005, y definitivamente desde el regreso al poder de Netanyahu, la izquierda sionista israelí, aún potente culturalmente, desapareció como proyecto de gobierno y, con ella, la disposición a un acuerdo de paz con los palestinos. Es una política de Estado que el actual gobierno extremista solo agravó y que, tras la masacre del 7 de octubre, profundizó y busca institucionalizar mientras los ojos del mundo se posan sobre Gaza. Además de institucionalizar el apartheid, sería el final definitivo de la posibilidad de una solución de dos Estados.

El reconocimiento masivo del Estado Palestino, las acciones de denuncia y el aislamiento internacional en que se encuentra el Gobierno de Netanyahu, a pesar de sus efectos módicos sobre la terrible realidad de Gaza, podrían ejercer un efecto sobre las acciones institucionales más extremas y obligar al menos a sostener, en el plano de lo posible, una negociación que devuelva la perspectiva de que un Estado palestino puede ser posible y que Israel no podrá normalizar su relación con el mundo si no abre una negociación seria. Un pobre consuelo para una situación urgente y desesperada que la presión diplomática difícilmente corrija.

Mientras mantenga a los Estados Unidos de su lado, Netanyahu puede ignorar al mundo y mantener a su país como un Estado semiparia. Profundizar la ofensiva aunque nadie crea que aquello va a acercar en modo alguno la liberación de los rehenes, continuar la matanza, administrar la asistencia de acuerdo con la presión internacional y acusar a los Estados aliados y a aquellos dispuestos a tener relaciones con un Israel normalizado, alternativamente, de promover el antisemitismo o “premiar a Hamás” con el reconocimiento palestino. No modificaría en nada una realidad cuyas únicas esperanzas aparecen afuera. No reconocer un Estado Palestino es premiar más de una década de negación de cualquier negociación de buena fe por parte del gobierno israelí y, si el parámetro de promoción del antisemitismo es cualquier acción que deslegitime al Estado de Israel, nadie hizo tanto por esa deslegitimación como el propio gobierno israelí.

Es abogado, especializado en relaciones internacionales. Hasta 2023, fue subsecretario de Asuntos Internacionales de la Secretaria de Asuntos Estratégicos de la Nación. Antes fue asesor en asuntos internacionales del Ministerio de Desarrollo Productivo. Escribió sobre diversas cuestiones relativas a la coyuntura internacional y las transformaciones del sistema productivo en medios masivos y publicaciones especializadas. Columnista en Un Mundo de Sensaciones, en Futurock.