Entretanto

Los periodos de transición, como el que vive un lote entre la demolición de una casa y la construcción de un edificio. O la adolescencia, un tiempo cada vez más largo e impreciso.

Una casa antigua, muy probablemente bella, puede que hasta esplendorosa, pero económicamente inviable en la realidad hoy existente, es demolida y reducida a escombros y eliminada de la Ciudad. En su lugar va a levantarse un edificio anodino, muy probablemente mustio, puede que hasta feo, pero económicamente provechoso en la realidad hoy existente. En Buenos Aires a esa escena asistimos cotidianamente. Habrá quienes la deploren, lamentando el pasado perdido, y habrá quienes la celebren, aprobando el progreso en curso (y habrá quienes, indiferentes, pasen y vean y sigan de largo, o pasen y no vean y sigan de largo). Habrá quienes, como en los textos iniciales de Oliverio Girondo, noten a cada paso la ciudad moderna y se alborocen; y habrá quienes, como Juan Dahlmann en “El sur” de Borges, descarten lo nuevo y busquen la ciudad “más antigua y más firme”.

El asunto es que, entre una cosa y la otra, entre la casa suprimida y el edificio que la suple, suele haber un tiempo intermedio, que bien puede no durar poco, en el que existe solamente un hueco, un vacío, una nada. Equivale en cierto modo a un baldío, aunque en verdad es una cosa distinta: un baldío es un resto pequeño de campo (si es algo amplio, se lo llama de hecho “campito”) a la espera de urbanización, mientras que esto otro se ha vaciado en un proceso de transformación de la propia ciudad como tal. Este período de indefinición y espera, aunque abarque semanas o meses, de por sí tiene un destino de olvido; será más fácil, cuando el edificio en reemplazo ya exista, evocar la casa que antes hubo, que recordar esta etapa intermedia en la que no hubo como quien dice nada.

Durante ese tiempo se ve la tierra (y no la playa que el mayo francés supuso bajo los adoquines), tierra revuelta o tierra excavada, entraña olvidada y olvidable, con restos de yuyos y de escombros; el cielo recobra espacio, lo que hubo lo tapaba un poco, lo que venga lo tapará mucho más; pero entretanto se abre espacio y se expande. En las paredes repentinamente desnudadas de las casas contiguas a la que se demolió y se quitó, quedan sus huellas, sus señales póstumas: un cuadrado de azulejos que antes fue pared de baño, un segmento de línea quebrada donde hubo una escalera, la marca gastada de un rectángulo que ya no se sabe qué fue.

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Hay un lapso de entretanto que vivimos concretamente en el espacio de la ciudad, en la realidad material de su existencia y sus transformaciones: un tiempo suspendido en espera entre lo que hubo y lo que habrá, que no termina de asumir (tampoco lo pretende) un espesor de entidad en sí mismo. Pero, ¿no hay acaso períodos enteros de la historia que transcurren más o menos así: definidos menos por lo que son capaces de contener que por su función de separación entre una etapa y otra? En la historia argentina, por ejemplo, ¿no fueron un poco así los años que transcurrieron entre la Revolución de Mayo de 1810 y la Declaración de Independencia de julio de 1816, aunque el himno nacional se creó y se estrenó en ese lapso, aunque en ese lapso la Asamblea del Año XIII declaró la libertad de vientres; no fue más que nada un tiempo de espera y enlace entre la colonia que ya no era y la nación independiente que todavía no era? En la historia política, por ejemplo, ¿no se refirió Antonio Gramsci a que hay un tiempo en el que “lo viejo está muriendo y lo nuevo no acaba de nacer”? ¿No estableció León Trotsky un “programa de transición” para un tiempo de transición justamente, un tiempo que no se constituye sino en el estar entre una cosa y la otra? Y en la literatura, para el caso, ¿no está tramado en cierta manera así el tiempo de espera de Esperando a Godot de Beckett? ¿No es ése el tiempo del campesino de “Ante la ley” de Kafka? Y entre nosotros, en vena gauchesca, ¿no terminan siendo eso los siete años que separan la “Ida” y la “Vuelta” de Martín Fierro, el tiempo que pasó entre los indios, entre el “adentro” de la tierra adentro y el “afuera” de un afuera del texto?

En las vidas personales hay también períodos así, inscriptos en escenas cotidianas o en experiencias finalmente comunes: desde los días o semanas o meses de departamento prestado de quien acaba de separarse, hasta que consigue un lugar donde establecerse y recomenzar; hasta los brevísimos y larguísimos segundos de los viajes en ascensor, que en trayectos a pisos altos hasta pueden rozar el minuto, y en los que convencionalmente, y no por casualidad, de lo que suele hablarse es casi siempre del tiempo. Pero hay además en las vidas comunes una edad determinada a la que solía asignarse ese mismo tenor de transición: de traspaso entre dos edades en cierta forma más consistentes. Primero, la infancia; más adelante, la juventud. Y entre las dos cosas, como intermezzo, la adolescencia. Ese tiempo de enlace abarcaba aproximadamente desde los doce o trece años hasta los diecisiete o dieciocho. Alguna vez se significó todo esto como un paso del pantalón corto al pantalón largo; en la religión judía, con un ritual tan relevante como el bar mitzvah; el colegio secundario sirve también para dar un marco cronológico al período. Una edad en la que el cuerpo cambia, cambia mucho y cambia rápido, con todas las consecuencias que semejante cosa puede llegar a acarrear.

No hay, con todo, un punto exacto, bien definido, una edad precisa, un mojón fijo; es más bien una transición, un período de transición, más o menos arduo y más o menos duradero, con eventuales jalones en el cuerpo, pero una transición al fin. De ese modo narraron, por lo pronto, el final de la infancia, tanto Walter Benjamin como Julio Cortázar: Benjamin en “El despertar del sexo”, de Infancia en Berlín hacia 1900; Cortázar en “El otro cielo”, de Todos los fuegos el fuego. La infancia no se acabó todavía, pero algo nuevo empieza a nacer. Benjamin lo inscribe en la ciudad y en los modos de recorrerla. Empezando por los paseos con la madre, tan propios de la infancia; siguiendo por un sutil ensayo de desacompasamiento, para aprender a desprenderse del paso de la madre; hasta por fin largarse solo, en una aventura de exploración urbana, que termina en el barrio de las prostitutas: las calles en las que la propia ciudad revela que el sexo existe y que, al igual que esas calles, esas mujeres, que son “mujeres de la calle” precisamente, están ahora al alcance.

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El cuento de Cortázar transcurre en los pasajes (de Buenos Aires y de París), lo que lo vuelve obviamente benjaminiano. Y es en la Galería Güemes donde el narrador, que tiene todavía la cara de un nene, pero también un cuerpo que está dejando de ser de un nene, que lleva todavía caramelos en los bolsillos, pero ya está al tanto de la existencia de revistas con fotos de mujeres desnudas, se asoma tenuemente a vislumbrar los pisos superiores de la galería, donde, retraído pero intrigado, sabe bien que están los sitios donde las prostitutas esperan. Es un cielo, un paraíso tan fantaseado como real, que traspasará al adulto proyectado a un “otro cielo”, el de París (y en París otra galería, y en esa galería, una bohardilla en la parte alta).

De los pantalones cortos a los pantalones largos, de la infancia a la juventud; y entretanto: la adolescencia. Edad conflictiva en la que el cuerpo se desacomoda especialmente, en el mundo y consigo mismo, y en el que la sexualidad, que nunca es simple, se complica mucho más. Edad también de inhibiciones, y en el vaivén de compensación de esas mismas inhibiciones, de eventuales raptos de agresividad, agresividad a menudo colectiva, de varios contra uno solo, más débil por definición. Edad de rebeldías vacuas, más gestuales que otra cosa, a la espera de un fundamento que, llegado el caso, de mantenerse, puedan darle consistencia.

Pero la adolescencia ha dejado de ser, desde hace tiempo, un tramo de pasaje entre la infancia y la juventud, para cobrar un espesor más propio, cualidades específicas, coordenadas reconocibles, un espacio de identidad (y no tan sólo, como antes se la concebía, de crisis de identidad). Ya no transcurre apenas entre el niño que se ha dejado de ser (y un poco todavía es) y el joven que aún no se es (pero se está empezando a ser), sino que alcanza a constituir algo que en efecto se es, que reconocidamente se es, que cabe afirmar como identidad por endeble que ésta sea (porque se afirma, llegado el caso, como una identidad de lo endeble). Por otra parte, y acaso en razón de esto mismo, el tiempo de su duración se ha acrecentado visiblemente. Una ansiedad de adolescencia propende a adelantarla en la infancia; pero además, y sobre todo, se prolonga cada vez más en las edades, más allá de los diecisiete o los dieciocho, más allá de los veinte o los veintipico, con algunas marcas registradas incluso alrededor de los treinta, con algunas marcas registradas incluso más allá de los treinta.

Y entonces el bullying pavote pero encarnizado del todos contra uno aparece donde antes no estaba. Y la rebeldía sin causa (sin causa pero con consecuencias) del que sobreactúa desplantes aparece donde antes no estaba. Y la enunciación espasmódica de agresividad, producto de la inseguridad y de un rencor mal elaborado, aparece donde antes no estaba. Y una relación especialmente enredada, enroscada, enturbiada, con el mundo (nunca simple) de la sexualidad aparece donde antes no estaba. Etcétera.

Aparece donde no estaba.

Por ejemplo: en el Estado. En el aparato de poder del Estado. En la maquinaria de represión del Estado. Con la fuerza de daño del Estado.

Es una etapa. Ya pasará. Lo pesado es el entretanto.

Otras lecturas:

Nació en Buenos Aires en enero de 1967. Enseña Teoría Literaria en la Universidad de Buenos Aires y Narrativa Argentina en la Universidad Nacional de las Artes. Su último ensayo publicado es ¿Hola? Un requiem para el teléfono. Su última novela publicada es Confesión. Su último libro de cuentos publicado es Desvelos de verano.