Elon Musk o la redefinición del capitalismo corporativo

La canonización del empresario en Tesla dejó en evidencia que hay leyes que no se cumplen cuando hay culto.

Elon Musk no ganó una votación. Ganó una canonización. Con tres cuartas partes de los accionistas de Tesla a su favor, el hombre que vende autos eléctricos y sueños espaciales logró la revalidación de un paquete de compensación de un billón de dólares (un trillón gringos), el mayor en la historia de la empresa moderna. En cualquier otra compañía, semejante cifra habría sido un escándalo. En el ecosistema Musk, es apenas un recordatorio de que las leyes normales del capitalismo no aplican cuando el CEO también es su propio culto.

El acuerdo, concebido en 2018 y ahora bendecido de nuevo, no paga un centavo en efectivo. Los hitos que Musk debe alcanzar durante la próxima década incluyen:

  • Entregar 20 millones de vehículos Tesla y un millón de robots.
  • Obtener 10 millones de suscripciones a la función de conducción autónoma completa (Full Self-Driving).
  • Poner en operación comercial un millón de vehículos Robotaxi autónomos.
  • Alcanzar hasta US$400 mil millones en beneficios operativos principales.
  • Elevar eventualmente la valoración total de Tesla a US$8,5 billones, desde los US$1,4 billones actuales.

Durante los diez años que cubre el plan, Musk no recibirá salario ni bono alguno. En resumen: Musk solo cobra si Tesla se convierte en la empresa más valiosa y rentable del planeta. El paquete convierte a Musk en una apuesta viva: cuanto más improbable la meta, mayor la devoción de quienes creen que puede lograrla.

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El argumento oficial fue la eficiencia. El real, la fe. La junta de Tesla advirtió que, sin este plan, Musk podría marcharse, llevándo consigo buena parte del valor de mercado. 

Un síntoma de época

Musk celebró la votación con un evento más parecido a un mitin que a una asamblea de accionistas: luces azules, robots danzantes, promesas de una economía “100 veces más grande” gracias a la IA. El capitalismo se volvió espectáculo, y la gobernanza, una coreografía.

La votación no sólo aprueba un pago; aprueba una cosmología: la idea de que la innovación justifica cualquier exceso, incluso el de premiar con un trillón de dólares a quien ya es el hombre más rico del mundo.

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En la práctica, Tesla institucionalizó lo que muchos CEO sueñan: un sistema en el que la autoridad sustituye la accountability. El capital, que solía temer la concentración de poder, ahora la celebra, siempre que venga envuelta en el aura de la genialidad. Musk no dirige una empresa; preside un culto. Y el mensaje de esta votación es inequívoco: en el capitalismo contemporáneo, el mérito ha sido reemplazado por la devoción. Los accionistas no votaron por un plan de compensación. Votaron por una fe.

Fe medieval

Hay algo casi medieval en el espectáculo de Elon Musk y su paquete de compensación de un billón de dólares. No tanto por el tamaño de la suma, que asombra a cualquiera, sino por la lógica que la sostiene: la idea de que la empresa más valiosa del mundo en autos eléctricos no podría existir sin la voluntad de un solo hombre. En pleno siglo XXI, en el corazón del capitalismo tecnológico, Tesla parece gobernada como un feudo.

El mayor fondo soberano del planeta, el de Noruega, votó en contra del pago, alarmado por su desmesura y por lo que en la jerga de gobierno corporativo se llama key person risk: la dependencia casi existencial de una sola persona. No es una objeción menor. En teoría, las corporaciones modernas se diseñaron precisamente para evitar eso: para que las empresas no murieran con sus fundadores, para que la innovación fuera un proceso, no un acto de genio personal.

Pero Musk ha invertido la lógica. Tesla es, a los ojos del mercado, un proxy de su personalidad: su audacia, su imprevisibilidad, su talento y su ego. Por eso pudo amenazar con irse si los accionistas no aprobaban su paquete y ser tomado en serio. No porque falte talento alternativo en Silicon Valley, sino porque la compañía ha hecho del mito Musk su ventaja competitiva.

Un riesgo demasiado rico

El problema, claro, es qué pasa cuando el mito se convierte en riesgo. Los inversores institucionales lo saben: los dioses son volátiles. Musk puede inspirar, pero también distraer; puede crear valor, pero también destruirlo en 280 caracteres. Un estudio de Yale publicado el mes pasado concluyó que su retórica divisiva y sus vínculos con la extrema derecha le costaron a Tesla alrededor de un millón de ventas de vehículos entre la adquisición de Twitter en 2022 y abril de este año. Aun así, Tesla ha permitido que la ecuación “Musk = Tesla” se convierta en una profecía autocumplida. Y ahora no puede deshacerla sin desatar un pánico en el mercado.

El dilema para los accionistas noruegos, californianos o de cualquier fondo de pensión que administre dinero real —no narrativas— era profundo. Si votaban en contra podían provocar la salida del hombre que encarna la visión de Tesla. Si votaban a favor institucionalizaban la excepción: que las reglas del capitalismo no aplican a los genios. Es el tipo de elección que define una época.

Más que un salario

Porque detrás del caso Musk se juega algo más que un salario. Se juega la tensión entre la lógica republicana de la empresa moderna (la rendición de cuentas, la sucesión, la división de funciones) y el retorno del carisma personal como fuente de poder económico. El capitalismo, que alguna vez se jactó de haber matado al héroe romántico, parece incapaz de vivir sin él.

Y así, la mayor empresa de autos eléctricos del mundo se enfrenta al mismo dilema que cualquier monarquía: cómo garantizar la continuidad sin el monarca. El riesgo no es que Elon Musk gane demasiado, sino que Tesla descubra demasiado tarde cuánto le cuesta depender de un solo hombre.

Foto de portada: Depositphoto

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Estudió relaciones internacionales en la Argentina y el Reino Unido; es profesor en la Universidad de San Andrés, investigador del CONICET y le apasiona la intersección entre geopolítica, cambio climático y capitalismo global.