El sacramento de la igualdad entre los hombres y las mujeres

Un miércoles de 1946 el Senado argentino le dio media sanción al proyecto de ley que permitió a las mujeres votar y ser votadas. Se abrió, desde entonces, una era de reconocimiento de derechos que, aún incompleta, resulta radicalmente distinta.

El 21 de agosto de 1946 el Senado argentino le dio media sanción al proyecto de ley que reconocía los derechos políticos de las mujeres.

Faltaba todavía más de un año para que el proyecto se convirtiera en ley. El incipiente movimiento peronista había ganado las elecciones en febrero y asumió el gobierno en junio. Salvo en Corrientes, había triunfado en todas las provincias argentinas lo que le daba la mayoría absoluta del Senado (28 senadores sobre 30).

El día acordado para la sesión plenaria fue el miércoles 21 de agosto. De los muchos proyectos presentados llegaron dos a la sesión plenaria, de los que se desprende el despacho de comisión. El primero, que lleva la firma de los senadores Ramella, Molinari y Saadi, dice en su artículo 1°: “las mujeres argentinas tendrán los mismos derechos políticos y estarán sujetas a las mismas obligaciones que les acuerda o impone las leyes a los varones argentinos”. El segundo tiene solo la firma del senador mendocino Lorenzo Soler, ex radical devenido dirigente peronista, y cuenta con una particularidad. Simplemente iguala todos los derechos: “desde la promulgación de la presente ley la mujer queda igualada al hombre con todos sus derechos y deberes, vale decir, los políticos, económicos, sociales y humanos que acuerda a éste, la Constitución y las leyes argentinas”. Finalmente prevalece la primera versión.

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Tras la lectura del despacho de comisión pide la palabra el senador Armando Antilla. Dirigente surgido del yrigoyenismo –cuenta Félix Luna en el libro El 45– Antilla es nada menos que el delegado de Perón ante Farrell en los hechos ocurridos el 17 de octubre del año anterior. El senador aclara que su firma no figura en el despacho de comisión, pese a estar de acuerdo en general, porque el tema es demasiado trascendente para resolverse tan rápido. Pide pasar el tratamiento de la cuestión al miércoles siguiente, para hacerse una mejor idea. Cuenta, en su intervención, que ha hablado con algunos senadores sobre los antecedentes y resultados de una legislación similar en San Juan.

Era cierto. Bajo el gobierno de Sarmiento, en 1862, San Juan habilitó el voto femenino para los cargos municipales. Una década después, el derecho al voto en el ámbito local (y con varias restricciones que terminaron por ampliar el voto solo a un sector social de las mujeres, como cuenta Deborah Solar en este trabajo) se incluyó el voto femenino municipal en la reforma constitucional que impulsaron los jóvenes liberales conocidos como “Los Regeneradores”. En 1927, una nueva reforma lo habilitó a nivel provincial y un año después las mujeres sanjuaninas fueron las primeras del país en poder elegir a su gobernador. Las mujeres habían conseguido el derecho a participar y lo aprovecharon. En esa primera elección votó el 84% de las mujeres empadronadas, contra el 70% de los varones.

Pero volvamos a 1946. Estamos en el recinto del Senado. Soler le pide amablemente a Antille –porque, dice, conoce su espíritu progresista y sus escrúpulos morales– que retire la moción de postergar el tratamiento a la semana siguiente. Antille insiste: acuerda con el proyecto pero necesita escuchar más argumentos, pues no ha podido participar de las reuniones de comisión. Se vota una moción para tratar el tema ese día pero votarlo la semana siguiente. Resulta afirmativa y la sesión continúa.

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El senador Pablo Antonio Ramella, representante de San Juan, es uno de los firmantes del proyecto y pide la palabra para responder la inquietud sobre la experiencia sanjuanina. El voto de la mujer, argumenta, no fue ni mejor ni peor que el voto de los hombres. Aplausos en las galerías, dice la versión taquigráfica que pueden ver aquí. Los principales defectos, cuenta, provinieron por una defectuosa estructuración del régimen electoral, que previó un solo empadronamiento cada cuatro años, lo que provocó perturbaciones de orden político en la provincia. Nada tuvo que ver la inclusión de las mujeres.

Si Argentina había sido relativamente innovador, respecto de sus vecinos, en la implementación del sufragio universal (entendido como adulto y masculino) a principios del siglo XX, luego se había ralentizado en expandirlo hacia la otra mitad de la población, para volverlo verdaderamente universal. Entre 1929 y 1946 el derecho al voto de las mujeres se estableció en Ecuador, Brasil, Uruguay, Cuba, El Salvador, República Dominicana, Panamá y Guatemala. Había antecedentes también en el país. Además de San Juan, la constitución santafesina había incorporado el voto femenino en las municipales en la reforma de 1921. La falta de avance tenía responsabilidades compartidas. Como relató uno de los senadores intervinientes, desde 1919 se habían presentado casi todos los años en los que el Congreso estuvo abierto iniciativas similares para conseguirlo. Ninguna logró avanzar. Como dice Dora Barrancos en Ciudadanía femenina en la Argentina. Debates e iniciativas en las primeras décadas del Siglo XX: “Las prevenciones se originaron en los mismos sectores liberales de manera tal que la sociedad argentina pro modernizante y liberal, retardatarios y progresistas comparten la responsabilidad por la rémora en materia de derechos políticos femeninos”.

La voz de las mujeres en el recinto, por razones obvias, no está. Es un grupo de hombres decidiendo sobre el derecho de las mujeres a votar. Y aquí entra una cuestión tan trascendente como el derecho al voto: el derecho a ser votadas. A constituirse en representantes. Es el senador Soler el que, haciendo un repaso de los proyectos que anteriormente habían naufragado, trae el nombre de quienes habían luchado por ese reconocimiento. Menciona a Elvira Rawson, a Emilia Salza, a Alfonsina Storni, a Rosa Bazán de Cámara, a Julieta Lanteri, a Alicia Moreau de Justo, entre otras, de una larga lista de mujeres sufragistas que sentaron las bases de lo que ese día está comenzando a aprobarse. Recuerda que el año anterior se realizó una asamblea para solicitar el voto de la mujer en la Cámara de Diputados. Y allí fue –le hizo notar Rosa Bazán de Cámara– la primera vez que la mujer argentina entró al recinto de los legisladores, hizo uso de la palabra y fue escuchada. Ella misma pronunció el discurso que Soler, en su intervención, reproduce: “Hoy las mujeres argentinas, las que trabajamos y sabemos del dolor y de las lágrimas, pedimos y exigimos el único medio por el cual podemos con derecho propio llevar al corazón del pueblo una promesa de ternura y de consuelo, el derecho al sufragio femenino por el que desde hace cuarenta años viene luchándose en este país, germinando en el alma grande y heroica de las mujeres de alta calidad espiritual”. Las mujeres argentinas, asegura Soler, aspiran a un poco de igualdad con el hombre. Y es allí donde nos vamos a detener por hoy. En la igualdad.

¿Son iguales las mujeres a los hombres? Le escaparemos a la pregunta. La respuesta es imposible, lo que se dice en este debate –visto desde hoy– es insólito. Por suerte el tema no está presente en abstracto sino en una cuestión muy concreta. Los senadores, después de escucharse, acuerdan en la necesidad de votar ese mismo día. Convocan entonces a Antille, el senador que había presentado la moción para posponer la votación, y le piden que la retire. Éste vuelve al recinto y expresa que todavía tiene algunas dudas que quisiera disipar con el miembro informante, con Soler. Se refiere específicamente al artículo 1° que equipara los derechos políticos de la mujer a los del hombre. “Nuestra Constitución exige en su artículo 74° que el presidente de la República debe ser un ciudadano. Si la equiparación es absoluta, tendríamos la posibilidad de que una mujer fuera presidente de la República contra lo que dispone, en mi concepto, la Constitución”. El artículo en cuestión dice: “El Poder Ejecutivo de la Nación será desempeñado por un ciudadano con el título presidente de la Nación argentina”. La discusión entonces ya no es quién puede votar sino quién es ciudadano. ¿Puede una mujer ser un ciudadano? Y aquí –atención, nadie se asuste– las palabras y el género de las mismas importa. En 1946, en un Congreso compuesto sólo por varones, ya importa.

El senador Ramella toma la palabra. “Yo entiendo que en el texto constitucional, al emplearse las expresiones en género masculino, lo ha sido por una razón gramatical, porque siempre –y como también parece que la gramática la han hecho los hombres– se indica a los seres por el sexo masculino y no por el femenino”. Aporta el senador Molinari los casos de EE.UU. e Inglaterra, donde los vocablos de las leyes fundamentales “debieron admitir, andando en el tiempo, una realidad que se impuso”. La mujer tenía igual condición civil que el hombre. Para ello, la Suprema Corte norteamericana, explica Molinari, aclaró cuando fue necesario y sigue aclarando cada vez que lo es, que “siempre que se emplea el género masculino no quiere decir que se refiere únicamente a los hombres, sin que por vía de dicción gramatical comprende tanto a los hombres como a las mujeres”. Así, concluyen los senadores, puede una mujer ser presidente de la República.

–Y vicepresidente y presidir nuestros debates desde el sitial que ocupa hoy el doctor Quijano –les ¿advierte? Antille.

El diálogo es maravilloso, lo reproduzco:

Sr. Ramella: Considero que no habría ninguna dificultad de orden práctico en eso, debido a que la historia nos ha dado suficientes ejemplos de mujeres que han estado al frente de Estados en épocas pretéritas; por ejemplo, Isabel la Católica.

Sr. Antille: En los imperios, pero no en las repúblicas.

Sr. Ramella: Tenemos los ejemplos de Isabel la Católica, Catalina de Rusia, María Teresa de Austria, todas, grandes mujeres y grandes conductoras de sus pueblos. De manera, pues, que no veo la dificultad para que surgiera una mujer como presidente de la República, posibilidad que en el hecho considero muy remota.

Finalmente cede. Antille dice que prescindirá de la argumentación, con la que sigue en desacuerdo, pero votará afirmativo porque entiende que las leyes “han de venir a realizarse cuando la preparación social les haya dado la germinación necesaria. El mundo evoluciona, y las leyes son una expresión de la evolución”. Retira su moción y deja el terreno libre para que ese mismo día se le otorgue media sanción al proyecto.

No desde ese día pero sí desde su sanción definitiva, en septiembre de 1947, se produce en la Argentina un hecho históricamente subestimado, reivindicado parcialmente. No podemos avanzar más si no mencionamos el corazón de toda esta cuestión. La variable que explica por qué todos los intentos anteriores no tuvieron éxito y ahora el proyecto que se aprobó tiene nombre y apellido. Se llama María Eva Duarte de Perón. Pueden leer sobre su rol en Eva y las mujeres, el libro de Julia Rosemberg, y ahí está todo, para qué redundar.

Subestimado el hecho, decimos para terminar, porque a partir de esta verdadera universalización del voto la Argentina ingresa en un mundo nuevo. La noción de que la ampliación del sufragio es apenas una cadena de incorporaciones (primero los hombres, luego las mujeres, los extranjeros residentes, los jóvenes y así) desconoce una característica particular del sufragio universal que define Pierre Rosanvallon en su bellísima historia del voto en Francia (La consagración del ciudadano, se llama, y es bibliografía obligatoria para vivir): “La igualdad política acerca y anula lo más distinto que existe entre los hombres: el saber y el poder. Es la forma de igualdad más artificial y a la vez más ejemplar. No se manifiesta ni en las categorías de la justicia distributiva, ni en las de justicia conmutativa. El sufragio universal es una especie de sacramento de la igualdad entre los hombres”.

El sufragio no es un derecho más en una cadena de derechos, dice nuestro amigo, porque el derecho al sufragio produce a la propia sociedad. Y la introducción de la idea del sufragio universal produce un tipo de sociedad en la que la equivalencia entre los individuos constituye la relación social. Uno de los senadores lo dice: el voto de la mujer ya estaba representando, era el voto del hombre que representaba el voto de su familia, que ya incluía la opinión de la mujer y de sus hijos. Pero ahora la mujer sale, trabaja, tiene una autonomía en el espacio público que merece su representación. Está bien. Pero se equivoca (se queda corto, diremos para ser amables). El sufragio universal marca la entrada definitiva en el mundo de los individuos, es una ruptura radical, un punto de no retorno con lo anterior. La igualdad política entre los hombres sólo es concebible, dice Rosanvallon, en la perspectiva de un individualismo radical, no se puede acomodar en una organización jerárquica o diferenciada de lo social.

Se ha referido, en este último párrafo, siempre a los hombres. Diremos, para que todo cierre de buena manera, que, por vía de dicción gramatical, el sufragio universal es una especie de sacramento de la igualdad entre los hombres y las mujeres.

En Argentina, desde apenas el año 1947.

Es politólogo de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Nació en Olavarría, una metrópoli del centro de la provincia de Buenos Aires. Vio muchas veces Gladiador.