El reino del medio: el acuerdo entre Milei y Trump, un registro moderno del tributo
Lo que se negocia no es tanto el acceso al mercado, sino el reconocimiento práctico de que el socio entiende quién tiene capacidad de daño. Una “reciprocidad” desigual.
Durante casi seis siglos, desde la dinastía Ming (1368–1644) hasta buena parte de la Qing (1644–1912), Asia oriental funcionó bajo un orden que hoy nos resulta exótico, pero cuyos ecos empiezan a sentirse otra vez. El llamado sistema tributario chino no era un dispositivo comercial en el sentido contemporáneo, sino un mecanismo político envuelto en ritual. Los reinos vecinos enviaban misiones a Pekín con obsequios simbólicos, realizaban el célebre kowtow (arrodillarse e inclinarse lo suficiente como para tocar el suelo con la cabeza) ante el “Hijo del Cielo” y reconocían explícitamente la supremacía del Reino del Medio.
A cambio, recibían algo mucho más sustantivo: acceso preferente al mayor mercado de la región, protección diplomática y un flujo comercial estable que, en muchos casos, beneficiaba más al vasallo que al imperio. Lo esencial no era el valor del tributo, sino lo que ese gesto decía del orden: la economía reforzaba la jerarquía, no la cuestionaba.
Salvando distancias históricas y geográficas, hay algo de esa lógica que reaparece en la política comercial de Donald Trump. Sus acuerdos recientes con Vietnam, el Reino Unido, Japón o la Unión Europea no se parecen a los tratados amplios y simétricos de la era del libre comercio. Son más bien pactos de acomodamiento. Washington impone una tarifa punitiva, establece un costo creíble por no alinearse y luego ofrece retirarla si el socio ajusta su propia política. Lo que se negocia no es tanto el acceso al mercado, sino el reconocimiento práctico de que el socio entiende quién tiene capacidad de daño. En el sistema tributario, el vasallo mostraba deferencia para mantener acceso al mercado chino; en 2025, los socios de Estados Unidos ajustan su política arancelaria para conservar acceso al mercado estadounidense.
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Pero la Casa Blanca va más allá de ese mecanismo. El anuncio de la semana pasada, que la Administración presentó como “acuerdos históricos”, abre un nuevo capítulo. Los acuerdos con El Salvador, Argentina, Ecuador y Guatemala están llenos de concesiones técnicas (desde estándares sanitarios hasta propiedad intelectual, desde flujos de datos hasta medidas ambientales), pero su lógica estructural es otra: Estados Unidos otorga acceso a cambio de alineamiento, no de reciprocidad real.
Agenda de reciprocidad
El Salvador debe aceptar vehículos fabricados según normas estadounidenses y simplificar certificaciones sanitarias. Argentina se compromete a reformar su régimen de propiedad intelectual para satisfacer objeciones de Washington. Guatemala debe abstenerse de gravar servicios digitales y garantizar la libre circulación de datos, algo que la propia economía estadounidense no siempre practica de manera simétrica. Ecuador promete desmontar un sistema de bandas arancelarias que llevaba años irritando a los exportadores estadounidenses.
Todo ello se presenta como una agenda de “reciprocidad”, pero el contenido revela algo más cercano a un registro moderno del tributo: pequeñas economías que ajustan normas, disciplinas y estándares para asegurar acceso estable al mercado más grande del hemisferio. Los beneficios para Estados Unidos (para sus agricultores, fabricantes y plataformas digitales) son directos y cuantificables. La deferencia de sus socios, menos explícita que el kowtow, es no obstante reconocible.
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SumateLo notable no es la asimetría, que siempre existió, sino su normalización. La política comercial deja de pretender que organiza la interdependencia y admite abiertamente que administra la jerarquía. Se abandona la arquitectura ambiciosa del pasado, con sus capítulos regulatorios y sus promesas de convergencia, y se adopta una forma más transaccional: acuerdos livianos, susceptibles de renegociación continua, donde el incentivo no es la integración sino evitar el castigo y entrar en la órbita del Reino del Medio.
En ese sentido, Trump no está inventando un nuevo orden: está redescubriendo un orden muy antiguo. El comercio vuelve a parecerse menos a un tratado entre iguales que a una coreografía de poder, donde el centro confirma quién accede a sus beneficios y la periferia compite por no perderlos. Y en un mundo que se reconfigura en torno a esferas de influencia, ese retorno a lo premoderno puede resultar menos anómalo de lo que parece.
El nuevo orden
En este nuevo orden, no es difícil entender por qué Javier Milei puede sentir que la ecuación le cierra. En apariencia, Argentina está haciendo concesiones: flexibiliza estándares regulatorios, ajusta propiedad intelectual, promete mayor alineamiento diplomático. Pero desde la lógica tributaria, donde la moneda real es el reconocimiento del centro, Milei cree estar recibiendo más de lo que cede. Lo que percibe a cambio es un paquete de beneficios que, para un gobierno con limitaciones fiscales crónicas y una economía en permanente estrés, vale más que cualquier capítulo técnico de un acuerdo comercial: mayor fluidez en los swaps, respaldo informal de Washington en el mercado cambiario, la consagración simbólica como aliado estratégico en un hemisferio reordenado y un renovado interés de empresas estadounidenses por invertir en sectores críticos de la Argentina.
En otras palabras, Milei no ve estas concesiones como pérdidas, sino como el costo de entrada a un club que él considera superior. Y desde su perspectiva, eso es precisamente lo que hacía el sistema tributario chino: ofrecer más al vasallo de lo que costaba su tributo, siempre y cuando éste confirmara su lugar en la jerarquía. En 2025, Argentina no se inclina ante un emperador, pero actúa con la misma lógica: aceptar reglas ajenas a cambio de un acceso financiero, político y reputacional que percibe como invaluable.
Cuatro anillos
Pero hay mucho más en la estrategia exterior de Milei. Transcurridos casi dos años de su gestión, su política exterior ya no se percibe como un mosaico de gestos aislados, sino como una arquitectura pensada en anillos concéntricos, como esos diagramas que en la antigüedad explicaban el cosmos partiendo de un centro innegociable. En el corazón de ese esquema está Trump. Todo lo demás, las alianzas, los silencios, las giras, los acuerdos comerciales y hasta los giros diplomáticos (desde el voto en Naciones Unidas hasta la ausencia en el G20), se ordena en función de ese núcleo. Es la elección más explícita que hizo un presidente argentino desde la Guerra Fría: no Occidente como comunidad de valores, sino Trump como centro de gravedad.
El segundo anillo lo ocupan los amigos de la derecha global, una constelación que incluye a Meloni, Orbán, Bukele y Bolsonaro. No forman un bloque coherente (sería una exageración incluso llamarlos “coalición”), pero sí comparten el rechazo a lo que consideran la decadencia liberal del sistema internacional. Todos ellos, a su modo, practican la política como corrección moral: restaurar la autoridad, castigar el desorden, desestimar los escrúpulos del pluralismo. Para Milei, este grupo funciona como escudo simbólico: si la política mundial se fragmenta en tribus, conviene alinearse con las que más se parecen a su propio proyecto ideológico.
Más afuera aparece un tercer anillo, quizás el más curioso: el del capitalismo occidental en su versión más rupturista. Musk, OpenAI y el ecosistema tecnológico que se piensa a sí mismo como vanguardia de un nuevo orden económico y al que le gusta “romper las cosas y moverse rápido”, como se vendía Meta unos años atrás. No es que Milei comparta todos sus dogmas tecnológicos; lo que busca es otra cosa: conexión directa con los actores que dictan el ritmo de la innovación y que, en esta etapa, funcionan como legitimadores privados del dinamismo público. Lo que antes proveía el FMI (credibilidad macroeconómica) hoy lo otorgan, en el imaginario de Milei, los hombres que creen estar inventando el futuro. En un tiempo de desconfianza hacia las instituciones públicas, recibir la bendición de Silicon Valley equivale a pertenecer a un club sin fronteras.
Finalmente, en la periferia aparece un cuarto anillo: la Unión Europea y la OCDE. Lejos de ser el eje de la estrategia, juegan un rol más sutil: certifican. Son el organismo notarial de Occidente. La accesión a la OCDE y el impulso al acuerdo Mercosur-UE no expresan una vocación institucionalista, sino algo más instrumental: se usan como sellos de calidad que hacen más presentable la apuesta por el anillo interior. Son, por decirlo con delicadeza, la fachada multilateral que vuelve respetable una estrategia esencialmente unilateralista.
En el centro, el líder
Este diseño tiene una lógica austera y casi geométrica. En el centro está el líder capaz de redefinir a Estados Unidos en términos preliberales como la jerarquía, la transacción y las esferas de influencia. El segundo círculo está integrado por quienes ya gobiernan o aspiran a gobernar bajo esa sensibilidad. En el tercero, quienes moldean la economía del siglo XXI sin necesidad de pedir permiso político. Y en el cuarto, la institucionalidad occidental que funciona como garantía, incluso cuando sus valores ya no ordenan el sistema.
Para Milei, estos anillos no compiten: se refuerzan mutuamente. Trump provee la gravitación; sus aliados ideológicos, la afinidad tribal; los tecnólogos, la respetabilidad empresarial; la UE y la OCDE, la validación formal. Lo notable es que esta arquitectura no es una defensa del orden occidental, sino la aceptación tácita de que ese orden cambió: ya no es liberal, ni multilateral, ni igualitario. Es un orden con centro, como el de los viejos sistemas tributarios, donde ubicarse cerca del núcleo importa más que cualquier compromiso institucional.
En un Sur Global que se volvió experto en el arte del acomodamiento, la apuesta de Milei es radical porque va contra la corriente dominante. La mayoría de los países del mundo en desarrollo, desde India hasta Indonesia, desde Brasil hasta Sudáfrica, adoptaron una diplomacia de pragmatismo distribuido: un pie en China, otro en Estados Unidos, un canal con la Unión Europea, dos o tres acuerdos con actores del Golfo. Es el multi-alineamiento como estrategia de supervivencia en un mundo sin centro claro.
Milei, en cambio, está haciendo algo distinto. No está eligiendo el “Occidente” del orden liberal (el de la OTAN, la UE y la arquitectura multilateral que, de todos modos, hoy está en retroceso) sino una versión posliberal de Occidente cuyo arquitecto es Trump. Ese Occidente no se basa en normas, sino en zonas de influencia; no en instituciones, sino en transacciones; no en legitimidad, sino en capacidad de daño. Es, en cierto modo, el Reino del Medio que Trump intenta construir partiendo del hemisferio.
La apuesta, entonces, no es por un lugar en el mundo, sino por un lugar en torno a alguien. Es, en cierto modo, la lectura de un país que siente que ya no puede moldear el sistema, pero sí elegir la órbita correcta mientras el sistema se reconfigura. Es arriesgado, sí. Pero como todas las apuestas verdaderamente ideológicas, Milei la considera preferible a la prudencia y al gradualismo. En un mundo de realineamientos, él ya eligió su centro.