El incidente de la bandera croata y la amistad interrumpida de dos grandes: Petrović y Divac

El mundial de básquet en Argentina es la oportunidad ideal para mostrar un país unido. Pero un pequeño episodio lo arruinará todo.

El 19 de agosto de 1990, Yugoslavia le ganó a la Unión Soviética la final del mundial de básquet en Buenos Aires, Argentina. El partido es cómodo y la victoria yugoslava es contundente: 95 a 72. Todo está dado para que la selección cumpla tanto su objetivo deportivo como político. Ganar el mundial y mostrar una Yugoslavia unida al inicio del proceso de su desintegración. Pero un pequeño gran episodio lo arruinará todo. 

Nadie podía saber lo que se avecinaba en Yugoslavia, pero nadie podía obviarlo. Las cinco repúblicas federadas (Bosnia-Herzegovina, Croacia, Eslovenia, Macedonia, Montenegro y Serbia) y las dos provincias autónomas (Kosova y la Vojvodina) experimentaban tensiones y un resquebrajamiento desde principios de los ´80, cuando murió su ideólogo y sostén: el mariscal Josip Broz Tito. Desde entonces, la federación entró en una profunda crisis que atravesó toda la década.  

La caída del Muro de Berlín y la disolución del bloque soviético no iban sino a contribuir a la desintegración yugoslava. En enero de 1990, la disolución de la Liga de los Comunistas, el principal bloque político que mantenía unida a la federación, fue el síntoma explícito de un problema que se arrastraba desde muchos antes. El debate sobre continuar el modelo central o ir hacia una confederación de repúblicas –como proponían Bosnia-Herzegovina, Croacia, Eslovenia y Macedonia– se empantanó hasta dar lugar a un empate que pronto resultaría catastrófico. 

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El mundial de básquet se presentaba como una oportunidad para sostener aquella idea de unidad. La selección era una representación del conglomerado de etnias que habían conformado Yugoslavia. Estaba la estrella indiscutida de esa selección, el croata Dražen Petrović, el también croata Toni Kukoč y el serbio Vlade Divac. Ese equipo había perdido la final de las Olimpiadas de Corea del Sur en 1998 contra la Unión Soviética. El reconocimiento en toda Yugoslavia vino un año después, cuando ganaron el campeonato europeo y se volvieron héroes nacionales. Luego de ese torneo, Petrović y Divac cumplen el sueño y llegan a la NBA. La historia está contada en el mejor documental deportivo de la historia: Once brothers, de ESPN.  

Petrović y Divac llegan juntos a la NBA. Petrović es la figura naciente del básquet europeo. Le toca Portland Trail Blazers. Juega pocos minutos, no logra demostrar todo lo que es capaz de dar. Por las tardes, deprimido, habla casi todos los días por teléfono con el amigo que la selección yugoslava le ha dado: Divac. A este la suerte lo puso en un lugar mejor: Los Angeles Lakers, de Magic Johnson. “Yo era un muchacho de un barrio humilde de Belgrado que, de golpe, estaba jugando al lado de Magic Johnson”, cuenta. La NBA todavía tenía algunos prejuicios con los jugadores europeos –que no marcaban, que no jugaban duro– y se los hacían sentir. La temporada termina. Petrović sigue jugando pocos minutos y Divac, en cambio, ya está consolidado como un jugador de la NBA. Ambos vuelven a Yugoslavia para entrenar con la selección, con el mundial de básquet que se disputará en Argentina por delante. Ya son más que amigos, son casi hermanos, dice Divac.  

Para agosto de 1990, la situación en Yugoslavia había llegado a un punto de no retorno, explica Carlos Taibo en el libro La desintegración de Yugoslavia. Eslovenia y Croacia habían celebrado elecciones que ratificaron el poder de las fuerzas secesionistas. Slobodan Milošević consolidaba su poder en Serbia y desmantelaba las autonomías internas, como las de Kosovo y la Vojvodina. Yugoslavia, dice Taibo, era una ficción que se mantenía retóricamente. Pero el proceso de desintegración ya era irreversible. 

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“A nosotros –dice Divac –no nos iba a afectar: éramos basquetbolistas, no políticos”. Y sin embargo. 

Argentina está entonces atravesando su propia crisis. Recibe cuestionamientos sobre la infraestructura disponible para organizar el torneo pero, intervención del entonces presidente Carlos Menem mediante, logra quedarse como sede. Los quince equipos, más Argentina, llegaron al país. Tres de ellos, los favoritos: Estados Unidos (todavía con la prohibición de que jueguen los jugadores de la NBA), la Unión Soviética y Yugoslavia. Estos dos últimos llegaron a la final. Yugoslavia derrotó a Estados Unidos en semifinales. Petrović  tuvo su pequeña venganza. Metió 31 puntos. 

La final se jugaría en la sede central que dispuso Argentina. El mítico estadio Luna Park, en Buenos Aires. La Unión Soviética llegaba diezmada por un evento fuera de lo deportivo. Los jugadores lituanos decidieron no participar de esa selección. Lituania había declarado su independencia de la URSS pero esta, todavía, no la había aceptado. Pese a esa importante baja, la selección soviética se las había arreglado para llegar a la final y desafiar el poderío yugoslavo. No duró mucho el desafío. Para el entretiempo, Yugoslavia le había sacado 18 puntos de ventaja. Y así se mantendría hasta el final. Petrović metió 20 puntos y se consagró como una estrella mundial del básquet. Había terminado el partido de una era que también terminaba. No podían saberlo, pero ni la URSS ni Yugoslavia iban a existir al mundial siguiente.

Cumplido el objetivo deportivo, todo se encaminaba para cumplir el objetivo político: la imagen de una Yugoslavia unida, bajo una misma bandera, en lo más alto del podio. Y allí estuvo el problema. En la bandera. 

El equipo yugoslavo se concentra en el medio de la cancha para festejar. Los jugadores van reuniéndose allí. Parte del público invade la cancha, abraza a los jugadores, los felicita. Uno de ellos es Tomás Sakic. Es argentino, hijo de padres croatas. Lleva colgado un bolso de fotógrafo de un lado. Y en su mano izquierda una bandera. Es la bandera de Croacia. 

Los jugadores, cuenta Tony Kukoc en el documental, habían recibido una suerte de memo antes del Mundial, que les indicaba que debían ignorar cualquier manifestación nacionalista que pudiera aparecer durante los partidos. Habían visto banderas croatas en las tribunas en partidos anteriores. Pero ahora la bandera está frente al rostro de Vlade Divac, el serbio. Las cámaras de televisión y algunos fotógrafos, en medio del tumulto, registran la imagen. 

Divac toma la bandera croata, le dice a Tomás que no pertenece a ese lugar. El hombre se resiste. Divac se la saca y la lleva hasta un costado y la deja allí. “No quería hacer algo negativo, quería proteger al equipo. Éramos el equipo de Yugoslavia, no de Croacia”, dirá luego en el documental. Lo cierto es que el resto del equipo casi no toma nota de lo que ha pasado. Siguen festejando, viene la coronación y los festejos en los vestuarios. Nadie sabe, quizás ni el propio Divac, lo que acababa de ocurrir. 

Se enterarán todos juntos al regreso a Yugoslavia, cuando descubrieron que el episodio inundaba los medios de comunicación y la propaganda de todas las partes del conflicto. Para unos, Divac era un héroe nacional; para otros, había blasfemado la bandera croata. Cada uno le agregaba algo al relato del episodio: que la había tirado, que la había pisado, que la había escupido. De telón de fondo, el incremento de la tensión entre las naciones, que derivará menos de un año después en el inicio del conflicto bélico más sangriento de Europa desde la 2° Guerra Mundial. 

Pero antes, Divac y Petrović vuelven a la NBA para su segunda temporada. Y allí, Divac descubrirá que las cosas entre ellos habían cambiado. El equipo de Portland pasa por Los Ángeles y usará el estadio de los Lakers para entrenar. Divac está en la cancha esperando para saludar a su amigo, a su hermano. Todos los jugadores de Portland salen a entrenar pero Petrović no. Divac espera un rato y decide ir a buscarlo. 

–La situación en casa es difícil. Esperemos a ver cómo sigue todo. 

Le dice Petrović  y es la última vez que hablan. La cuestión yugoslava, es cierto, es cada vez más compleja. El resto de la selección acompañó la posición de Petrović. Que el gesto de Divac no había sido casual, ni inocente. El inicio de la guerra, tras la declaración independentista de Croacia y Eslovenia en junio de 1991, terminó por quebrar el vínculo entre los compañeros de equipo. La selección se desarma al ritmo de la desintegración yugoslava. Para las olimpiadas de Barcelona de 1992, Croacia compite como un país independiente y Yugoslavia, sancionada, queda fuera de la competencia. 

Los caminos de Petrović  y Divac se bifurcan en la NBA. Divac llega a la final con los Lakers en 1991 y enfrenta a los Chicago Bulls de Jordan, un sueño. “Quise llamar a Petrović para contarle todo sobre esa final, pero no pude”, dice Divac en el documental. Al año siguiente comienza la consagración definitoria de Petrović que demuestra, ahora en los Nets de New Jersey, que un jugador europeo puede brillar en la NBA. En 1993, el equipo entra de su mano a los playoff, aunque queda afuera contra los Cavaliers de Cleveland. Entonces viaja a Polonia, a entrenar con la selección croata, para la clasificación al torneo europeo. El equipo croata tiene a todas las figuras de aquella selección yugoslava. Por supuesto, sin Divac. La clasificación era sencilla y no dependía de que juegue Petrović. Pero era el capitán y quería estar. Al regreso de Polonia, la selección croata hace una escala en Frankfurt, Alemania, para tomar un vuelo de conexión a Zagreb. Toda la selección sube al avión pero Petrović, junto a su novia y un amigo, deciden viajar en auto al mismo destino. Es el 7 de junio de 1993. El auto choca de frente con un camión y Petrović muere. 

Divac está al otro lado del mundo, en Hawai, de vacaciones, cuando se entera de la noticia. Sabe que su hermano ha muerto. Sabe que no va a poder viajar al entierro porque la guerra continúa. Y sabe, sobre todo, que el día que estaba esperando –“el día que me iba a sentar con Dražen a hablar de todo lo que pasó”– nunca iba a llegar. 

Volvemos al documental. Vemos llegar a Divac, veinte años después, a Croacia. Pasó de todo en el medio. Yugoslavia no existe más y nacieron siete repúblicas de su desintegración. El proceso fue devastador: una guerra civil, limpiezas étnicas, más de 1.300.000 muertos en toda la década. Divac viaja por las ciudades croatas del frente de batalla. Las marcas de guerra todavía se ven. 

Tras la muerte de Petrović, Divac logró retomar el contacto con otros de sus compañeros en la selección yugoslava con los que, dice, comenzó un lento proceso de reconciliación. El serbio llega entonces a Zagreb. Es difícil que pase desapercibido. No solo porque mide más de dos metros. También porque fue, durante algunos meses, el enemigo público número 1 del territorio croata. Algunos lo reconocen. Pero Divac no está ahí por eso. Está buscando su última charla con Dražen. Llega a casa de los Petrović, revisa sus fotos y su historia junto a la familia. Presenta sus respetos. Cuentan historias de la vida en Estados Unidos, las charlas por teléfono, la tristeza de Dražen cuando no jugaba. 

El serbio de dos metros camina hasta el cementerio. Dice, en el relato, que ya puede contarle todo a su hijo. Sobre cómo él y Petrović  abrieron la puerta de la NBA a los jugadores europeos. Sobre la herida que llevó todo este tiempo. Sobre los años perdidos con sus compañeros. “Es una tristeza de la que no he podido escapar. Hasta ahora”. 

Llega hasta la tumba de su amigo, su hermano, y le deja esta foto: 

–“Paz y gloria eterna al más grande maestro del baloncesto que jamás haya nacido en Europa”. 

Dice.

Es politólogo de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Nació en Olavarría, una metrópoli del centro de la provincia de Buenos Aires. Vio muchas veces Gladiador.