El día que renunció Chacho Álvarez
El 6 de octubre de 2000, el presidente Fernando de la Rúa anuncia su cambio de gabinete. Por la noche, el vicepresidente dejó el gobierno.
El 6 de octubre de 2000, el vicepresidente de la Nación, Carlos “Chacho” Álvarez, renunció a su cargo.
El gobierno de la Alianza, una coalición integrada por la Unión Cívica Radical y el Frepaso, transitaba sus primeros meses cuando decidió enviar un proyecto de reforma laboral al Congreso. Pese a la amplia victoria electoral en octubre de 1999, la nueva coalición tenía en ambas cámaras una serie de desafíos. En Diputados, el panorama era mejor con 125 legisladores que respondían al bloque de la Alianza (91 de la UCR y 34 del Frepaso). El escollo principal era el Senado, donde el Partido Justicialista seguía controlando la mayoría, uno de los pocos espacios de poder que le quedaron luego de la elección de 1999. Incluso los senadores del radicalismo no eran, por entonces, los más fieles representantes de la figura que conducía el Poder Ejecutivo.
Las dos primeras iniciativas enviadas al Congreso tuvieron buen resultado. El gobierno pudo sacar rápidamente el presupuesto para el año 2000 –un ajuste con algunos dolores de cabeza– y su reforma impositiva. Entonces llegó su tercera iniciativa: la reforma laboral. En la apertura de sesiones de marzo, el presidente Fernando De la Rúa pidió que el Senado le diera la media sanción que le faltaba. “Esta es la verdadera movilización masiva de los sindicalistas, los trabajadores, los legisladores, los empresarios, los productores y el gobierno mismo en contra de la precarización del sistema de trabajo; a favor del 47% de los trabajadores que están en negro y, por supuesto, del 14% de los que están desocupados”. Confiaba, dijo luego, “que los señores senadores, con muchos de los cuales he hablado personalmente sobre el tema, entenderán que necesita un tratamiento urgente”.
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La iniciativa descentralizaba los convenios colectivos para quitarle poder a las conducciones gremiales, reducía las contribuciones patronales especialmente para nuevos trabajadores, flexibilizaba el régimen de indemnizaciones y ampliaba el período de prueba antes de la efectivización de un trabajador, entre otras cosas. Se trataba de un programa clásico de flexibilización de los derechos laborales de los trabajadores. Esa era la postura de la CGT disidente, encabezada por Hugo Moyano, y de algunos pocos senadores peronistas que se opusieron a la ley, como Antonio Cafiero. Pocas horas antes de la sesión en el Senado para tratarlo, relata la crónica, el diputado Saúl Ubaldini junto a Héctor Recalde se reunieron con la mayoría de los senadores del peronismo para convencerlos de que las modificaciones introducidas no eran suficientes para proteger a los trabajadores. Uno de los senadores contestó que eso era todo lo que se podía conseguir. Pocos días antes, el propio Moyano había revelado una frase que pasaría a la historia. En una reunión privada en la que el líder sindical auguraba el fracaso del proyecto en el Senado, el ministro de Trabajo, Alberto Flamarique, le habría dicho que “para los senadores tengo la Banelco”.
El episodio es más que conocido. La reforma laboral no se terminó de aprobar del todo esa noche –porque se le introdujeron cambios y debió volver a Diputados– pero se aprobó. El asunto, sin embargo, estaba apenas por comenzar. En junio de ese mismo año, una nota del periodista Joaquín Morales Solá, en el diario La Nación, reveló un rumor que recorría la institución. “Habrían existido favores personales de envergadura a los senadores peronistas –para sorpresa de algunos–, después de que éstos aprobaran la reforma laboral; esas concesiones fueron conversadas y entregadas por dos hombres prominentes del gobierno nacional”, decía. La nota abrió una caja de Pandora.

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SumateEl vicepresidente de la Nación, Chacho Álvarez, dijo haberse enterado de esos rumores por la nota del periodista. Lo cuenta en el libro Sin excusas, una entrevista que el mismo periodista, Morales Solá, le hizo dos años después de su renuncia. “Entonces comenzó a observarse cierta intranquilidad y nerviosismo en algunos senadores”, dice ahí. Semanas después de la primera revelación, el diputado peronista Antonio Cafiero, que se había manifestado contra la ley, planteó una cuestión de privilegio para que el tema se investigue. El senador se reunió luego con el vicepresidente Álvarez y le transmitió una certeza. Se habían pagado sobornos para aprobar la ley. Cafiero había confirmado sus sospechas con un plan poco ortodoxo. Se hizo pasar por un cómplice, enojado con el monto recibido, y le sacó a otros senadores de mentira-verdad.
La situación enfrentó al vicepresidente Chacho Álvarez a una disyuntiva sin salida. La coalición de gobierno llevaba menos de un año. Las primeras reacciones del presidente y su gabinete no fueron las que esperaba. Pronto el vicepresidente comprendió que cualquier avance en la investigación iba a considerarse un ataque contra el gobierno que integraba. Dentro del gobierno apareció la teoría de la conspiración. El Poder Ejecutivo necesitaba seguir contando con ese Senado para aprobar las leyes que todavía le faltaban. A partir de esa sociedad, dice Álvarez en el libro, entre De la Rúa y el Senado, comenzó a difundirse el relato de una presunta conspiración que tendría como objetivo final amenazar primero al Senado y luego reemplazar al presidente.
La hipótesis llegó a hacerse pública a través de Augusto Alasino, jefe del bloque del PJ en el Senado durante el episodio. Relata Chacho Álvarez que un día se encontró junto a De la Rúa viendo una conferencia de prensa de Alasino en la que acusaba al vicepresidente por sus intenciones desestabilizadoras. Lo miró a De la Rúa, “esperando algún comentario desaprobatorio de una acusación tan descabellada”. Pero el comentario no llegó. “En ese momento, comencé a percibir que los puentes estaban rotos y que De la Rúa comenzaba a aceptar la teoría que sostenía que yo me quería llevar puestos a los senadores y que mi ofensiva no terminaba allí, sino que después iba por él”.
La idea de que todos los senadores debían renunciar y convocar a elecciones para renovar la Cámara apareció como una posibilidad cierta, aunque Morales Solá y Álvarez, en la conversación, la juzgan distinta. Quien encabezaba ese reclamo era el propio vicepresidente de la Cámara, Chacho Álvarez. A su pedido se sumó un por entonces dirigente opositor: Domingo Cavallo. Los principales dirigentes del radicalismo, Raúl Alfonsín y Federico Storani, acordaron con Álvarez en la necesidad de que, al menos, se desplazara a los principales referentes políticos de la Cámara.
El jueves 5 de octubre el gobierno de la Alianza superó apenas sus primeros 300 días. El Poder Ejecutivo anuncia la renovación de su gabinete. Chacho Álvarez asiste al anuncio en Casa Rosada y sale en la foto. ¿Cuánto sabe sobre lo que va a anunciarse? No sabemos. Pero sí sabemos que el nuevo gabinete no puede leerse como una renovación para castigar a los involucrados en el escándalo del Senado. El caso más emblemático resultó el del ministro de Trabajo, Alberto Flamarique, que si bien dejó su lugar, reemplazado por Patricia Bullrich, se mudó a la secretaría general de la Presidencia. Acaso un lugar más relevante. La ratificación de Fernando de Santibañes al frente de la SIDE, de quien se sospechaba que había ejecutado el presunto pago, no dejaba mucho margen a la duda. “Contra todos los pronósticos, los dos funcionarios más comprometidos en el affaire del Senado seguirán revistando en el Gobierno”, escribió Página/12.
La reacción de Chacho Álvarez no es inmediata. Morales Solá cuenta en el libro que, tras el anuncio, se lo encuentra y no lo nota especialmente molesto con los anuncios. Dos años después explica que no fue allí, si no en la jura de los nuevos ministros por la tarde, que entendió “el clima de afianzamiento de la impunidad política”. Entonces, dirá luego, comprendió que el presidente había dado un golpe de autoridad en su contra. Y debía tomar una decisión: pactar o irse.
Después de los anuncios, Alfonsín le dijo a Álvarez que ya ni siquiera podía garantizar el alejamiento de Genoud, el principal referente del radicalismo en el Senado y vicepresidente de la Cámara. Si el Ejecutivo no había echado a nadie, decían en el Congreso, ¿por qué iba a hacerlo el Senado?
Es viernes 6 de octubre por la tarde, Álvarez ve la jura de los nuevos ministros por televisión y toma la decisión. Una decisión personal, contará después, que sólo comparte con una persona: su esposa. Sabe que la decisión implica un problema institucional y político grave. El que renuncia es el vicepresidente, un cargo que en los hechos tiene pocas facultades. Pero no es un vicepresidente más de la larga historia. Es un vicepresidente que accedió a ese cargo en el marco de una coalición. Su lugar es la representación del Frepaso en el gobierno.
El vicepresidente, con la decisión tomada, llega al Hotel Castelar para hacer el anuncio. Está rodeado de dirigentes de su espacio. Son pasadas las 19.30 de ese viernes. Dice que presenta su renuncia indeclinable al cargo de vicepresidente. Que lo hace para poder decir con libertad lo que piensa y, al mismo tiempo, para no perjudicar al presidente. Lo repite en varias ocasiones. Hasta que dice, también, que sabe que “el cargo de vicepresidente no permite mayores desacuerdos con un tema tan sensible como los sobornos en el Senado”. Y entonces lo ha dicho todo. Agrega que o se está con lo viejo que debe morir o se lucha por lo nuevo que esta crisis debe ayudar a alumbrar. Que pidió que los senadores involucrados renuncien y ahora esos mismos se verán amparados por las decisiones del presidente para decir que nada ha pasado. Que respeta, dice luego, las determinaciones del presidente, pero que no puede acompañarlas pasivamente o en silencio.
Esa noche, el entorno de De la Rúa festeja la renuncia con un asado en Pilar, considerando lo sucedido el cierre de un capítulo y una victoria contra la amenaza más latente sobre el gobierno, su vicepresidente. En los días posteriores, la renuncia produce algunos cimbronazos en la economía, como el aumento del índice riesgo país. Era el efecto de la lectura inmediata: la renuncia significaba la ruptura de la coalición entre el radicalismo y el Frepaso. Y eso se traducía en que el gobierno perdía la frágil mayoría que tenía en Diputados. Pero no sucedió así. Quien renunciaba era el vicepresidente, a título personal, sin el acompañamiento en esa acción de su fuerza política. Tras su decisión, todo continuó igual: los integrantes del Frepaso con cargos ministeriales continuaron y el bloque en Diputados se mantuvo con Darío Alessandro, hombre de Álvarez, como su presidente. El gobierno no perdió apoyos en Diputados y pudo sacar las leyes que envió, incluso la Ley de Superpoderes (que habilita al jefe de Gabinete a reasignar partidas, y que finalmente provocó el quiebre con una parte del Frepaso en 2001).
La respuesta a la incógnita llegará dos años más tarde. Es el tiempo que Chacho Álvarez permanecerá en silencio en la vida pública. Entonces explica por qué su renuncia fue individual y no de su partido entero: por un error. La actitud correcta, piensa tiempo después, debió haber sido la salida de todo el espacio del gobierno. “Me quedé a mitad de camino, dejé la renuncia en un plano gestual, sin completarla con una decisión política que hubiese sido definitivamente más traumática pero que hubiera sincerado en plenitud la situación real”. Y así, reconoce, la renuncia quedó atrapada en una zona de ambigüedad.
La otra decisión hubiera significado retirar a la fuerza política del gobierno y precipitar una crisis que finalmente iba a suceder un año después. “Adelantar la sentencia de muerte del gobierno”, describe. ¿Había margen para romper desde adentro un gobierno que llevaba menos de un año en el poder, que había generado una expectativa de cambio?
La Alianza como coalición recién se quebró luego de las elecciones intermedias de octubre de 2001. Juan Labaqui escribe en ¿Atrapados sin salida? sobre la racionalidad de esta decisión. El Frepaso tuvo durante esos dos años múltiples oportunidades de salir de la coalición. El episodio de la renuncia del vicepresidente es tal vez el más llamativo, pero hubo otros, como la propuesta de ajuste a los salarios del sector público y el presupuesto universitario de mayo del 2000 que acompañó en el Congreso; o el ingreso de una tercera fuerza a la coalición, Acción por la República, y Domingo Cavallo al gabinete de su mano. En estos dos episodios, sostiene Labaqui, el Frepaso actuó de manera racional, de acuerdo al criterio de racionalidad de un partido político, una organización cuyas metas son alcanzar votos, cargos e influencia sobre el diseño de las políticas públicas.
Cualquier puede decir, con el diario del lunes, que el costo final que pagó fue mucho mayor en el cálculo final. Y es cierto. Tan cierto como que los actores ejecutan sus decisiones en un marco de incertidumbre. Y tan cierto como que el escenario donde todas las salidas son igual de costosas tuvo en una decisión anterior del Frepaso el principio de su fin. Fue en mayo de 2000, cuando convalidó el ajuste económico, que el partido “quemó las naves” propias y quedó atrapado sin salida en una coalición cuyo costo de deserción sólo aumentaría hasta el final.
¿Hubiera sido mejor, entonces, retirarse de la coalición en octubre del año 2000 para el Frepaso? Su agente principal, con información posterior, dirá que sí. El peso de la estructura sobre la agencia dice que ya era demasiado tarde.
La incógnita más grande queda por responderse. Si son los hombres los que hacen su historia a voluntad o es la historia la que hace a los hombres a la suya. Un florentino escribió una vez que Dios no quiere hacerlo todo para no quitarnos el libre albedrío ni la parte de gloria que nos corresponde.