El cerebro tal vez no sea una computadora

El humano, a lo largo de la historia, comparó su mente con la máquina y a la máquina con capacidad de pensar, pero no es correcto ni exacto.

“Las analogías entre las máquinas y la actividad neuronal no me convencen”, confesaba el psicólogo conductual Karl Lashley ante la American Neurological Association en junio de 1951. Se basaba en una sencilla observación: cada época tiende a apoyarse en su tecnología más avanzada para explicar cómo funciona el cerebro.

Descartes, por ejemplo, paseaba por los jardines franceses observando cómo las estatuas se movían cuando el agua activaba mecanismos ocultos. De allí tomó la inspiración para articular su teoría del cerebro como una bomba que movía “espíritus animales” a través de los nervios como si fueran tuberías.

Cuando un siglo después se descubrieron ciertas fuerzas invisibles, Mesmer hablaba de un misterioso magnetismo que arrastraba comportamientos extraños mientras las teorías de Galvani y Volta explicaban el movimiento muscular con corrientes eléctricas. La historia de la ciencia se apoya en lo conocido para intentar imaginar lo que aún no conocemos.

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De la hidráulica se pasó a la mecánica de precisión y el cerebro se convirtió en un reloj con engranajes. Más tarde, con la llegada de la electricidad y las comunicaciones a distancia, Hermann von Helmholtz comparó el sistema nervioso con un telégrafo, y para principios del siglo XX, la metáfora predilecta ya había mutado hacia la central telefónica, donde operadores invisibles conectaban y desconectaban clavijas en un frenesí de llamadas neuronales.

¿Para qué sirve una analogía?

Todas estas teorías suelen maravillarnos por su ingenuidad —si no su ingenio— y lo ridículas que nos resultan a la vista de nuestra mejor evidencia actual. Pero cuando se menciona que el cerebro es una computadora no nos llama tanto la atención. Que el cerebro humano es “el objeto más complejo del universo conocido” es un cliché rara vez puesto en duda, y que las computadoras son “máquinas que piensan” son dos afirmaciones que parecen llevarse bastante bien por lo que nuestros cerebros seguramente sean una versión biológica de dichas máquinas. Un saludable escepticismo sugiere que en cien años nuestra obsesión computacional será apreciada con la misma ternura condescendiente con la que nosotros miramos las máquinas de la Ilustración.

El asunto de si el cerebro es una computadora suele abordarse en términos de la utilidad que esta idea tiene como metáfora. Pero incluso esta discusión supone cierta confusión semántica: la respuesta a si el cerebro es una computadora depende enteramente de a quién se le pregunte y qué definición use.

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Bajo la definición de Turing —una computadora es cualquier mecanismo físico capaz de procesar funciones computables— el cerebro es, literalmente, una computadora y no hay metáfora. Pero bajo cualquier definición coloquial de computadora como un dispositivo que procesa inputs de forma secuencial y discreta, entonces los cerebros no son computadoras y esta sería una metáfora bastante pobre, aplicable solo a una parte muy reducida de la cognición humana.

La metáfora computacional es tan fácil de adoptar que sin esfuerzo podemos pensar que nuestra mente es el software que corre sobre nuestro hardware cerebral, al igual que podemos atribuirle a la computadora estar “pensando” cuando tarda en hacer algo —o sospechar que nuestro teléfono empieza a funcionar mal cuando empezamos a pensar en cambiarlo.

Wetware

Esta discreta separación entre hardware y software, cerebro y mente —o cuerpo y alma porque siempre fuimos cartesianos— es ajena a nuestra naturaleza biológica continua. Como nos recuerda Matthew Cobb en The Idea of the Brain (2020), mientras que en nuestros dispositivos el programa y el soporte físico son independientes, nuestro cerebro podría llamarse wetware: lo que sucede y dónde sucede están completamente entrelazados. La función mental no puede escindirse de la estructura física que la produce, lo que además nos permite sospechar de la fantasía de “subir nuestra mente a la nube”, cuyo cartesianismo resulta apabullante.

Toda metáfora se vuelve peligrosa cuando es aplastada por una furiosa literalidad. Partiendo del componente principal de la “electrónica” mental, las neuronas, su diferencia con los transistores es fundamental: mientras estos conmutan binariamente, las neuronas responden de manera analógica y dinámica; no son interruptores en un diagrama, sino células vivas en redes de abrumadora complejidad.

Vale la pena, entonces, enfrentar el misterio del cerebro con las mismas herramientas con las que intentamos desentrañar cómo funciona una computadora —o un programa— sin saber exactamente cómo fue desarrollada, en particular, la ingeniería inversa.

Esto fue lo que hace unos años intentaron Eric Jonas y Konrad Kording al someter un procesador MOS 6507 —el microprocesador de la Atari— al arsenal analítico completo de la neurociencia actual. Pese a contar con la ventaja absoluta de conocer la lógica del chip, estas herramientas fracasaron a la hora de describir su jerarquía de procesamiento. Si nuestras mejores técnicas neurocientíficas no alcanzan para explicar cómo funciona un chip obsoleto, suponer que podrían descifrar cómo funciona la “computadora” detrás de la conciencia humana resulta algo inocente.

Nada de esto supone que debamos abandonar la analogía sin más. Por el contrario, frente a las apresuradas comparaciones entre lo que hace un LLM y cómo funciona la mente humana tenemos buenos motivos para reclamar nuevamente a la IA como una valiosa herramienta teórica de las ciencias cognitivas, reconociendo que el temporal monopolio de la discusión de parte de un tipo específico de IA no supone el abandono de cualquier otro acercamiento teórico.

Las definiciones de computar

El problema, como advierte el experto en inteligencia artificial Gary Marcus, es que los críticos suelen obsesionarse con una idea muy estrecha de lo que significa «computar». Se quedan pegados a una imagen de la computadora algo clásica y se olvidan de que existen otras formas de procesar información. Marcus sugiere que empecemos a imaginar al cerebro como un circuito flexible que puede reconfigurarse sobre la marcha para adaptarse a la tarea que tiene enfrente. Que el cerebro no funcione como una PC no significa que no sea, a su manera, una máquina de computar.

Incluso si aceptamos que la naturaleza material de nuestro cerebro y la de una computadora son incomparables, ambos sistemas comparten la función básica de tomar información, transformarla y generar una respuesta. Negar esto nos deja peligrosamente cerca de tener que invocar almas inmateriales para explicar cómo pensamos, y la metáfora computacional sigue siendo la mejor herramienta que tenemos, imperfecta y todo, para no caer en el dualismo. Pero esta también es una manera de martillar con la metáfora hasta que encaje.

Esta comparación, sin embargo, trae su propio costo y escapa a la naturaleza fundamentalmente biológica del problema. El cerebro no es una máquina lógica diseñada desde cero por un ingeniero, sino una estructura integrada y evolutiva, un parche sobre parche donde diferentes partes surgieron en diversos momentos para resolver problemas de supervivencia inmediatos.

Al tratar al cerebro como una computadora que procesa datos pasivamente, olvidamos que es un órgano activo, parte de un cuerpo que interviene en el mundo y que tiene un pasado evolutivo que le dio forma: las primeras neuronas no evolucionaron para computar funciones o jugar al ajedrez, sino para sincronizar la actividad muscular de criaturas simples como las medusas, permitiéndoles nadar mejor. Después pasaron cosas.

Desde la filosofía las críticas al computacionalismo suelen remitir a las ideas de John Searle, que pasó décadas insistiendo en que la sintaxis no es suficiente para la semántica. Una computadora puede manipular símbolos —ceros y unos— de manera perfecta según reglas sintácticas, pero esto no implica ninguna forma interesante de genuina comprensión de lo que esos símbolos representan.

Cómo hacer una mente

En parte la confusión se debe a la apresurada interpretación de la posibilidad teórica de explicar la cognición humana como una forma de computación con la viabilidad práctica de “hacer una mente” equiparable a la humana. Lo que Iris van Rooij y sus colegas defienden es que la ingeniería inversa de la cognición humana es un problema matemáticamente intratable: la complejidad combinatoria es tal que cualquier intento de construir una “Inteligencia Artificial General” mediante los métodos actuales es, en el mejor de los casos, una aproximación de juguete, un señuelo que imita el comportamiento sin replicar la causa, un intento de llegar a la Luna apilando sillas.

La adopción acrítica de la mente como una computadora hace un poco más digerible la idea de reemplazar mentes humanas por algoritmos. Si el resultado obtenido es el mismo, podemos convencernos, qué nos importa cómo se lo consiguió. La comprensión íntima de problemas y procesos queda relegada a un segundo plano y de ahí solo hay un paso a la idea de que educar es “cargarle datos” a las mentes jóvenes o que la psicoterapia supone “reprogramar” hábitos, entre otras grotescas metáforas.

Las metáforas científicas no buscan ser verdaderas en un sentido absoluto, sino productivas. Nos sirven mientras nos permitan formular nuevas preguntas y diseñar experimentos que antes eran impensables. La metáfora del reloj sirvió para entender ciertos mecanismos automáticos; la de la computadora fue fundamental para avanzar en neurociencia cognitiva y en inteligencia artificial.

El problema surge cuando la metáfora se calcifica y nos impide ver más allá. Nuestra obsesión con el modelo computacional puede hacernos ignorar todo aquello que no encaje en el esquema, incluso cuando sirve para iluminar el abismo infinito hacia el interior de la mente.

“Es más probable que descubramos cómo funciona el cerebro estudiando el propio cerebro y los fenómenos del comportamiento que permitiéndonos analogías físicas inverosímiles”, cerraba Lashley hace 75 años.

Foto: Depositphotos

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Investiga sobre el impacto político y social de la tecnología. Escribe «Receta para el desastre», un newsletter acerca de ciencia, tecnología y filosofía, y desde 2017 escribe «Cómo funcionan las cosas», un newsletter que cruza ciencia, historia, filosofía y literatura desde la exploración de la curiosidad.