El capitalismo no murió, solo se cambió la careta

Google, Apple, Meta y Amazon transformaron las economías y el sistema para imponer un tecnofeudalismo. ¿Cómo combatir al capital digital?

“El capitalismo ha muerto”, declara sin titubear el economista y exministro de finanzas griego, Yanis Varoufakis. Esta es la premisa de su libro Tecnofeudalismo (2023), donde argumenta que Google, Apple, Facebook y Amazon, entre otras, transformaron tan profundamente nuestras economías que ya no vivimos bajo las reglas del capital, sino que hemos regresado a una suerte de feudalismo digital.

Bajo esta perspectiva, estas corporaciones son los nuevos señores feudales y a nosotros nos toca ser el campesinado que trabaja sus “tierras” digitales. Cada vez que publicamos algo en una red social, que agregamos un dato en un mapa o que simplemente habitamos internet, realizamos un “trabajo no remunerado” que aumenta el valor de sus plataformas sin recibir dinero a cambio. Ya no apuntan a obtener ganancias, ahora “opcionales”, sino a la extracción de “rentas” a lo largo y ancho de vastos feudos digitales.

Por supuesto, la tesis es innecesariamente provocadora y casi todas las críticas que recibe se apoyan en la quizá poco excitante premisa de que los rumores sobre la muerte del capitalismo han sido exagerados. Lo que probablemente estemos presenciando no es el fantasma del feudalismo regresando con bips y lucecitas, sino una fase más avanzada, insidiosa y expansiva del propio capitalismo.

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¿Un nuevo feudalismo digital?

Para Varoufakis, el punto de quiebre se produjo con la emergencia de una nueva forma de capital: el “capital en la nube” (cloud capital). A diferencia del capital tradicional (maquinaria, fábricas, todo eso), este no es solo un medio de producción, sino un sofisticado medio de modificación del comportamiento que se reproduce gracias al trabajo gratuito de miles de millones de “siervos de la nube” —vos y yo—, que generamos datos, contenido y regalamos nuestra atención. A su vez, este capital intensifica la precariedad del “proletariado de la nube”, como los trabajadores de depósitos de las megatiendas (Amazon, Mercado Libre, AliExpress, etc) y servicios de delivery cuyo ritmo es dictado por algoritmos.

Esta transformación, según él, fue financiada por la masiva inyección de dinero de los bancos centrales tras la crisis de 2008, que, en lugar de reanimar la inversión productiva, infló una burbuja que consolidó el poder de las tecnológicas.

Esta analogía medievalista, aunque un poco forzada, no es simplemente una ilustración, sino el eje central de su argumento. Así como los señores feudales controlaban la tierra y extraían rentas de sus siervos, Varoufakis sostiene que Amazon controla su plataforma y obtiene una comisión de cada transacción, convirtiendo a los vendedores en sus “capitalistas vasallos”. Apple y su tienda de apps serían el primer “feudo en la nube”, donde los desarrolladores pagan un “tributo” del 30% por el privilegio de existir en su ecosistema, y así sucesivamente.

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Este modelo, insiste, se replica en todos lados: desde los conductores de Uber hasta los dueños de autos Tesla, que sin saberlo alimentan con sus datos el capital de Elon Musk. La privatización de internet, concluye, equivale a los cercamientos de tierras comunales que en su momento dieron origen al capitalismo.

Duro de matar: el capitalismo y sus críticos

La tesis, sin embargo, tiene varios problemas. El principal es que parece existir cierta ansiedad por ponerle nombres nuevos a fenómenos que, en realidad, son viejos conocidos. Como apunta el crítico Evgeny Morozov, el capitalismo es “infinitamente adaptable”, y lo que Varoufakis describe como una ruptura es, en realidad, otra de sus espectaculares “metamorfosis”. Dan Schiller va más allá y afirma que el capitalismo digital es, de hecho, “más expansivamente capitalista que nunca”, en tanto ha logrado penetrar y mercantilizar esferas de la vida social que antes permanecían intactas.

Luego está la supuesta pasividad de los nuevos señores feudales. Lejos de ser “rentistas perezosos”, las grandes tecnológicas muestran un comportamiento inequívocamente capitalista. Invierten entre un 15 y un 30% de sus ingresos anuales en investigación y desarrollo (I+D): en 2024 Alphabet invirtió USD 49.326 millones, Meta invirtió cerca de USD 43.870 millones, Apple alcanzó los USD 30.300 millones, Microsoft los USD 28.200 millones y Amazon, aunque no reporta I+D como rubro separado, se estima que invirtió unos USD 61.000 millones.

Estas empresas, también, emplean directamente a millones de personas: Amazon, por ejemplo, tiene más empleados en Estados Unidos que toda la industria de la construcción residencial. Este dinamismo, impulsado por una feroz competencia, no encaja con la imagen de una clase extractora que simplemente cobra peaje. La encarnizada batalla entre TikTok y Meta, o entre Disney+ y Netflix, es una clara evidencia de que la competencia de mercado, aunque frecuentemente maltratada, sigue vivita y coleando.

Tampoco es cierto que la ganancia sea “opcional”. Como señala Nicholas Gane, el beneficio sigue siendo la métrica fundamental para estas corporaciones y sus accionistas. Si hace falta un término más preciso, se podría hablar de “capitalismo rentista”, otro viejo concepto marxista: un sistema donde la renta, derivada del control de activos (como la propiedad intelectual o las plataformas), es una fuente de ingresos crucial, pero que sigue operando dentro de un marco capitalista orientado a la ganancia.

Quizá el punto más débil de la tesis es la falsa dicotomía entre expropiación (feudal) y explotación (capitalista). El capitalismo nunca tuvo las manos limpias. Morozov recuerda que la “acumulación primitiva” —el uso de la fuerza, la política o el despojo para acumular capital— no es un prólogo al sistema, sino una característica constante y constitutiva de su historia real y global. La extracción de nuestros datos no es un retorno al feudalismo, sino la aplicación de viejas lógicas de desposesión a nuevas fronteras digitales.

Pero lo que menos le perdonan a la narrativa de Varoufakis es el modo en que minimiza el rol del Estado. Tanto Morozov como Schiller argumentan que el poder de Silicon Valley es inseparable del poder estatal estadounidense, que lo impulsó a través de inversión militar, tecnologías de vigilancia y una geopolítica deliberada.

¿Qué hay en un nombre?

El propio Varoufakis insiste en que las palabras importan. Llamar a un sistema por su nombre correcto es crucial para diseñar una estrategia política efectiva. Y es aquí donde su diagnóstico presenta sus mayores debilidades. Las soluciones que propone, como una “movilización en la nube” basada en boicots de consumidores, se apoyan paradójicamente en la lógica de mercado que él mismo declara extinta.

Sus críticos advierten que este enfoque desplaza la responsabilidad hacia individuos atomizados, en lugar de centrarse, sin ir Marx lejos, en la solidaridad de clase. Peor aún, una alianza con los “capitalistas vasallos” podría socavar la lucha de los trabajadores explotados por esos mismos capitalistas.

El mayor peligro tal vez sea que al declarar la muerte del capitalismo, corremos el riesgo de dejar que sus lógicas fundamentales de explotación, acumulación y competencia se intensifiquen sin una oposición clara y bien dirigida. Al cambiarle el nombre (o hacer de cuenta que ya no está entre nosotros) corren peligro las herramientas teóricas y políticas que pueden recuperar y nutrir sus virtudes, pero principalmente ayudar a minimizar su daño y sus defectos. Darlo por muerto solo desvía la atención del problema.

Aunque el recorrido que hace Varoufakis sobre el poder de las grandes tecnológicas es lúcido, su impaciencia por llamarlo “tecnofeudalismo” parece más un intento por instalar una llamativa metáfora que por ofrecer un diagnóstico preciso.

A no temer, que no estamos presenciando el retorno triunfal de un sistema precapitalista. Todo apunta a que vemos la consolidación de un capitalismo global, a veces monopolístico pero principalmente inmaterial, que se apoya en la tecnología para ser más capitalista que nunca. Entenderlo así no es un mero ejercicio académico sino un paso indispensable para poder imaginar y construir un futuro donde, esta vez sí, seamos algo más que siervos en el feudo digital de alguien.

Foto: Depositphotos

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Investiga sobre el impacto político y social de la tecnología. Escribe «Receta para el desastre», un newsletter acerca de ciencia, tecnología y filosofía, y desde 2017 escribe «Cómo funcionan las cosas», un newsletter que cruza ciencia, historia, filosofía y literatura desde la exploración de la curiosidad.