Da Vinci no inventó las servilletas
Se cree que el gran pintor creó el tenedor, el sacacorcho para zurdos y la tela para limpiarse la boca y las manos, pero todo es un gran error.

Leonardo da Vinci fue un hombre de muchos y muy diversos talentos. “Cuesta pensar que gran parte de su vida estuvo ocupada en dirigir la cocina de la nobleza en Florencia y en Milán”, señala animada una columnista, “y que la pintura y las otras artes en las que descolló no estaban en el centro de su atención”.
Otro autor comenta también que “pocos conocen sus trabajos como jefe de cocina de la Taberna Las Tres Caracolas”, una pequeña taberna cerca del Ponte Vecchio, en Florencia donde arrancó como ayudante en la cocina y llegó a ser encargado, luego de encontrarse sin trabajo y sin perspectivas claras al finalizar sus estudios.
Ambos comentarios vienen de una reputable publicación que se jacta orgullosamente de pertenecer a The Trust Project lo cual debería indicar que lo mencionado acerca de la figura más importante del Renacimiento es confiable.
Si te gusta Receta para el desastre podés suscribirte y recibirlo en tu casilla los jueves.
Son muchas las anécdotas famosas acerca de la trayectoria gastronómica de Da Vinci. Por ejemplo, se dice que en la corte de Milán, los invitados a los banquetes de Ludovico Sforza se limpiaban las manos, sucias de grasa, en los lomos de conejos vivos atados a las sillas, hasta que asqueado por la falta de higiene y la crueldad animal, Leonardo inventó la servilleta. Cierra por todos lados: la brutalidad rústica de los aristócratas contrasta con el brillante intelecto del hombre renacentista. Es una de esas historias tan perfectas que si no fuera verdadera nadie la creería.
Una mentira bien servida
Pero esta y todas las otras que alguna vez vayas a escuchar sobre Leonardo en la cocina son falsas, y sabemos con bastante precisión de dónde salieron. La culpa la tiene un libro: Notas de cocina de Leonardo da Vinci, publicado originalmente en inglés en 1987 bajo la premisa de ser la transcripción de un manuscrito perdido, el Codex Romanoff, supuestamente hallado en las profundidades del Museo del Hermitage, que en San Petersburgo posee la mayor colección de pinturas del mundo.
Entre sus páginas, un Leonardo obsesionado por la gastronomía no solo inventaba la servilleta, sino también el tenedor de tres dientes para comer espaguetis, el sacacorchos para zurdos, una picadora de vacas (cuyos diseños “se encuentran tanto en la Biblioteca del Vaticano como en la colección de la Reina de Inglaterra en el Castillo de Windsor, aunque se cree que uno de ellos podría ser obra de un discípulo”), entre muchos, muchos otros.
Cenital no es gratis: lo banca su audiencia. Y ahora te toca a vos. En Cenital entendemos al periodismo como un servicio público. Por eso nuestras notas siempre estarán accesibles para todos. Pero investigar es caro y la parte más ardua del trabajo periodístico no se ve. Por eso le pedimos a quienes puedan que se sumen a nuestro círculo de Mejores amigos y nos permitan seguir creciendo. Si te gusta lo que hacemos, sumate vos también.
SumateEl libro cuenta con numerosas ilustraciones y bocetos originales, que se reinterpretan descaradamente: una máquina de guerra se convertía en aquella trituradora de vacas; un artefacto volador, en una batidora gigante; un cepillo giratorio enorme que, arrastrado por dos bueyes para limpiar el suelo, requería un “gran ejército de hombres para limpiar las suciedades” que dejaran, etcétera. El libro fue prácticamente ignorado en su Gran Bretaña de origen, donde apenas si fue reseñado, pero se convirtió en un éxito rotundo en España, editado por Temas de Hoy del Grupo Planeta, donde vendió más de 75.000 ejemplares en su primera década.
Los autores, Shelagh y Jonathan Routh, se enmascararon bajo las figuras de «compiladores y editores», un disfraz perfecto para la travesura. Jonathan no era un sesudo historiador, como los columnistas repiten con descuido, sino un conocido comediante, escritor y pintor británico, famoso por su participación en el programa de cámara oculta de los años 60, Candid Camera. Si sobrevolamos su bibliografía encontramos su serie de aventuras de monjas (en África, en el este, en el oeste, etc), guías para encontrar los mejores baños públicos en Londres, París y Nueva York, y un extraño librito ilustrado que recoge las andanzas de la reina Victoria durante tres meses “perdidos” que pasó en Jamaica, incluyendo la vez que fumó porro y “sintió un deseo muy urgente de correr de arriba abajo por la playa gritando y agitando los brazos como si fueran las alas de una gallina”.
Para que no quedaran dudas sobre la naturaleza humorística de la obra, eligieron una fecha de publicación muy específica: el 1 de abril, conocido en el mundo anglosajón como April Fools’ Day, el Día de los Inocentes. Este supuesto Codex Romanoff nunca existió y esta ficción era apenas una elaboradísima travesura que se apoyaba en la parodia del registro académico, pensado para un público que, se suponía, lograría captar la ironía.
La máscara del traductor
El viejo truco literario era el del manuscrito encontrado. Como en el Quijote, donde Cervantes finge transcribir la obra de un historiador musulmán, los Routh se esconden detrás de la autoridad de Leonardo para jugar con los límites de la ficción. Es esta máscara de traductor lo que les permite jugar con la verosimilitud mediante un pacto implícito con la persona que lee. El problema, como señala el académico Javier Pérez Escohotado, surge cuando se falsea el género de manera tan sutil que la broma se pierde en la traducción, no solo del idioma, sino del contexto cultural.
Al presentar una obra de humor como un documento histórico, el pacto se rompe. La persona que lee, esperando un ensayo, recibe una parodia sin las claves para decodificarla. El libro de los Routh se convierte así en un objeto de una naturaleza similar a la de la enciclopedia apócrifa que Borges describe en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”: un artefacto ficticio que, por la fuerza de la creencia, la repetición y la autoridad impresa, comienza a generar una realidad paralela. Ambos obedecen al mismo principio: la intrusión metódica y sistemática de la fantasía en el mundo real.
El engaño funcionó mucho mejor de lo esperado, sobre todo fuera del ámbito angloparlante, donde el nombre de Jonathan Routh no le sonaba a nadie. La anécdota de su edición en español es casi tan buena como cualquiera de las atribuidas a da Vinci. José Carlos Capel, el prestigioso crítico gastronómico español que dirigía la colección en ese momento, confesó años más tarde que, para darle “más verosimilitud” a la broma, retiró del texto original dos anacronismos que le parecieron demasiado evidentes: la mención de los porotos y el maíz, productos americanos que un europeo del siglo XV no podría haber conocido.
Sin embargo, optó por dejar la máquina de pelar papas, otro tubérculo americano, quizá confiando en que el absurdo del artefacto sería suficiente para delatar el chiste. Se equivocó. La alarma, cuenta, se le disparó cuando empezó a ver reseñas en medios serios y trabajos académicos que citaban el contenido del libro como un hecho histórico verídico. Incluso en comentarios recientes se repite que “recién en los últimos años del siglo XX se supo que este conjunto de artículos tan ocurrentes no tenían una base de veracidad sobre la autoría de Da Vinci”, pero alcanza con identificar la fuente de todos esos “artículos ocurrentes” para saber que salieron del mismo libro, uno escrito por un comediante sin credenciales académicas, publicado en April Fools’ Day. Habrá que pensar mejores excusas para no hacer la tarea.
Da Vinci no dijo eso
Ahora que todo parece falso nos tienta culpar a las fake news o a la desinformación deliberada por parte de actores hostiles. Pero la persistencia de este mito — y de tantos otros — jamás se debió a una campaña maliciosa, sino a algo mucho más mundano y, quizá, más preocupante: la pereza intelectual. El periodismo y la divulgación, a menudo ahogados por la velocidad y la precariedad, se vuelven crédulos. Se copia y pega sin verificar, se repiten anécdotas sin rastrear su origen, se da por válida una fuente solo porque está impresa en un libro, y se apoya cuanta barbaridad uno pueda imaginar en citas apócrifas. Ante la duda: no, da Vinci no dijo eso que viste en Instagram, y lo sabemos porque todo lo que alguna vez escribió o dibujó está meticulosamente documentado.
El problema se agrava cuando consideramos de qué nos valemos para conocer el mundo. Proyectos como Wikipedia, quizá el esfuerzo a favor del conocimiento más noble y ambicioso alguna vez desarrollado, tienen puntos débiles críticos como la evaluación de la reputación de las fuentes. En particular, generalmente los medios bien establecidos gozan de la confianza en su veracidad. Al reseñar un libro satírico como verdadero su contenido puede convertirse, por así decir, en una realidad histórica. El compromiso con la verdad no puede agotarse en que algo fuera publicado en un libro.
El sesgo de confirmación es tan brutalmente seductor que Da Vinci es la figura perfecta para estas proyecciones: su genialidad es tan vasta y sus cuadernos tan enigmáticos que cualquier atribución, por extraña que sea, parece plausible. Cuando alguien sobre un escenario habla de cómo “todo conecta con todo” y que hay que seguir tanto “la ciencia del arte” como “el arte de la ciencia” asentimos sin más.
Qué comía Da Vinci
Toda esta perorata podría leerse como un puñado de palabras gruñonas acerca de cómo un montón de personas en internet repiten cosas que son falsas acerca de un tipo que murió hace 500 años. A quién le importa, de todos modos vamos a morir y nada de esto quedará. Pero las fabricaciones históricas tienen la horrible consecuencia de obturar una honesta fascinación a partir del verdadero trabajo historiográfico, ese que procura, de manera sacrificada, desentrañar quién era Leonardo da Vinci, qué hizo, qué dijo, y también, por qué no, qué comía.
La farsa, por supuesto, fue denunciada muchas, muchas veces y sirve de improvisado test para evaluar el compromiso con la verdad en la escritura. Sin tanta pomposidad, sirve para evaluar quién se tomó un minuto para buscar en internet antes de enviar un borrador.
Entre las miles de páginas de sus cuadernos, muchos de ellos disponibles en su totalidad, Leonardo apenas habla de cocina. Según los testimonios de la época y el análisis de biógrafos como Walter Isaacson, fue vegetariano durante gran parte de su vida, más por un profundo amor a los animales y un horror a la violencia que por una cuestión gastronómica. Sus notas incluyen listas de gastos que mencionan pan, vino, huevos, hongos y frutas, pero también carne, seguramente para sus discípulos y sirvientes.
Aunque ofrece algún consejo para la buena salud (“No comas sin apetito y cena siempre ligero, mastica bien e ingiere solo ingredientes sencillos”, Codice Atlanticus, 213v), en virtud del volumen de sus escritos, la cocina no era uno de sus grandes intereses.
Según reconstruye Isaacson, en las más de 7.200 páginas que configuran sus famosos Códices, cuesta encontrar receta alguna o referencia gastronómica. En el último escrito que tenemos de su mano (Codice Arundel, 245r), su última escena trabajando, la página termina abruptamente y su escritura se interrumpe con un “etcétera” al que le sigue una línea, escrita en su peculiar escritura espejo, que explica por qué deja su pluma: “Perché la minestra si fredda”.
Porque la sopa se está enfriando.
Otras lecturas:
Foto: Depositphotos