Crónica de un día en Portbou

En el pueblo del Mediterráneo donde se suicidó Walter Benjamin no se hace noche.

port bou

Para Jeremías, Roxana y Alexandra

Los caminos serpentean tan dócilmente por las montañas suaves y porosas, y del otro lado se expanden tan grandiosamente el cielo y el mar, que es difícil concebir a Portbou como eso que alguna vez fue, aunque hoy ya no lo sea, o como eso que alguna vez fue y en cierta forma nunca va a dejar de ser: un lugar sin salida.

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Portbou es tan apacible, tan sereno y de equilibrio, que se diría que de por sí le serviría de antídoto a cualquier desesperado. Pero eso es porque uno, por error, asocia la desesperación con ciertos gestos ampulosos y con tonos de estridencia. Pero existe evidentemente una forma diferente de la desesperación, acaso más profunda, acaso más verdadera, que está hecha de silencio y de reposo. Un tipo de desesperación que no es en absoluto incompatible con la calma. Matarse así: con calma.

El cansancio, tal como lo conocemos nosotros, es sin dudas de otra índole: mera fatiga, debilidad, desgaste del cuerpo; un grado finalmente ordinario, común y corriente, del cansancio, para nada inconciliable con el mundo de la vida. Pero ha de existir claramente un cansancio de otro tipo, más hondo y devastador, que no deja en cualquier caso de ser ni más ni menos que eso: cansancio.

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¿A eso se habrá referido Cesare Pavese con el título Lavorare stanca, con el título Trabajar cansa? Porque Pavese también se suicidó en el cuarto de un hotel. En Turín, en agosto de 1950.

El suicidio de Walter Benjamin en Portbou, en septiembre de 1940, nos deja, en parte como todos los suicidios, en parte más que ningún otro, tironeando infinitamente de una misma pregunta insoluble: cómo no se pudo hacer nada. Esa falta de resignación (la resignación que no le faltó al suicida) a veces se llama Adorno, a veces Scholem, a veces incluso se llama Benjamin; y suele enredarse en el repaso si sosiego de una circunstancia comprobada: que al resto de la comitiva, al grupo que escapaba junto con él, al día siguiente le franquearon el paso: que pudieron seguir viaje y, con el viaje, seguir con vida. De Francia a España, al mar, a América.

El Hotel de Francia ya no es un hotel, es una casa de departamentos. Ese cambio de condición acentúa su carácter sencillo y vulgar. La puerta de acceso es nueva, moderna; y es nuevo, moderno, el portón de su garaje. No tiene nada fuera de lo común. Como si fuese ésa, justamente la condición de posibilidad para haber sido lo que fue: el escenario definitivo de un hecho fuera de lo común de un hombre fuera de lo común.

Al cabo de un periplo tan penoso como agotador, con la muerte, como se dice, pisándole los talones, Benjamin había logrado por fin cruzar la frontera, pasar de Francia a España. Y ahí estaba: en un hotel de Portbou, que se llamaba precisamente Francia. Benjamin creía en el poder de los nombres, Benjamin sabía del poder de los nombres.

Las autoridades fronterizas de Portbou observaron que los papeles de Walter Benjamin no estaban en orden y que ellos debían, en consecuencia, devolverlo al punto de origen, Walter Benjamin pensó en las Gestapo, y tomó su decisión (o se dispuso a afrontar la decisión que en cierta forma ya estaba tomada).

En la parte alta de Portbou están la iglesia y la estación de tren. Desde ahí se baja al pueblo; las escalinatas de la ladera son anchas y generosas, bordeadas de casas que llevan al pueblo pero a la vez ya son el pueblo. Se llega en breve a la plaza de comercio: pequeña, hospitalaria, arbolada, cordial.

¿Cómo pudo resultar hostil un lugar así?

Es que no era el lugar; era el tiempo, eran los tiempos.

A pocos pasos de lo que fue el Hotel de Francia, y hoy es casa de departamentos, hay un café. No es otra cosa que la modestia lo que le otorga su indecible encanto. Se diría que está ahí desde siempre, es decir, que ya estaba en 1940.

La realidad, aun cuando resulte terrible, es siempre en algún sentido más simple que las conjeturas previas, que las suposiciones, que la especulación, que la trama inacabable y fantasmal de lo que se imagina. Porque la realidad, aun si terrible, es concreta, y por ende, tangible y abarcable, más acotada, más en la escala de las vivencias.

El ejercicio indeclinable del contrafáctico (¿y si Asja Lacis…? ¿Y si la Universidad de Jerusalén…? ¿Y si el Instituto de Investigaciones Sociales…? ¿Y si Bertolt Brecht…?) puede cobrar, en las callecitas atenuadas de Portbou, un tenor de llana cotidianeidad, incluso de trivialidad casi ramplona: ¿y si en vez de elegir la morfina y el final, se hubiese venido sencillamente al café, a unos pocos pasos nomás, a estar con los parroquianos, a dejar pasar el tiempo, a esperar que las cosas se arreglen?

Cuando el mar y su orilla no eran lo que serían después, un paisaje a contemplar, un espacio donde solazarse, cuando no eran sino un lugar adonde llegar o un lugar desde donde irse, y en lo esencial, un lugar de trabajo, los pueblos no los tenían más que como un afuera, un arrabal. En un pueblo tan chico como Portbou, las afueras quedan muy cerca, están ya casi adentro. Subiendo una cuesta, y sobre el mar, está el cementerio. Al nicho 563 fueron a parar los restos de Walter Benjamin. Y después de eso, a la fosa común.

Hay ahora una roca definitiva que hace las veces de tumba y que en consecuencia lo es.

En el nicho 563 hay ahora otra persona, hay ahora otro muerto. Su nombre es Juan. Para saber el apellido hay que apartar el entrevero de unas plantas que decoran el frente y su inscripción. Naturalmente, no lo hice.

En la carta que dejó antes de matarse, Benjamin lamentó no tener tiempo para escribir más cartas. En este pueblo de un puñado de casas en el que el tiempo se diría que abunda, a él le faltó. Lo urgió, pasaba muy pronto, ahí donde ahora parece detenido.

En esa misma carta, la que dejó antes de matarse, Benjamin definió a Portbou como “un pequeño pueblo de los Pirineos”. Dijo de los Pirineos, y no del Mediterráneo. Habló de las montañas, y no del mar. Se remitió a la frontera, ésa que ahora le vedaba el paso, y no al mar por donde intentaba escapar.

Eso dijo: que no tenía salida.

Iba a morir ahí, en un pueblo en el que, según escribió en esa misma carta, “nadie me conoce”. Ese nadie me conoce, más que de notoriedad, más que de reconocimiento, habla de desolación: de un sentirse (de un estar) completamente solo.

Esa misma noche, se suicidó.

Por el mismo camino sinuoso por el que hace un rato llegamos, nos vamos de Portbou: empieza a atardecer. Puede que la noche la pasemos muy cerca, en Llanca, o un poco más allá, en Cadaqués, o quién sabe si en Girona. Pero no vamos a dormir en Portbou. No vamos a hacer noche en Portbou.

Otras lecturas:

Nació en Buenos Aires en enero de 1967. Enseña Teoría Literaria en la Universidad de Buenos Aires y Narrativa Argentina en la Universidad Nacional de las Artes. Su último ensayo publicado es ¿Hola? Un requiem para el teléfono. Su última novela publicada es Confesión. Su último libro de cuentos publicado es Desvelos de verano.