Cómo convertir a Estados Unidos en la fábrica del mundo y romper todo en el camino

El sueño de Trump es lograr lo que los chinos, pero con mucho más músculo (aranceles) y menos paciencia (salarios bajos).

RADAR

Liberación para todas y todos. Finalmente llegó el día. Donald Trump venía anunciándolo con entusiasmo. El 2 de abril, en el Jardín de las Rosas de la Casa Blanca, el presidente de Estados Unidos anunció una escala de nuevas tarifas sobre bienes importados, que entró en vigor el sábado. Para los bienes de una buena cantidad de países, el arancel será del 10%. En América del Sur, con la excepción de Venezuela y Guyana, todos los países recibieron ese porcentaje. Asia en general y el Sudeste Asiático en particular recibió el impacto de porcentajes superiores: 46% para Vietnam; 44% para Myanmar; 36% para Tailandia, entre otros. 

Pero buena parte de la atención estuvo puesta en cuánto recibirían China y la Unión Europea: 34% y 20% respectivamente. Las reacciones en Beijing y en Bruselas fueron dispares. Los europeos, muy críticos de Trump, optaron por llamar a tener la cabeza fría, evitar la retaliación y sentarse a negociar. Ellos tienen, lo saben, otro tema por el cual ponerse de acuerdo: Ucrania. Pero debajo del gesto contenido hay preocupación. La amenaza para Europa no es solo la pérdida de acceso al mercado americano, sino la oleada de productos chinos que podrían ser redireccionados hacia sus puertos. El continente ya impuso aranceles de hasta 35% a vehículos eléctricos chinos y se prepara para ampliar esa lista si se intensifica la presión asiática.

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Beijing, en cambio, respondió con aranceles del 34% a productos estadounidenses, elevando su tarifa promedio a casi el 50%. Para los estándares diplomáticos chinos, es un rugido. Según Capital Economics, se trata de una “escalada significativa”. Como están las cosas, según estimaciones, la tarifa promedio de Estados Unidos sobre bienes chinos será del 76% y la de China sobre bienes americanos será del 50%. Esto en mi barrio se llama guerra comercial. El resultado es que Estados Unidos tendrá un arancel a la importación que no se veía desde 1908.

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El problema no es solo lo que este tipo de proteccionismo representa, sino lo que ignora. Cerca de la mitad de las importaciones estadounidenses son bienes intermedios: acero, microchips, maquinaria. Castigar esos productos no reconstruye fábricas, encarece fábricas. Por cada trabajador que produce acero en EE.UU., hay 80 que lo usan. Ayudar a uno sacrificando a los otros 80 no es estrategia industrial: es populismo con casco.

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Las razones detrás. Si te interesa ahondar en los fundamentos económicos de las tarifas MAGA, te recomiendo mucho que leas este paper de Stephen Miran, presidente del Consejo de Asesores Económicos de Trump, donde sienta las bases conceptuales y examina las opciones del Gobierno Es un trabajo de noviembre de 2024. Ya en el paper sugería un 60% para China y un 10% global.

Pero usemos el sentido común. El gobierno de Trump presenta objetivos que son contradictorios. A veces, los aranceles se presentan como una herramienta para reconfigurar la economía y recuperar la industria manufacturera, pero en otras ocasiones se los utiliza como medio para obtener ventaja diplomática. El objetivo económico de los aranceles puede ser recaudar ingresos a partir de las importaciones, o bien reducir las importaciones fomentando la producción interna —pero no puede ser ambas cosas a la vez–. Puesto de otro modo, no está claro si Trump pretende usar los aranceles para hacer costoso el statu quo y extraer concesiones de sus pares (Vietnam, por ejemplo, ya manifestó que está dispuesta a negociar para hacer bajar el arancel a cero) o porque desea en serio reducir la importación y promover la industria doméstica.

Más allá, Washington puede ponerle tarifas al acero chino o a la tostadora fabricada en Vietnam. Puede hacer desfilar discursos sobre «reindustrialización» y «soberanía económica». Pero hay una verdad incómoda que ni el proteccionismo más patriótico logra borrar: Estados Unidos gasta más de lo que ahorra. Y mientras eso no cambie, siempre necesitará importar capital del resto del mundo. ¿La contraparte? Un déficit comercial.

En el fondo, el sueño de Trump es un sueño chino: restaurar a Estados Unidos como la fábrica del mundo. Pero mientras China construyó su ascenso manufacturero con una mezcla de paciencia confuciana, salarios bajos y una estrategia estatal disciplinada, Trump prefiere otro método: forzar la relocalización castigando la importación. Es, por decirlo suavemente, una versión occidental del milagro chino, con más músculo que cerebro. Todo con cuentas que parecen hechas en una servilleta: toman el déficit comercial de Estados Unidos con un país como proporción de las importaciones de ese país y luego lo dividen por la mitad, para mostrar que son generosos.

¿Hacia dónde vamos? Resulta difícil saber con claridad. Lo más seguro es señalar que la incertidumbre será mayor. Luego, hay 3 riesgos que me interesa destacar.

Un riesgo es la retaliación. China ya comenzó. Habrá que ver cómo reacciona la UE y Londres que, hasta ahora, apuestan por tener una conversación un poco más razonable con Trump, lo mismo que Singapur. Si Trump elevó aranceles para mejorar su posición de regateo, probablemente haya margen para bajar tarifas a cambio de concesiones. Pero si su objetivo es aislarse y promover la industria local, entonces el sistema global quedará hecho trizas. 

Otro riesgo es que la proliferación de aranceles no haga otra cosa que frenar el crecimiento global, aumentando los costos de producción y reduciendo los intercambios entre países. La economía global actual es una red muy compleja de piezas, bienes y datos que atraviesan fronteras usando regulaciones globales y transnacionales. Una guerra comercial en construcción como la actual será el equivalente a un cortocircuito en esa red.

También está el riesgo de que el comercio se vaya reorganizando de otro modo. Al final del día, Estados Unidos representa aproximadamente el 13% de las importaciones globales. Los países podrían buscar diversificar sus socios comerciales y reducir su dependencia de Estados Unidos o negociar nuevos acuerdos comerciales. 

En síntesis, lo que hizo Trump es una pieza más de su estrategia para retirarse de la arquitectura global. Se fue del Acuerdo de París, señalando que el cambio climático le importa poco. Se fue de la Organización Mundial de la Salud, a quien acusa de responsable en la lucha contra la pandemia del Covid-19. Se fue del Consejo de Derechos Humanos. Y ahora está dejando el principio fundamental de la Organización Mundial de Comercio: el de nación más favorecida.

SONAR

¿El siglo de Musk?

Algunas figuras no lideran una era: la reflejan. De Gaulle fue Europa intentando permanecer autónoma entre superpotencias. Lee Kuan Yew, el canon del desarrollo sin democracia. Mandela, la idea —breve, noble— de reconciliación nacional como principio de política global. Esos hombres eran, cada uno a su manera, la condensación de sus respectivos momentos históricos.

Hoy, si hubiera que elegir un espejo de nuestro tiempo, ese no sería un estadista ni un diplomático, sería Elon Musk. No porque represente valores elevados, sino porque encarna sus opuestos con una soltura perturbadora. Musk es, en esencia, un collage de contradicciones: defensor del libre mercado que corteja regímenes autocráticos; empresario globalista que flirtea con el nacionalismo económico; libertario declarado que depende —masivamente— del Estado.

Hace negocios con China mientras invoca el “reequilibrio” estratégico con China. Ensambla autos con piezas importadas y luego reclama producción nacional. Se presenta como outsider, pero interviene como si tuviera despacho en el Ala Oeste. No pide permiso: twittea, actúa, decide.

En un mundo anterior, semejante contradicción hubiera sido fuente de tragedia o de escarnio. Hoy, es simplemente una estrategia. Musk ha logrado lo que antes requería décadas de acumulación institucional: volverse un actor geopolítico sin ser jefe de Estado, sin partido, sin voto popular. Su influencia no depende del aparato público, sino de una infraestructura privada —satélites, plataformas, contratos— que los Estados ya no pueden prescindir. El Pentágono lo llama. Kiev lo necesita. Bruselas lo regula con un temblor en la voz.

¿Y qué busca? Todo. Desde colonizar Marte hasta reescribir la política tecnológica global. Enemigo declarado de la burocracia europea, partidario ocasional de Trump, Musk no es ideológico: es visceral. Detesta la fricción, la mediación, el proceso. Admira la escala, la potencia, el atrevimiento. No sueña con gobernar, sino con rediseñar —y evitar— las estructuras que impiden hacerlo.

Su fortuna no es lo que impresiona. Lo que importa es la manera en que corporiza el desdibujamiento contemporáneo entre lo público y lo privado. Musk no necesita ser presidente para influir como uno. Ya lo hace: en conflictos armados, en políticas de defensa, en la arquitectura digital del discurso público. El siglo XX separó Estado y mercado. Musk vive en el pliegue que los fusiona.

La paradoja no es accidental: es estructural. Su empresa depende de subsidios; su discurso, de autonomía. Se dice libertario, pero negocia como un ministro. Reivindica la libertad de expresión, pero modera plataformas con criterios opacos. Admira el ingenio individual, pero gobierna con reflejos imperiales. Jefferson de día, César de noche.

Y sin embargo, lo más inquietante de Musk no es Musk. Es lo que dice de nosotros que una figura así se haya convertido en la silueta que perfila la era. Visionario o plutócrata, benefactor o estratega frío, no importa tanto qué es él, sino qué somos nosotros para necesitarlo.

La pregunta final no es qué representa Musk, sino por qué se volvió inevitable.

ESCRITORIO

¡Es la (geo)economía, estúpido! En línea con RADAR, aprovecho esta entrega para ahondar la cuestión del comercio y el sistema global que lo ordena, o no. Hoy está surgiendo toda una literatura acerca de la geoeconomía, desarrollada en gran medida por economistas. Son quienes se están tomando en serio el libro de Albert Hirshman National Power and the Structure of Foreign Trade, un clásico que ahora está siendo desempolvado de las bibliotecas.

Dicho de manera muy simplificada, la geoeconomía es la diplomacia con números. Es lo que ocurre cuando las naciones, en lugar de enviar portaaviones, activan controles de exportación. O sustituyen los discursos en la ONU por restricciones tecnológicas. En vez de ocupar territorios, ocupan mercados. Más que una disciplina, es un síntoma de época: en un mundo demasiado conectado para invadir y demasiado competitivo para confiar, el comercio, la inversión y la tecnología se han vuelto herramientas de presión tan efectivas como cualquier misil. No se trata de crecer, sino de mandar. No de prosperar juntos, sino de condicionar al otro. El poder, hoy, ya no se mide solo en divisiones militares, sino en chips, puertos, cadenas de suministro y regulaciones extraterritoriales. Es la lógica del conflicto, sí, pero vestida de power point, con logo corporativo y una cláusula legal al pie. La geoeconomía no reemplaza a la geopolítica. La actualiza.

A comienzos de 2025, la American Finance Asociation organizó un panel sobre geoeconomía. Acá podés ver unas presentaciones que te darán una noción de cómo se está pensando hoy la relación entre política y economía, o entre cañones y manteca. También te invito a que mires este sitio, con varios papers acerca de la geoeconomía.

¿Hay o no desacople? En línea con otros trabajos que mencionamos en esta sección, te acerco este texto del Banco Central Europeo elaborado hace muy poquito y titulado Navigating a fragmenting global trading system: insights for central banks. El trabajo es interesante por la forma en que organiza el comercio hoy en torno a tres grandes bloques y por cómo arriba a una conclusión intermedia entre los optimistas (que señalan que la globalización sigue su curso) y los pesimistas (que señalan que el desacople y la desglobalización son los signos de nuestro tiempo). Para los autores, existe evidencia de desacople y fragmentación, pero esto se da entre actores puntuales: Estados Unidos con China, Europa con Rusia. El resto más o menos sigue su juego. Al menos hasta la semana que pasó.

Otras lecturas:

Estudió relaciones internacionales en la Argentina y el Reino Unido; es profesor en la Universidad de San Andrés, investigador del CONICET y le apasiona la intersección entre geopolítica, cambio climático y capitalismo global.