Bombas en Plaza de Mayo: el bautismo de fuego de los comandos civiles

Dos explosiones durante un discurso del presidente Juan Domingo Perón, inauguran una escalada de violencia que ya no se detendrá.

El 15 de abril de 1953 dos bombas estallaron en las inmediaciones de Plaza de Mayo, mientras se realizaba un acto peronista convocado por la Confederación General del Trabajo (CGT). El atentado dejó más de 90 heridos y 6 muertos: Santa Festigiata D’ Amico, Mario Pérez, León David Roumeaux, Osvaldo Mouché, Salvador Manes y José Ignacio Couta.

La convocatoria había surgido desde la propia CGT en respuesta a un clima que comenzaba a ponerse denso. Hasta entonces, el peronismo utilizaba el 1° de mayo o el 17 de octubre para mostrar fortaleza. Pero ahora era necesario crear un evento de respaldo previo, en un contexto político y económico complejo. En los primeros días de marzo, se agravó una situación cuyos episodios comenzaron el año anterior: aumento del precio de la carne, desabastecimiento de algunos productos y cortes de luz en Buenos Aires y el Conurbano. El peronismo había lanzado una campaña “contra el agio y la especulación” para frenar el aumento de precios que amenazaba el corazón del modelo: los trabajadores, cuyos sueldos se encontraban congelados de acuerdo al plan de estabilización anunciado por Perón en febrero de 1952. 

Frente a ese escenario, la Federación Luz y Fuerza hizo pública una convocatoria para reunir un congreso que tratara la cuestión del aumento de los precios. El gobierno reaccionó, temiendo que la convocatoria se le escape de las manos y, tras una reunión de Perón con la CGT y la CGE, que nucleaba a empresarios, se decidió la convocatoria a un acto que sirviera como demostración de fuerza. 

Si te gusta Un día en la vida podés suscribirte y recibirlo en tu casilla cada semana.

Sobre llovido, mojado. A la situación económica se le agregaba un episodio que enrarecía aún más el clima. En la noche del 8 de abril, aparecía muerto en su departamento el secretario privado de Perón y hermano de Eva Perón, Juan Duarte, en medio de una investigación impulsada por el propio gobierno. 

El acto estaba convocado para las 17 hs. en Plaza de Mayo. Hablaría primero el titular de la CGT, Eduardo Vuletich, y luego cerraría la convocatoria el propio Perón. Se había declarado asueto administrativo desde las 16 hs. para facilitar la concurrencia de los trabajadores. El discurso del presidente sería transmitido por cadena nacional. Pero un grupo de personas tenía otros planes. 

Tras las palabras de Vuletich, Perón subió al escenario. Dejó claro de inmediato de qué se trataba el asunto. Había que ponerse a trabajar, dijo, “para derribar las causas de la inequitud creada a raíz de la especulación, de la explotación del agio por los malos comerciantes”. Cuando aceptó la responsabilidad de un segundo mandato, les relató, lo hizo confiado en que el pueblo argentino le pondría el hombro para terminar lo que en su primera presidencia había quedado inconcluso. “Miles de salvadores llegan siempre hasta los gobernantes. Todos proponen medidas para salvar la Patria; pero, señores, ese es un síntoma de ignorancia y de ineptitud. A la Patria la salva una sola entidad: el pueblo”, reflexionó.

Cenital no es gratis: lo banca su audiencia. Y ahora te toca a vos. En Cenital entendemos al periodismo como un servicio público. Por eso nuestras notas siempre estarán accesibles para todos. Pero investigar es caro y la parte más ardua del trabajo periodístico no se ve. Por eso le pedimos a quienes puedan que se sumen a nuestro círculo de Mejores amigos y nos permitan seguir creciendo. Si te gusta lo que hacemos, sumate vos también.

Sumate

No era una apelación abstracta. Perón convocaba al pueblo organizado a una tarea muy concreta en el marco de la campaña contra el aumento de los precios. “He repetido hasta el cansancio que en esta etapa de la economía argentina es indispensable que establezcamos un control de los precios, no solo por el gobierno y los inspectores, sino por cada uno de los que compran, que es el mejor inspector que defiende su bolsillo”. No era la primera vez. Al inicio de su mandato, había convocado a una campaña similar

El presidente estaba a punto –prometía– de realizar una análisis rápido de por qué no podían liberarse los precios de los productos, tal y como le pedían los comerciantes. Pero entonces sonó la primera detonación y el análisis nunca llegó. El primer explosivo se había colocado en la confitería del Hotel Mayo, en Defensa e Hipólito Yrigoyen. Como se encontraba cerrada por refacciones, la explosión no produjo muertos ni heridos de gravedad. Pero fue suficiente para cambiar el clima. “Esos, los mismos que hacen circular rumores todos los días, parece que hoy se han sentido más rumorosos, queriéndonos colocar una bomba”, dijo Perón desde el escenario tras la explosión, quizás sin sospechar todavía la magnitud del evento. 

Pero bastaron unos minutos para comprender el alcance del asunto. Otra explosión. Ahora el sonido venía de la estación Plaza de Mayo de la Línea A del subterráneo, también cerrada por refacciones. Pero la potencia de estos últimos explosivos era mayor y el saldo más grave. Cinco víctimas fatales ese día y el restante, José Ignacio Couta, unos días después. Más de 90 heridos y 19 personas que quedaron lisiadas de manera permanente. 

El presidente de la Nación no lo sabía aún. Pero podía sospecharlo y su discurso se encendió. No me faltaban razones, dijo, para anunciar que esto era parte de un plan preparado. Prometió que los responsables serían identificados y sancionados. El tono se elevó. “Compañeros, creo que, según se puede ir observando, vamos a tener que volver a la época de andar con el alambre de fardo en el bolsillo”, aseveró. La multitud respondió. 

–Leña, leña, leña. 

El presidente redobló la apuesta: “Esa leña que me aconsejan, ¿por qué no empiezan ustedes a darla?”. La explosión, insistió, era la confirmación de lo que el presidente venía diciendo. Eran los mismos que aumentaban los precios y organizaban la falta de carne. Era, dijo, “la demostración de que se trata de una guerra psicológica”. 

Pese a los múltiples llamados a pasar a la acción, al terminar su discurso Perón le pidió a los manifestantes que se retiraran tranquilos, confiados en que “yo he de saber hacer las cosas como las he sabido hacer hasta ahora, que esto lo he de remediar sin hesitaciones y sin nerviosidades, con frialdad, pero con una energía tremenda cuando sea necesario”. 

Pero no todos los manifestantes interpretaron de igual manera la directiva. Los actos solían terminar, luego de los discursos, con algún evento artístico. Ese día fue distinto. Con la última palabra de Perón, y en medio de la angustia por las explosiones, las columnas se desmovilizaron en silencio. Una de ellas –cuenta Félix Luna en Bombas e incendios, un texto que publicó en la revista Todo es Historia sobre este evento– desconcentró por Avenida de Mayo y luego por Rivadavia. Cuando pasaron frente a la Casa del Pueblo, sede del Partido Socialista en Rivadavia al 2100, los manifestantes se detuvieron e hicieron sentir el descontento. En las siguientes horas, sedes del Partido Demócrata Progresista y la Unión Cívica Radical recibieron visitas similares. Hubo incendios y enfrentamientos armados en algunas de ellas. Una última columna se dirigió al Jockey Club, en Florida al 700. Los pocos socios que quedaron fueron expulsados y el edificio amaneció incendiado. Finalmente, dos intentos más, contra el “Petit Café”, de Santa Fe y Callao, y contra la sede del diario La Nación, fueron rechazados por efectivos policiales. 

Luis María Ortiz era peón en un local de la empresa de venta de automóviles Redondo Hermanos. Cuenta la historia que se publica en una edición revisada del libro Bombardeo del 16 de junio de 1955 (disponible aquí) que al día siguiente del atentado, Ortíz empezó a sospechar. Los días anteriores había visto reuniones clandestinas de algunos dirigentes radicales a los que pudo reconocer. Una noche, uno de los reunidos pidió salir por una puerta trasera, creyendo que lo seguían. Al día siguiente, llegaron al local cinco bolsas con contenido pesado, directo desde la imprenta del diario El Imparcial, de Chascomús. La noche anterior al atentado, recordó finalmente Ortíz, un grupo de personas estuvo reunida toda la noche en el local. Al día siguiente, los hermanos Redondo se mostraban preocupados y mandaron a Ortíz a llevarle una carta a Luis Fuller, uno de los allí reunidos. 

Ortíz terminó de confirmar sus sospechas cuando recibió la orden de destapar los baños del local donde trabajaba. Allí encontró pedazos de papel con la leyenda “Explosivos-Atlas-Solis” y terminó de armar la historia que, horas después, contaría en la comisaría más cercana. 

Bastó la denuncia para que una cuadrilla de Obras Sanitarias se dirigiera al local y destapara las cañerías de la casa, de las que salieron papeles parafinados, más cartones con leyendas de explosivos y cartuchos con restos de dinamita. Así llegó la orden que dispuso el allanamiento del lugar. En el fondo del local funcionaba un taller. Cuando los funcionarios judiciales ingresaron, encontraron elementos de relojería similares a los utilizados en los atentados y una importante cantidad de dinamita enterrada en un túnel. La pista de la dinamita llegó hasta Uruguay. Por esos días, luego del atentado del 15, un accidente aéreo tuvo lugar en Salto, Uruguay. El hecho se vinculó rápidamente al origen de los explosivos que, se estableció, habían sido introducidos en vuelos clandestinos desde Uruguay, aterrizando “en campos de conocidos opositores políticos”. Aquella frase de Perón –“tienen apoyo del extranjero”– resonaba en el caso. 

La investigación llegó hasta Roque Carranza, quien fue detenido y confesó haber sido uno de los autores del atentado y el fabricante del explosivo. A partir de su detención se identificó a Miguel Ángel de la Serna, Carlos Alberto González, Dogliotti (miembro de la Junta Nacional del Partido Demócrata Progresista) y Rafael Douek (afiliado al Partido Demócrata Progresista, quien además estuvo implicado en el intento de golpe de Estado de 1951). Además se encontró una tercera bomba que no había llegado a explotar, en la terraza del Nuevo Banco Italiano. Se logró frustrar un plan para atentar contra la casa de gobierno, previsto para el miércoles 13 de mayo, durante una reunión de gabinete. Ese mismo día, un agente de Policía evitó el estallido de una bomba a segundos de explotar, en la puerta de una finca en la calle Santa Fe al 500. Era la casa del expresidente Edelmiro Farrell. Las declaraciones, dijeron luego los imputados, fueron realizadas bajo torturas y negadas. 

La pesquisa concluyó en que Arturo Mathov, dirigente radical del sector unionista, dirigía el grupo que se reunía en el local de los hermanos Redondo. Allí se fabricaban los explosivos y se redactaban los panfletos, que luego venían impresos desde Chascomús, tal como había visto Ortíz. Mathov coordinaba a los grupos y mantenía el contacto con el exterior, en especial con Silvano Santander, radicado en Uruguay. Se trataba de un comando civil, integrado por jóvenes ligados a la masonería y radicales unionistas. 

El texto de Félix Luna sostiene algunos matices al respecto. Asegura que se trataba de un grupo de jóvenes, de no más de 15 o 20, menos orgánico de lo que se pensaba. Venían de la época de lo que ellos mismos denominaban “la resistencia”, entre 1943 y 1946. En ese momento entrenaron en el manejo de armas y explosivos. Incluso habían intentado asesinar, sin éxito, a Perón en uno de sus viajes. Eran universitarios, cercanos a la FUBA. Casi todos, de buenas familias tradicionales, buena posición económica y conocidos de frecuentar los mismos clubes sociales y deportivos. “Creían –escribe Luna– que eran antiperonistas porque defendían la libertad pero en realidad lo eran porque les repugnaba el populismo de Perón”. 

Fue parte de lo que se conoció como los comandos civiles que, si bien no fueron trascendentales en términos militares para el derrocamiento del gobierno constitucional, fueron claves en términos de activación política. Así lo demuestra el episodio de abril de 1953. Hasta entonces, estos grupos habían hecho estallar artefactos explosivos en Buenos Aires. Cada diez o quince días, circulaban rumores (porque no se publicaba la noticia) sobre pequeñas explosiones en el Círculo Militar, el Centro Naval, la Corporación de Transportes y Ferrocarriles Argentinos. Otro estalló cerca de la Bolsa de Comercio mientras hablaba el ministro Ramón Cereijo y se registraron explosiones durante el regreso de Perón de una gira en Chile y en el propio funeral de Juan Duarte. 

Pero hasta entonces ninguno tuvo la magnitud del episodio de abril, con un saldo de seis argentinos muertos y más de 90 heridos. A partir de entonces, la dimensión de la violencia cambió para siempre. Sería el evento con más muertos y heridos hasta que llegase el fatídico junio de 1955, cuando un sector de las Fuerzas Armadas bombardearon a su propia población civil. 

Otra vez, en Plaza de Mayo.

Acaso eso no habría sido posible sin esos tres artefactos que explotaron un 15 de abril de 1953 durante la manifestación.

Es politólogo de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Nació en Olavarría, una metrópoli del centro de la provincia de Buenos Aires. Vio muchas veces Gladiador.