Bailando con la América de Trump: la región frente a la reconfiguración estadounidense
La idea de que China cumpla un rol de contrapeso a Estados Unidos es, por ahora, una ilusión. Aunque hay declive, todavía hay control.
Hace casi un cuarto de siglo, a finales de 2001, el FMI le negó a la Argentina un desembolso de 900 millones de dólares en el marco del programa entonces vigente, sellando la suerte del gobierno de Fernando De la Rúa. Faltaba casi nada para que una rebelión popular formalizara su salida, iniciando un ciclo largo marcado por los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner, pero que marcó también el tono y los límites del gobierno de Mauricio Macri, y que sólo encontraría su final definitivo con el fracaso del Frente de Todos.
El 11 de septiembre de ese año, cuando un comando terrorista del grupo Al Qaeda secuestró dos aviones y los estrelló contra las Torres Gemelas de Nueva York, el entonces secretario de Finanzas argentino, Daniel Marx, se preparaba para viajar a los Estados Unidos, donde intentaría negociar con el Tesoro y el FMI una línea de salvataje que permitiera evitar una cesación de pagos que, tras los ataques terroristas, se volvió inevitable.
Mucho más que de las hipótesis de Paul O’Neill sobre el “riesgo moral”, el default argentino fue un testimonio de una etapa de irrelevancia relativa de la región ante los ojos de los Estados Unidos. Mientras el Fondo y los estadounidenses permitieron que Argentina cayera por una serie de vencimientos que rondaban los 2 mil millones de dólares, Turquía, un aliado de la OTAN que sirvió como una base clave en los Estados Unidos de cara a Medio Oriente, la región donde la guerra contra el terrorismo había puesto la prioridad, recibiría más de 30 mil millones de dólares de asistencia internacional para superar su propia crisis de comienzos de década. Mientras, Argentina se hundía, y luego salía sin mucha ayuda, de la peor crisis de su historia.
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Lejos de la mirada atenta de los Estados Unidos, la primera década del siglo vio emerger una ola de gobiernos de izquierda y centroizquierda que se consolidarían a partir de una enorme extensión de las redes de asistencia y seguridad social, y en general, una mejora de las condiciones de vida de las mayorías financiada por la redistribución de los frutos de las excepcionales condiciones internacionales generadas por la creciente y aparentemente insaciable demanda asiática, particularmente china. Desde Lula hasta Evo Morales y desde Rafael Correa hasta Michelle Bachelet, el giro político a la izquierda tuvo un obvio correlato en la reconfiguración del sistema global, su economía y sus prioridades, que abrió una etapa de feliz indiferencia.
No es casualidad que entre los grandes países de América Latina, ni México ni Colombia, donde por distintos motivos la mirada de Estados Unidos se mantuvo atenta y participante, se hayan mantenido al margen de la llamada ola rosada que tiñó al continente. El esquema, además, se beneficiaba de un mundo sin demasiadas fricciones. La China cuyo crecimiento absorbía las materias primas que financiaban la redistribución latinoamericana era un engranaje central de la estrategia occidental. Admitida en la OMC en 2000, se constituyó en el principal centro de producción de las multinacionales occidentales y, crecientemente, en el principal mercado de expansión del consumo.
La globalización y sus cicatrices
El momento de gloria de la primavera progresista sudamericana, como el desinterés de Washington, empezaron a agrietarse mucho antes de que el cambio fuera evidente en acciones concretas o en el signo de los gobiernos. Si en el pico de la crisis de 2008-2010, gobernantes como Lula da Silva, Cristina Fernández de Kirchner o incluso Hugo Chávez postulaban a la región y los países que conducían como una alternativa plausible a un capitalismo occidental cuyas enormes vulnerabilidades se habían manifestado en su seno. Mientras en Estados Unidos un George W. Bush totalmente fracasado negociaba con un Barack Obama todavía inmaculado un rescate de cientos de miles de millones para su sector financiero e industrial, con dinero de los contribuyentes que sufrían la recesión, y Europa desangraba a distintas velocidades sus modelos de crecimiento en programas de austeridad, los grandes países sudamericanos parecían resistir bien el impacto, y sostenían altísimas tasas de crecimiento en la recuperación. En 2010, Brasil creció al 7,5%, y Argentina al 9,2%.
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SumateComo la crisis del petróleo y la Unión Soviética, los impactos en la región eran más subterráneos, pero también más profundos. La segunda década del siglo XXI estaría marcada por términos del intercambio muchísimo menos ventajosos tanto para la producción de commodities agrícolas como energéticos. Las tasas de crecimiento, siempre ligadas a los precios internacionales de nuestras economías extractivas se volvieron, en el mejor de los casos, oscilantes. La salsa secreta del crecimiento con distribución del ingreso encontró su final de maneras más o menos desafortunadas en función de la prudencia previa en la administración de la bonanza, Argentina inició un ciclo de más de una década de caída, y al día de hoy se encuentra bien por debajo de los niveles de producto por habitante de 2011.
Venezuela vio evaporarse su democracia para garantizar la supervivencia del régimen ante un deterioro brutal de las condiciones de vida de la población, expulsada por millones, generando la mayor crisis de refugiados de la historia latinoamericana reciente. En Brasil, la destitución sin causal de justificación de Dilma Rousseff coincidió con una recesión profunda, Chile redujo sustancialmente su tasa de crecimiento, el Frente Amplio en Uruguay aguantó, pero se debilitó sustancialmente y el milagro económico de Evo Morales, que había combinado altas tasas de crecimiento, baja inflación, solidez fiscal y acumulación de reservas sólo se mantuvo a costa de consumir muy agresivamente el ahorro generado en tiempos de bonanza. La actual crisis boliviana tiene su raíz en aquellos años.
La mirada de los Estados Unidos tampoco fue la misma. Para el segundo mandato de Obama, ya estaba claro que los incentivos a la colaboración en la relación del país con China comenzaban a pesar tendencialmente menos que los elementos de competencia sistémica. Para ese momento, China era ya, por lejos, el principal socio comercial de América del Sur, y un actor cada vez más influyente en materia de inversiones y financiamiento. Washington miraba con recelo, aunque aún no con abierta hostilidad esas asociaciones, del mismo modo, la actitud de los Estados Unidos fue adversarial hacia iniciativas regionales que no los incluían, como Unasur y CELAC, aún cuando estas nunca terminaron de materializarse. En contraste, la OEA fungió como un virtual brazo ejecutor de las políticas estadounidenses, se convirtió en un antagonista de los gobiernos de izquierda y progresistas de la región.
El rol nunca demasiado aclarado de los Estados Unidos en el apoyo a la ofensiva judicial contra dirigentes progresistas, aunque lejos de explicar en su totalidad o incluso en su mayor parte, estos conflictos, no pasó desapercibido. Cristina terminó su mandato con una postura sumamente hostil hacia los Estados Unidos (vale recordar aquel discurso en Naciones Unidas en 2014: “Si me pasa algo, miren al norte”). Los gobiernos del Partido de los Trabajadores fueron en general más cautos, pero las tensiones con los desalineamientos planteados por el gobierno de Dilma fueron evidentes. En 2014 se impusieron también las primeras sanciones contra funcionarios venezolanos a partir de la represión y persecución contra dirigentes opositores, aunque vale aclarar que estas sanciones sólo alcanzaban a personas y de ningún modo pueden utilizarse para quitar responsabilidad al gobierno venezolano por el descontrol económico derivado de su política. Otra señal, acaso positiva, de atención puesta en la región fue el relajamiento parcial de las restricciones a Cuba, un giro positivo que resultó efímero.
La llegada de Trump
Las tendencias que durante los últimos años de Obama aparecían todavía embrionarias dieron un salto no solamente cuantitativo sino cualitativo con la llegada de Donald Trump. Una política muchísimo más brutal y directa, un foco explícito en la región caracterizado por una formulación ideológica emparentada con la mirada de la Guerra Fría. La llegada de Donald Trump significó también el final de cualquier pretensión de gestión de la relación con China que no estuviera ordenada en torno al conflicto sistémico, aún cuando la rivalidad admitiera períodos y espacios para momentos de mayor o menor distensión. Esa caracterización sería determinante en la política hacia la región, dado el peso de la potencia asiática.
Durante su primer mandato, Trump recuperó oficialmente la doctrina Monroe –“América para los americanos”, que se ha usado para justificar la intervención en el continente y el rechazo activo a la presencia de cualquier potencia extrarregional– y tuvo una política de injerencia activa en la política interna de varios países. Las sanciones contra Venezuela, que hasta entonces se habían concentrado en unos pocos funcionarios señalados por violaciones masivas a los derechos humanos, cayeron con fuerza sobre la economía petrolera, agravando una situación económica y social que, por obra y gracia del gobierno, ya estaba sumamente deteriorada. Sobre el país caribeño también intentaron un cambio de régimen a partir de un programa de desestabilización interno que fracasó ruidosamente.
El rol protagónico de la observación electoral de la OEA en la legitimación del golpe de estado en Bolivia, en 2019, con informes grotescos y técnicamente insostenibles, respondió a un libreto dictado desde Washington, que también apoyó en aquel entonces los movimientos de ruptura en instancias como CELAC y Unasur, alentando agrupamientos efímeros como PROSUR que, sin embargo, fueron eficaces para terminar de vaciar la pobre arquitectura regional construida en la década anterior.
Con todo, sin embargo, el endurecido y aumentado foco regional se mantuvo, en gran medida, concentrado en sitios previsibles. Venezuela, e incluso Bolivia, podían verse como parte de la larga obsesión sin horizonte estratégico cuyo epicentro es la política del estado de Florida. La intención de Trump de comprar Groenlandia fue percibida entonces como una extravagancia y el foco en la presencia China como algo perenne y no necesariamente particular de la política sobre América Latina. Acaso el indicador más disruptivo sobre la renovada importancia de la región haya sido, en un sonoro contraste con George W. Bush, el inédito rescate que el Fondo Monetario Internacional concedió al gobierno de Mauricio Macri, por más de 50 mil millones de dólares, sólo posible por el peso decisivo de los Estados Unidos en el directorio del organismo.
Trump II y la reconstrucción de las zonas de influencia
Si el primer Trump desempolvó la doctrina Monroe, el segundo la convirtió en el eje estructurante de la política exterior. Transcurridos diez meses de su segundo mandato nos encontramos con una política exterior bien definida en la que el continente americano –el hemisferio occidental, en el argot estadounidense– ocupa un lugar absolutamente protagónico. El protagonismo de Marco Rubio, el secretario de Estado que mejor conoce, por los malos motivos, América Latina, al menos desde el final de la Segunda Guerra Mundial, es apenas un indicador de una política cuyo foco es sistemático, y que construye sobre las definiciones del primer mandato, buscando consolidar una zona de influencia continental, algo que confirma el otro gran departamento encargado de la política exterior estadounidense, el de Defensa. El borrador de la Estrategia de Seguridad Nacional, que se filtró en la prensa estadounidense da cuenta de una modificación del foco militar norteamericano, volcado, más que a China y Rusia, al propio país y la seguridad continental.
Las políticas desplegadas durante los últimos meses abundan y abarcan diversas facetas del poder estadounidense. Por mencionar sólo algunas de las más rutilantes, el monumental despliegue marítimo militar en el Mar Caribe, frente a las costas venezolanas, la presión –exitosa– sobre el Canal de Panamá para remover a las empresas chinas de los puertos pacífico y atlántico vinculados al paso, los aranceles extraordinarios sobre Brasil, explícitamente motivados en decisiones políticas internas de ese país y complementados por sanciones contra un juez de la Suprema Corte, los aranceles contra México y Canadá, luego suavizados, los discursos sobre la anexión de Canadá y Groenlandia, que los gobiernos danés y canadiense, a pesar de la incredulidad inicial, tuvieron que tomar en serio, las amenazas de acciones de fuerza en territorio mexicano contra grupos criminales, las sanciones y quites de asistencia contra el gobierno de Gustavo Petro en Colombia.
Otra vez más, el caso de Argentina ocupa un lugar destacado, por ser probablemente la única zanahoria que se aprecia en el repertorio de palos y zanahorias estadounidenses incluso a nivel global, pero también por el nivel extraordinario de costos políticos que la administración Trump estuvo dispuesta a asumir para asistir al gobierno de Javier Milei –para peor, en una víspera electoral–, no sólo mediante su influencia en el FMI, sino con recursos propios del Tesoro, un movimiento injustificable por el peso sistémico político o financiero de la Argentina. La amenaza de Trump –su versión del “voten bien”– vino en este caso acompañada de recursos cuantiosos, cuya utilidad aparece todavía en suspenso.
La reconfiguración de la relación con América Latina debería tomar en cuenta dos consideraciones sistémicas importantes. La primera es la modificación de la estrategia del gobierno estadounidense ante el conflicto con China. Si en el primer mandato el foco de los aranceles y medidas norteamericanos se concentró en el país asiático, en estos primeros meses de Trump prevaleció un enfoque indirecto, en el que Estados Unidos buscó reconfigurar la relación con aliados y terceros países. El rearme relativo de Europa y el traslado al continente de los costos asociados a la defensa de Ucrania, los acuerdos comerciales informales por los que la Unión Europea, Japón, Vietnam y el Reino Unido, entre otros, son indicadores tanto de esa intención norteamericana como de su capacidad de daño, que le ha permitido asegurarse concesiones relevantes en cada uno de los acuerdos avanzados. En la región, las acciones estadounidenses parecen perseguir un alineamiento acaso más intenso que el existente fuera del continente, lo que explica las intervenciones directas en asuntos domésticos de democracias extranjeras como son la argentina y la brasileña.
En segundo lugar, hay que señalar que el despliegue estadounidense no fue contestado de forma significativa por ninguna potencia extra continental. La expectativa de que China –o Rusia, o Irán, si uno se guiara por las publicaciones de prensa– ofreciera concesiones comerciales, económicas o diera apoyo militar significativo a los países que se alejan de Washington no parece verificarse. Si en el plano militar no hay ninguna preocupación seria para Washington, las instancias de cooperación económica bilateral de China con países de la región parecen mantenerse dentro de criterios de rentabilidad y beneficio para los intereses materiales de Beijing, mucho más que intentos de condicionar la política de los países. Para ilustrar esto último, resulta significativo que el proyecto de infraestructura regional más importante de los últimos años, el puerto de Chancay, se haya llevado adelante en el Perú, mientras la exposición china en Venezuela haya decrecido sostenidamente desde el inicio de las sanciones estadounidenses en 2014.
¿Qué hacer? El sinuoso camino de la soberanía
Vista desde los países de América del Sur, la agresiva estrategia estadounidense requiere volver a calibrar la política exterior en función de los enormes riesgos y, también, de las oportunidades que supone. Una opción evidente es el tipo de alineamiento que propone el gobierno de Javier Milei y que, probablemente, sigan con algo menos de intensidad unos eventuales gobiernos de derecha en Chile o Colombia si, como indican las encuestas, fueran a imponerse en las próximas elecciones presidenciales. Este enfoque, más allá del auxilio extraordinario recibido por el gobierno argentino, tiene serios problemas en materia de capacidades de decisión soberana, y choca de frente con la estructura del comercio exterior de la región, fuertemente desnivelado hacia China, y ata a los países a una potencia cuya posición, incluso de estabilidad interna, aparece llena de interrogantes.
Otra alternativa, la confrontación directa y voluntaria con unos Estados Unidos volcados hacia la región implica, sencillamente, desconocer el principio básico de correlaciones de fuerza que rige las relaciones internacionales. Si esto es evidente en abstracto, los ejemplos de Cuba, tras la caída de la Unión Soviética, y de Venezuela, en años recientes, deberían funcionar como advertencia contra la tentación de asumir costos innecesarios en batallas imposibles de ganar, que convierten el conflicto en una pelea de subsistencia con costos enormes. Las dificultades de la postura teatral de Petro, sin correlato positivo alguno en la opinión pública de su país debería servir como precaución incluso en escenarios de enfrentamiento más contenido, cuando no está debidamente motivado.
La ilusión de que China cumpla el rol de contrapeso que hace cuatro o cinco décadas cumplió la Unión Soviética no es, hasta el momento, más que una ilusión. El diagnóstico –correcto– sobre el declive relativo de los Estados Unidos requiere tener cuidado tanto sobre su significado como sobre su alcance. Estados Unidos ha mantenido en las últimas décadas una porción relativamente constante de participación en la economía internacional, y sólo declina en términos proporcionales, en relación a una China cuya participación crece aceleradamente y cuya población lo cuadruplica. En cuanto al alcance de ese declive, el continente americano, separado de Eurasia por dos océanos, probablemente sea el último lugar del mundo donde el poder estadounidense y su capacidad de despliegue puedan ser contestados exitosamente.
¿Qué hacer entonces? Lejos del alineamiento automático que pregona el gobierno argentino y el antiamericanismo bobo que muestran algunos opositores, la región muestra liderazgos capaces de maniobrar las dificultades que impone la política estadounidense con enfoques que mezclan pragmatismo para las concesiones y líneas rojas que sostener. Claudia Sheinbaum ha logrado evitar hasta el momento tanto las acciones directas estadounidenses en su territorio, como los aranceles más agresivos. Tanto ella como su predecesor fueron enérgicos respecto de lo que era inaceptable para México, pero sumamente flexibles para las concesiones por fuera de esas líneas rojas. El endurecimiento de controles fronterizos y de la política contra el narcotráfico, la renegociación del Tratado de Libre Comercio y las medidas en estudio de restricción de las importaciones de China –que México espera utilizar como trampolín para sustituir importaciones– son ejemplos de esa flexibilidad.
También Lula, que reaccionó contundentemente a las medidas arancelarias y las sanciones a un juez del Tribunal Supremo pero se cuidó de no tomar contramedidas proporcionales y abrió diversos canales formales e informales de negociación ha sido un ejemplo de respuesta a la coerción estadounidense. No hay aún resultados, pero todos los análisis sobre las negociaciones en curso son alentadores. Y encuentran en la mezcla de intransigencia concentrada en unas pocas líneas rojas y flexibilidad en la búsqueda de áreas amplias de interés común un camino que parece digno de ser transitado.
En una Argentina donde los equilibrios escasean, sería deseable que la comprensión de los peligros de la situación actual nos evite otro tránsito acelerado en nuestro eterno péndulo político, en momentos en que el hemisferio occidental, lejos de la tranquilidad de antaño, vuelve a ser campo de disputa.