Aranceles, la vuelta de la política del matón: ¿el Irak de Trump?
La decisión arancelaria de Washington tensiona los lazos con aliados históricos, redibuja su estrategia frente a China y genera gran incertidumbre en la economía global.

Los entusiastas de Javier Milei se apresuraron ayer a manifestarse, casi eufóricos, cuando la Casa Blanca anunció un nuevo cuadro de aranceles generalizados a la producción del resto del mundo, que incluía a las exportaciones de Argentina en la banda de aranceles más reducida — del 10% — , en un cuadro arancelario en el que aliados de los Estados Unidos eran castigados con cuantías dos, tres y hasta cuatro veces superiores. Una liviandad relativa que no aparecía recíproca si pensamos en los altos niveles arancelarios del país, y que los influencers y dirigentes libertarios — e incluso el propio presidente — rápidamente atribuyeron a la afinidad personal y política entre los gobiernos de Buenos Aires y Washington. Amigos son los amigos, dijeron.
La narrativa duró poco. Brasil y Argentina comparten el Mercosur y, por lo tanto, similares niveles de imposición a las importaciones desde Estados Unidos. Lula da Silva, desde un lugar político literalmente opuesto — Bolsonaro encomendó a Trump cuidar de su hijo, que se autoexilió en el país del norte — , obtuvo exactamente el mismo tratamiento arancelario que el amigo libertario. En el caso argentino, el contexto financiero general terminó por echar por la borda cualquier festejo.
El problema de la lectura oficialista reproduce muchos de los defectos del provincialismo que impera en gran parte de los análisis locales de lo que son fenómenos de alcance global. Mientras que, en la antesala de una eventual victoria de Donald Trump, la principal certeza geopolítica de su segundo mandato parecía ser un endurecimiento del enfrentamiento con China, ya desde antes de su asunción se advirtió que aquellas mentadas certezas difícilmente fueran a funcionar como una guía para entender el rumbo de su gestión. China ya ha sido alcanzada por la administración, que le impuso aranceles del 20% y, de acuerdo a los anuncios de ayer, le impondría un 34%, en principio, adicional. La política comercial respecto del gigante asiático difícilmente pueda caracterizarse entonces como contemplativa. Pero un endurecimiento del enfrentamiento estratégico requiere muchísimas cosas más que una política arancelaria bilateral agresiva.
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Hasta el momento, la principal novedad del Trump recargado no es su actitud hacia China — donde, más allá de las represalias reglamentarias, las reacciones fueron medidas — , sino hacia los aliados. Cualquier plan de confrontación hegemónica supone, casi por definición, estrategias de conformación de bloques o alianzas. Los Estados Unidos llegaron al momento de tensiones con China con la ventaja de décadas de construcción de alianzas en Europa, Asia y América del Norte, vinculadas a las urgencias de la Guerra Fría y mantenidas, incluso, con respirador. Un activo que los denodados esfuerzos de inversión y esquemas de asociación promovidos por China no llegan siquiera aspiracionalmente a empardar.
A las alianzas tradicionales se suman acercamientos más recientes, desde los tiempos de Barack Obama y, sobre todo, Joseph Biden, incluso en materia de seguridad, con naciones como India o hasta Vietnam, grandes países con sus propias desconfianzas respecto de China. Del otro lado, la potencia asiática, que insiste en manifestar oposición a la búsqueda de hegemonías y bloques, cuenta a su favor con una capacidad industrial sin paralelo en el mundo. China explica alrededor del 30% de la producción manufacturera global. Un nivel que, ni siquiera en la hipótesis más delirantemente optimista del trumpismo, podría alcanzar Estados Unidos, que, además, tienen una economía casi en pleno empleo y con un cuarto de la población china. Competir productivamente con la tierra de Mao requeriría construir asociaciones económicas similares a las existentes en materia de seguridad, para ganar escala y capacidades en todas las cadenas. Los aranceles de Trump avanzan exactamente en sentido contrario.
Canadá es el país más integrado económicamente a Estados Unidos en el mundo, a partir del acuerdo de libre comercio norteamericano T-MEC. También lo es en términos de fronteras, defensa, seguridad e inteligencia. Junto con México, comparten con Estados Unidos una economía industrial completamente integrada, en materia comercial, productiva y energética. Las cadenas de valor no son nacionales, sino regionales, y acaso no haya una más integrada que la automotriz, donde los componentes pasan una y otra vez la frontera hasta llegar a las terminales automotrices, en las que se produce el mismo automóvil para el mercado de los tres países, ganando escala y capacidad competitiva. Antes de sus aranceles universales, Trump decidió aplicar también otros, del 25%, a las partes y autopartes producidas fuera del país. ¿Los principales perjudicados? Sus aliados norteamericanos, ya víctimas de otros anuncios de aranceles, luego suspendidos con la excusa del tráfico de fentanilo. “La antigua relación con los Estados Unidos está terminada”, declaró el flamante primer ministro canadiense, Mark Carney, y agregó: “Vamos a reducir dramáticamente nuestra dependencia”. Carney es economista de formación y fue presidente de los Bancos Centrales de su país y del Reino Unido, desde donde debió enfrentar las crisis de 2008 y del Brexit.
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SumateMientras América del Norte provee a los Estados Unidos un mercado de integración y escala productiva, Asia es el corazón productivo de la humanidad, tanto cuantitativa como cualitativamente. Cualquier hipótesis de reemplazo de China en las cadenas de valor que proveen a los consumidores estadounidenses requiere de países como India, Vietnam o Malasia en las manufacturas de menor complejidad, y de Corea del Sur, Japón y la isla de Taiwán, para la producción de alta tecnología en áreas como telecomunicaciones, semiconductores y electrónica avanzada, cuya producción exclusivamente local excedería, con mucho, las capacidades productivas estadounidenses. Sin embargo, estos países aparecen sujetos a aranceles de órdenes de magnitud similares –entre 20 y 40% dependiendo del país– a los anunciados respecto de China.
Tampoco aparecen comprensibles los aranceles anunciados respecto de la Unión Europea, del 20%. La UE cobra aranceles, en promedio, apenas inferiores a los Estados Unidos, y el saldo comercial en bienes, favorable a los europeos, se compensa con el saldo en servicios, sumamente favorable a los estadounidenses, y no contemplado en la fórmula arancelaria. Europa occidental aceptó durante décadas el lugar de socio minoritario del orden global estadounidense, y a pesar de sus falencias políticas, cuenta con un mercado interno de cerca de 450 millones de habitantes, similar en su tamaño y potencia económica al de la potencia norteamericana. Los aranceles crean fricciones en un mercado en el que no había problemas para resolver, pero contra el que el gobierno trumpista pareciera tener una fijación y desprecio ideológicos, como revelan los mensajes filtrados a la prensa del vicepresidente estadounidense, JD Vance. Si Canadá se plantea una nueva relación con Estados Unidos, la Unión Europea se podría dar el lujo de, efectivamente, pegar un verdadero volantazo.
Si es imposible entonces pensar las acciones de la administración Trump en función del endurecimiento de la relación con China, ¿hay alguna manera de entenderlas de manera coherente? Gillian Tett, editora del Financial Times, que además de economista es antropóloga, sostiene que en el gobierno de Trump prima la creencia de que Estados Unidos ha subutilizado el poder militar, económico y de mercado que tiene, y que, como ha señalado expresamente el propio presidente, permitió que otros usen las reglas que ellos crearon para sacar ventaja.
La hipótesis hace juego con una estrategia en la que los aliados, particularmente los más comprometidos y dependientes de la relación con Washington, son apuntados más que los adversarios. Es mucho menos probable que una China ya sancionada, con planes de contingencia desarrollados tras años de competencia con Estados Unidos, se someta al poder estadounidense, que lo hagan países como México, Canadá o Vietnam, cuyas exportaciones y posibilidades de desarrollo están indisolublemente ligadas al mercado estadounidense.
Trump se presenta como el único líder capaz de reescribir las reglas en beneficio de su país: “Todos nos están llamando. Nos ponemos en el asiento del conductor. Si les hubiéramos pedido un favor, muchos de esos países nos habrían dicho que no. Ahora van a hacer lo que sea por nosotros”. Un ejercicio desnudo del poder que, sin embargo, tiene problemas y límites.
En primer lugar, los aranceles elevan los costos para los consumidores estadounidenses. Se trata de un impuesto a los productos importados, que en muchos casos son, además, insumos para los fabricantes estadounidenses, cuya competitividad se verá afectada. Un arancel de alcance general tendrá impactos inflacionarios en una economía que, lejos de la recesión, es la de mayor crecimiento en el mundo desarrollado. Por otro lado, como siempre, las negras también juegan, y dependiendo del tamaño del jugador, muchos actores tienen alguna capacidad para generar algún daño a los exportadores estadounidenses mediante acciones de represalia. Incluso quienes individualmente no tienen esa posibilidad podrían sentirse incentivados a agruparse. Si hubiera daños de magnitud, Trump quedaría en la disyuntiva entre echarse atrás, perdiendo su credibilidad, insistir, causando con toda probabilidad una “recesión geopolítica” o generar suspensiones unilaterales precarias, que alimentan la incertidumbre en los mercados y ralentizan las inversiones.
Pero una victoria táctica podría ser una derrota estratégica. Las consecuencias negativas de las propias medidas y negociaciones podrían sobrevenir incluso si Estados Unidos pudiera hacer pesar su poder en el corto plazo. Es concebible que, ante un juego en el que tienen más para perder si rompen que acordando concesiones, gran parte de los países terminen cediendo y cerrando acuerdos desventajosos por temor a las consecuencias de no acordar. A largo plazo, el bullying del gobierno estadounidense los debería llevar en dirección a nuevas asociaciones, a probar caminos de mayor autonomía y hasta aproximaciones o reaproximaciones con rivales como la República Popular China.
Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, la mayor fortaleza estadounidense sucedió cuando el ejercicio del poder fue más velado que abierto, con el asentimiento y hasta el entusiasmo de los demás actores. El desarrollo de Europa Occidental, de Japón o de Corea del Sur, e incluso la apertura a la China de Mao y su cambio de alineamiento son neurálgicas para explicar la victoria estadounidense en la Guerra Fría, y ninguno de esos movimientos requirió recurrir expresamente a la violencia. Gran parte de las veces que recurrió a la coerción imperial expresa, los resultados fueron considerablemente menos relevantes. Con Donald Trump, el poder y la legitimidad económica de Estados Unidos podrían estar repitiendo el trayecto que ya recorrieron su poder y legitimidad militar, cuando el país se lanzó a la aventura de reconfigurar el mundo según la visión divina de George W. Bush — conquistador de Irak y Afganistán — y de su predecesor republicano.