A atrapar carbono que se acaba el mundo

Para reducir la cantidad de gases de efecto invernadero que largamos a la atmósfera, la ciencia está pensando en capturarlo en su origen y enterrarlo.

carbono

“Deus ex machina” en latín significa literalmente “el dios [que desciende] de la máquina”. Se utilizaba en el teatro griego y romano para referirse a una intervención externa que resolvía un conflicto, al romper con la coherencia interna de la trama. Cabe perfectamente, también, para describir muchas de las soluciones propuestas para la crisis climática.

Cada año largamos a la atmósfera unas 50 mil millones de toneladas de dióxido de carbono (entre otros gases de efecto invernadero), un número que deberíamos reducir a cero para 2050 si queremos evitar los peores escenarios. Las soluciones no son tantas: reducir o eliminar las emisiones, capturar y remover estos gases de la atmósfera, intervenir en el sistema climático para enfriar el planeta, o bien buscar formas de adaptarnos a un cambio probablemente irreversible.

La primera opción es la más deseable y la que tiene menos chances de suceder. Nadie quiere achicarse ni renunciar al lujo de contaminar. La última ni siquiera parece optativa. Pero las otras dos suponen poner el ingenio científico tecnológico al servicio de resolver el desastre que produjimos.

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Barriendo carbono bajo la alfombra

La geoingeniería o ingeniería climática supone la modificación a gran escala del clima terrestre para limitar o revertir el calentamiento global. Las propuestas van desde modificar la composición de las nubes o de la atmósfera para reducir la radiación solar que alcanza a la superficie terrestre​ hasta la alteración a gran escala de los océanos o los bosques para que capturen más dióxido de carbono, entre otras ideas extrañas. Pero sólo la coordinación política para hacer experimentos al respecto es un dolor de cabeza imposible, además de la muy obvia cuestión de que apoyarse en ciencia inmadura podría empeorar el problema.

Es por eso que la alternativa restante suele ser la más seductora: capturar y almacenar carbono. Esta consiste en separar el CO₂ de la atmósfera y luego transportarlo a un lugar de almacenamiento (por ejemplo, bajo tierra o en el fondo del océano) para aislarlo a largo plazo. El equivalente ingenieril a barrer la mugre bajo la cama, pero mal no suena.

Algunas propuestas sugieren la captura en la fuente, por ejemplo, a través de máquinas especiales en plantas de cemento, acero o energía (que usan carbón o gas) que atrapan el CO₂ antes de que se escape. Otras sugieren la captura directa desde el aire (DAC), utilizando ventiladores y filtros gigantes para limpiar el carbono ya presente en la atmósfera. Una vez capturado, el gas se comprime y se inyecta a profundidades de hasta tres kilómetros bajo tierra, en formaciones geológicas como acuíferos salinos o viejos pozos de petróleo (una opción en la que conviene dejar un asterisco).

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Este carbono capturado también puede aprovecharse para crear productos como el hormigón o ciertos combustibles, aunque generalmente tiene un fin mucho más perverso, si no paradójico: la “recuperación mejorada de petróleo” que no es otra cosa que usar el CO₂ para aumentar el rendimiento de los yacimientos.

La tecnología no es nueva. La industria petrolera lleva casi cuarenta años inyectando CO₂ para exprimir sus pozos. Lo nuevo es la forma en que ahora lo venden: en la última década la práctica se rebautizó como una solución climática. Una aliada inesperada de esta propuesta es la ingeniera química Jennifer Wilcox, quien lleva casi veinte años argumentando que las soluciones basadas en la naturaleza — plantar árboles y rehabilitar humedales — no alcanzan para lograr las emisiones cero. Su visión ganó tanto apoyo que en 2018 la Academia Nacional de Ciencias estadounidense aceptó la necesidad de desarrollar tecnologías para lograr este objetivo.

En paralelo, y gracias al renovado interés económico en el asunto, empezaron a surgir alternativas. Por ejemplo, la posibilidad de capturar el dióxido de carbono bajo la tierra a partir de una lógica muy sencilla: los suelos del planeta ya contienen más carbono que la atmósfera y toda la vegetación juntas. Como dice el dicho, qué le hace un poquito de carbono más al suelo. El plan consistía primero en encontrar la manera de forzar más carbono bajo tierra y luego asegurarse de que se quedara allí. Pero en vez de apuntar a inyectar carbono en formaciones rocosas profundas la respuesta parecía ser el humus.

La rebelión de los microbios

Este concepto central en la ciencia del suelo, ahora profundamente cuestionado, solía definirse como un conjunto de moléculas grandes y ricas en carbono que se creía podían permanecer estables y sin descomponerse por cientos o incluso miles de años bajo tierra. La esperanza era que podrían ser una solución ideal si se lograba la modificación de plantas para que sus raíces produjeran grandes cantidades de suberina, una sustancia rica en carbono, que permanecería enterrada por los años de los años.

Malas noticias: “Nuestra comprensión de la naturaleza y la génesis del humus del suelo ha avanzado mucho desde el cambio de siglo, lo que requiere que algunos conceptos aceptados durante mucho tiempo sean revisados o abandonados”. Esta observación, citada por Gabriel Popkin en Quanta Magazine, se apoya en el trágico descubrimiento en 2015 de que probablemente no existan moléculas mágicas que jamás se descomponen.

El suelo está vivo. O, mejor dicho, el suelo está tan lleno de vida que en una sola cucharadita de tierra sana hay más microbios que humanos en el planeta, y esos organismos voraces le entran al carbono como algunos al helado en verano. No hay carbono que se les resista.

El descubrimiento no solo supone pesimismo para la captura de carbono sino que además afecta gran parte de los modelos climáticos (y algunas prácticas agrícolas) que aún hoy se basan en la idea obsoleta del humus y subestiman la cantidad de carbono que los suelos liberarán al calentarse, incluyendo varios de los que utiliza el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC).

Como explica Popkin, para simplificar los cálculos en los años 60 los programadores optaron por ignorar a los microbios y dividieron el carbono del suelo en dos grandes conjuntos — uno de corto plazo y otro de largo plazo, el famoso humus — , una simplificación que aún hoy se arrastra. La consecuencia es que probablemente se esté subestimando terriblemente la cantidad de carbono que los suelos largarían a la atmósfera a medida que el planeta se caliente. Una actualización de software que nadie hubiera querido instalar.

Lo que nos complica es la falta de tiempo. El esfuerzo y la coordinación entre disciplinas en favor de nuestro mejor ingenio para atender — porque “resolver” es una palabra muy fuerte — la crisis climática es innegable. Casi sin excepción las propuestas suponen proezas de la ingeniería química y geológica, biología, ciencias de la computación y física, entre otras.

El problema no es la falta de inteligencia, sino la escala, el tiempo y las prioridades. Estas tecnologías, aunque fascinantes, son insuficientes. El año pasado, las 45 instalaciones comerciales del mundo capturaron 50 millones de toneladas de CO₂, una fracción minúscula (0,132%) frente a las 37,8 gigatoneladas que emitió sólo el sector energético. Los costos son prohibitivos — hasta 1.200 dólares por tonelada — y la eficiencia, modesta. A ese precio, compensar sólo las emisiones de Estados Unidos costaría unos 7.200.000.000.000 de dólares al año. Pero el mayor defecto es un esquema de incentivos completamente roto: tres cuartas partes del CO₂ capturado se usa para extraer más petróleo. La contradicción anula cualquier beneficio climático.

También se suma el problema de la falta de transparencia de algunas iniciativas científico tecnológicas, que se escudan en el secreto industrial que venden soluciones sin buenas explicaciones de qué es lo que realmente hacen. Por ejemplo, la startup israelí Gigablue propone lanzar al océano toneladas de unas misteriosas partículas que fomentarían el crecimiento de algas que, luego de capturar CO₂, se hundirían al fondo marino. Aunque ya vendieron 200 mil créditos de carbono nadie sabe de qué están hechas sus partículas, y existen poderosas dudas acerca de su método, que contradice cuestiones básicas de biología, y se parece a otras soluciones controversiales. Soluciones opacas, de incomprobada eficacia y con potenciales consecuencias imprevistas. Menuda combinación.

Estoy cansado, jefe

Dedicamos tiempo y recursos a estas soluciones imperfectas quizá porque los cambios necesarios, la estrategia ganadora, supone un nivel de incomodidad, traducido en costos económicos y políticos, que nadie aceptaría. Lo hacemos, también, porque algo hay que hacer y siempre que el inagotable ingenio humano pueda darnos la ventaja que necesitamos sería inmoral no intentarlo. Tal vez tengamos la suerte de hallar una invención que logre dar en la tecla. Pero contar con la suerte no es una buena política pública.

Mientras tanto, los sistemas naturales que hasta ahora nos daban una mano se debilitan: la capacidad de los bosques y suelos para absorber CO₂ alcanzó su pico en 2008 y desde entonces disminuye. El año pasado, el aumento de CO₂ atmosférico fue el más rápido de la historia y no por un salto en nuestras emisiones sino porque los ecosistemas, estresados por el calor, empezaron a devolver el carbono que almacenaban: con el calor los microbios se vuelven más activos y se acelera la descomposición de la materia orgánica en el humus liberando más dióxido de carbono.

El futuro es (también) nuclear

Quizá la única estrategia viable sea una reducción drástica y rápida de las emisiones en su origen: una transformación de nuestra matriz energética. Por suerte, décadas de temores infundados y desinformación que nos costaron carísimo parecen estar cediendo a fuerza de algo que siempre supimos: el futuro es (también) nuclear. A pesar de las exageradas preocupaciones sobre la seguridad y los residuos, la fisión nuclear es la fuente de energía más confiable y segura con la que contamos, capaz de generar cantidades masivas de electricidad con emisiones de dióxido de carbono ridículas frente a las alternativas, incluso comparable en su uso de recursos naturales con la energía solar. Sería fabuloso que la solución fueran las energías renovables, pero ya no podemos permitirnos ese lujo.

Reconocer los límites de la captura de carbono puede también ayudarnos a poner el foco en lo que realmente funciona: un despliegue masivo de energías renovables, una reconsideración seria de la energía nuclear, el desarrollo de mejores baterías para almacenar energía y mejoras fundamentales en la eficiencia. Y si vamos a apostar, podemos hacerlo por cementos capaces de almacenar energía como si fueran baterías, acero producido con hidrógeno que sólo emite vapor de agua, químicos fabricados con enzimas, y baterías de calor que permiten a la industria pesada funcionar con energía renovable.

Otra forma de traducir “deus ex machina” podría ser “¿me estás tomando el pelo?”. No solo le quita todo significado y emoción a una historia, sino que también supone un insulto para la audiencia. Sería fantástico que en nuestro tercer acto apareciera toda heroica una misteriosa tecnología capaz de salvarnos de nuestro inevitable fin. Pero aunque no sabemos lo que puede pasar, justo para esta historia tal vez no convenga contar con ello.

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Foto: Depositphotos

Investiga sobre el impacto político y social de la tecnología. Escribe «Receta para el desastre», un newsletter acerca de ciencia, tecnología y filosofía, y desde 2017 escribe «Cómo funcionan las cosas», un newsletter que cruza ciencia, historia, filosofía y literatura desde la exploración de la curiosidad.