Kast, entre la antipolítica y la sombra del pinochetismo
Chile definió como presidente a un defensor de la dictadura. Perfil de un hombre que se negó a aggiornarse cuando la derecha fue empujada a renovarse. Y que ahora ha logrado capitalizar el malestar social.
En 1988, en la campaña del plebiscito por la continuidad de la dictadura de Augusto Pinochet, José Antonio Kast apareció en la franja televisiva del Sí en calidad de dirigente universitario. Era jovencísimo, rubio, de rasgos suaves, con el flequillo peinado con gel hacia el costado. Un rostro atípico para la mayoría de chilenos y que lo delataba, casi de inmediato, como hijo de alemanes.
José Antonio, el menor de un clan de diez hermanos y parte de la camada nacida en Chile, se encontraba en el mejor lugar en el que un joven cercano al régimen podía estar durante esos años ochenta: en la Facultad de Derecho de la Universidad Católica, cuyos pasillos estaban dominados por la presencia de Jaime Guzmán, el ideólogo de la Constitución de 1980 y arquitecto del régimen político que sobrevivió a la dictadura.
Guzmán, un oscuro y brillante abogado ligado al Opus Dei, era el líder de un movimiento conocido como gremialismo, que defendía la importancia de los cuerpos intermedios en la sociedad y la necesidad de que la política fuera regida por una concepción normativa, con impronta católica. Luego fundaría un partido, la Unión Demócrata Independiente (UDI), pero entonces el movimiento crecía en las universidades y especialmente en la Católica, con jóvenes de entornos acaudalados a los que Guzmán formaba y alentaba, entre otras cosas, para construir el futuro del régimen y asentarlo también en sectores populares.
Como todos los jóvenes que lo trataron por esos años, Kast quedó marcado por la influencia de Guzmán. Para el momento de su aparición en la franja del plebiscito –una intervención fugaz donde habla sobre el apoyo de los jóvenes al gobierno de Pinochet–, Kast ya era reconocido por sus pares gremialistas como un dirigente con futuro político, aunque no destacara como orador. Su esposa, a la que conoció durante esos años, lo describió alguna vez como un joven más bien cerrado, con dificultades para comunicarse. En el recuerdo de sus compañeros aparecen palabras como “recto”, “tranquilo”, “buena persona”. Un chico con “valores”.
El clan
Y un apellido: Kast no era un nombre desconocido en esas filas. Su hermano Miguel, un Chicago Boy, había sido un destacado cuadro civil del régimen que llegó a ser ministro de Trabajo de Pinochet y presidente del Banco Central hasta que un cáncer óseo lo fulminó en cuestión de meses. Murió a los 34 años y su funeral fue noticia nacional, con la presencia de Pinochet y su esposa, Lucia Hiriart.
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SumateMiguel pertenecía a la parte del clan que había nacido en Alemania, y tenía casi tres años cuando sus padres se instalaron en Paine, una comuna rural ubicada a las afueras de Santiago. Ahí también se hicieron conocidos los Kast, que construyeron un pequeño conglomerado de negocios que va desde locales de comida alemana hasta inmobiliarias. Y Michael, el patriarca, un exsoldado que estaba adherido al partido nazi, fue señalado por su participación en la llamada matanza de Paine, donde 38 campesinos fueron asesinados en plena dictadura.
Jaime Guzmán también fue asesinado: el 1 de abril de 1991, ya en democracia, dos militantes del Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR) le dispararon cuando salía de dar clases, en la puerta de la Católica. Se convirtió en el mito de la derecha chilena.
Cruzado
José Antonio Kast saltó a la política unos años después, naturalmente en las filas de la UDI, que era visto como el partido heredero del régimen. Fue concejal en Buin, una comuna pegada a Paine, y luego diputado nacional por más de una década. Tampoco descollaba, pero se hizo conocido por mantener la línea más conservadora dentro del partido. Se oponía ruidosamente a todas las reformas liberales que el Congreso chileno empezaba, de a poco, a aprobar: la ley de divorcio, la distribución de la píldora del día después, el aborto en tres causales y, finalmente, la ley de matrimonio igualitario.
Chile crecía a tasas chinas, la derecha se modernizaba y, mientras sus compañeros habían entendido que para conseguir poder político debían sacarse de encima el lastre de la dictadura, Kast seguía en el mismo lugar.
Ningún analista serio le auguraba éxito, en gran medida por un mantra que se había labrado con la derrota de la dictadura en el plebiscito del 1988, y que significaba que ningún candidato abiertamente pinochetista podía triunfar en una segunda vuelta. Que la extrema derecha tenía un techo claro, históricamente situado.
El mantra volvió a aparecer en la segunda vuelta de 2021, cuando Kast fue derrotado por más de once puntos de ventaja, la misma diferencia del plebiscito del 88.
Ese mantra se rompió.
Todo lo sólido se desvanece en el aire
¿Cómo se rompió?
Hay una respuesta breve y aburrida: se rompió porque pasaron cuarenta años y muchos de los que votan ahora, sobre todo los más jóvenes, no tienen ninguna memoria ni ligazón simbólica con la oposición a la dictadura.
Algunos votan por primera vez, otros habían dejado de hacerlo en años anteriores, y los análisis y las campañas apenas se fijaban en ellos. La victoria de Gabriel Boric en segunda vuelta en 2021 fue épica, pero votó el 55% del padrón.
Ahora el voto es obligatorio y ese famoso techo, más que elevado, está hecho pedazos.

La otra respuesta es sinuosa pero entretenida, y refiere a todo lo que pasó en los últimos años en Chile, una montaña rusa que todavía nadie termina de entender, aunque todos tienen su versión, su tesis, su libro (¡hasta un argentino escribió uno!).
Kast fue el primer y último opositor al ciclo de reformas que se abrió con el estallido (aunque su origen se remonte a las protestas estudiantiles del 2006 y 2011), llevó a Boric al gobierno e intentó plasmarse sin éxito en dos procesos constitucionales. En ese camino que duró más de seis años, y al que se le agregó una publicitada crisis de seguridad, Kast construyó un relato y una estrategia, pero sobre todo un partido político que le permitió tomar el liderazgo de la derecha.
La lucha por el alma de la derecha
El núcleo duro del Partido Republicano lo acompaña desde su ruptura formal con la UDI, en 2016, cuando desde su banca de diputado acusó a la dirigencia de haber traicionado los “valores fundacionales” de Guzmán. Pero otras capas se fueron incorporando a medida que Kast fue adoptando un discurso más crítico con todo el sistema político. El punto de inflexión fue el estallido de 2019, cuando tempranamente salió a condenar las protestas y a defender su principal blanco, el legado económico de la dictadura de Pinochet y la actuación de los Carabineros.
Cuando una gran mayoría de chilenos apoyaba las movilizaciones y los partidos tradicionales oscilaban entre el silencio y la autocrítica, Kast anunciaba y desmontaba contramarchas, asistía a charlas universitarias en las que le llovían puteadas y se trenzaba con otros políticos de derecha, a los que acusaba de tibios por acoplarse a las demandas de izquierda. Como esos fanáticos religiosos que gritan sus verdades desde un megáfono, Kast también contaba con la ventaja de una plaza vacía.
Durante más de una década, la coalición de centroderecha había estado férreamente unificada detrás de Sebastián Piñera, un empresario que no casualmente había sido uno de los pocos dirigentes del sector que votó por el No en el plebiscito del 88, y el único hasta ese momento en llegar a la presidencia. Esa hegemonía se estaba quebrando.
Así empezaron a llegar los desafectados de otros partidos de derecha. Si en 2017, en su primera aventura presidencial, había obtenido el 7% apelando a pinochetistas nostálgicos, en 2020 se hizo dueño del 20% que votó en contra de abrir un proceso constitucional, otra posición marginal que se reflejó en la baja representación del Partido Republicano en la primera Convención Constitucional, electa en 2021 y dominada por independientes de izquierda.
Pero fue precisamente esa oposición temprana y su carácter de outsider del proceso lo que le permitió capitalizar el descontento con la Convención. La primera muestra fue en las elecciones presidenciales a finales de 2021, cuando se impuso en primera vuelta dejando a la centroderecha en cuarto lugar. Y finalmente en la victoria del Rechazo en el plebiscito constitucional de 2022, que sepultó el ciclo de reformas por izquierda y reordenó el escenario, en el que ya empezaba a correr el voto obligatorio.
La juventud de Kast
También empezaron a llegar jóvenes. Fieles a la doctrina de Guzmán, Kast y el Partido Republicano buscaban reclutar nuevos perfiles para aumentar la presencia en todo el país.
Escuché esta historia contada por Vicente Bruna, por entonces el líder de la juventud del partido, una tarde de diciembre del 2021, en plena campaña de segunda vuelta (hoy Bruna, que aún no cumple los treinta años, es vicepresidente del partido y está a cargo del despliegue territorial de Kast). Me recibió en una casa enorme ubicada en Las Condes, donde reside la clase alta (no muy lejos de ahí vivía Michelle Bachelet), y que sigue operando al día de hoy como el comando de Kast. Sus asesores suelen decir que parte de su éxito reside en que su equipo de trabajo es chico, se conoce desde hace años y es ultra disciplinado (“somos estalinistas de derecha”, me dijo uno hace poco).
Era una tarde calurosa, y el patio estaba abarrotado de jóvenes con camisas claras, pantalones caquis y zapatos náuticos. Bruna me hizo saber que, contrario a lo que podía pensar, muchos de esos chicos –como él– no habían nacido en Santiago ni venían de familias con apellidos célebres, y habían estudiado en universidades mayormente privadas, pero no necesariamente de élite. Todos rasgos biográficos que los distinguían de los cuadros de la UDI, Renovación Nacional (RN) y Evópoli, los partidos de la coalición de centroderecha.
Bruna habló de Jaime Guzmán, de la necesidad de disputarle la calle a la izquierda y de la batalla que se avecinaba en el campo de la derecha. La abrupta llegada de Kast al comando nos interrumpió, y salimos al patio. Un coro de jóvenes aplaudía y gritaba consignas.
“Mira las caras de aquí”, me dijo Bruna en un momento. “Son chiquillos de dieciséis, diecisiete años. Tú ves a la juventud de RN o de la UDI y son gallos de treinta años”.
La ultraderecha fome
Ahora tiene el pelo blanco, aunque a veces brilla tanto que parece platinado. Los rasgos de la cara se le endurecieron. Los ojos siguen claros, de un azul imposible, y es difícil verlo en un debate televisivo y no pensar en un villano de Marvel, por más de que en la campaña anterior se haya disfrazado de Capitán América. Hay que concederle este poder: sabe recitar medidas dramáticas con la calma de un monje tibetano. Puede decir que va a deportar migrantes aunque sus hijos hayan nacido y se queden en Chile. Que va a colocar zanjas en la frontera o indultar represores por motivos humanitarios, todo con una sonrisa en la cara o fingiendo que anota cosas en un cuaderno –la coreografía de su nuevo papel como estadista– y siempre con tono de voz monocorde, pausado. Un hombre tranquilo, de familia.
Hace un par de ediciones, en el festival de Viña del Mar, el comediante Fabrizio Copano se quejó de que, en la repartija de figuras de extrema derecha, a Chile le había tocado “el más fome”, aburrido. Bolsonaro porta ametralladoras, lo apuñalan, vive aventuras. Trump ni hablar. “¿Y Kast qué tiene? Como veinte hijos, cada uno con más cara de pavo que el otro”, dijo Copano, imitando una de las presentaciones de la familia Kast en televisión, cuando en una entrevista aparecieron cantando y tocando la guitarra como si estuvieran en el coro de una iglesia.
En rigor, Kast tiene nueve hijos, un número similar al que tuvieron sus padres, y alguna vez se jactó de no usar métodos anticonceptivos más allá del “natural”. Junto con su familia es parte del movimiento apostólico Schoenstatt, de origen alemán, basado en una fuerte cultura comunitaria y trabajo social. Su carrera política ha bebido de esa influencia: Kast es un candidato veterano acostumbrado al contacto humano, uno de los pocos que ha recorrido todo el país y ha logrado apelar a otros espacios religiosos, especialmente a evangélicos, vitales en el despliegue territorial del partido.
Participa de redes antiaborto desde sus años como diputado, cuando su actividad en la Cámara era modesta. Kast solía ausentarse tanto de votaciones como de las fiestas entre parlamentarios. Pero su proyección en el ecosistema conservador global era notable, basado en su férrea oposición a la agenda de derechos sexuales y reproductivos en el Congreso. Kast asistía y organizaba congresos provida en diferentes lugares del mundo, y ese camino lo llevaría a ser coronado, en 2022, como el presidente de la Political Network for Values, una de las principales plataformas ultraconservadoras que terminó por consolidarlo en Europa. Para entonces ya tenía lazos firmes con Vox, tras haber sido uno de los firmantes iniciales de la Carta de Madrid; antes fue uno de los primeros políticos latinoamericanos en advertir el crecimiento de Jair Bolsonaro en Brasil, en el que se referenció para sus dos primeras campañas.
Hacia el gobierno de emergencia
Sin embargo, una gran parte del establishment chileno y de la coalición de centroderecha, que le ha entregado su apoyo en bloque y espera para ser convocada a su gobierno, se rehúsa a verlo como la expresión chilena de Donald Trump o Javier Milei. “A José Antonio la prensa extranjera lo lee mal”, me dijo un abogado cercano a varios partidos de derecha. “Para entenderlo hay que leerlo en el marco de la UDI”.
Es una verdad a medias, porque si bien es cierto que la historia de Kast no se entiende sin el espejo de Guzmán y el pinochetismo, su ruptura con la derecha tradicional y el coqueteo con el trumpismo latinoamericano (el candidato viajó a El Salvador para ver el modelo Bukele de primera mano y su primer gesto luego de pasar a segunda vuelta fue llamar a Milei) son constitutivos de su ascenso. Hoy Kast prefiere compararse con la italiana Giorgia Meloni, dura en migración pero con un talante más moderado, y en esta campaña ha evitado hablar de temas sociales para concentrarse en seguridad, migración y crecimiento económico, los pilares del llamado “gobierno de emergencia” que aspira a construir con el resto de la derecha, a la que ha doblegado.
Kast llegó a esa estrategia luego del fracaso del segundo proceso constitucional a fines de 2023, que estaba dominado por su partido. El texto que redactaron estaba plagado de referencias conservadoras: parecía un programa de campaña. Fue rechazado por el 55% de los votos, una derrota contundente. El partido empezaba a perder brillo, el candidato parecía cansado y envejecido, y tenía nuevos competidores: Johannes Kaiser, un diputado de sus filas cautivado por la experiencia de Milei, rompió para armar su propia candidatura, con aires más radicales y chabacanos. Es probable que la irrupción de Kaiser haya contribuido a moderarlo, o al menos a elevarlo al centro del nuevo campo de la derecha.
Pero el episodio ilustra otra cosa. Cuando su partido consiguió la mayoría en el Consejo Constitucional, en el segundo proceso, su primera gran victoria política, Kast salió a calmar a sus seguidores: “No hemos ganado nada”, dijo. Parecía entender que, antes que un apoyo a su programa ideológico, el electorado lo había premiado por haber sido el principal opositor al proceso anterior. Era un voto destituyente. Cuando asumieron el segundo proceso, los republicanos intentaron de manera caótica plasmar su mirada más doctrinaria en una suerte de constitución guzmaniana 2.0, adornada con populismo punitivo.
La derrota en el plebiscito y la salida de Kaiser los ordenó: Kast se dispuso a recorrer el país con un discurso centrado en la oposición al gobierno, y cada vez que le preguntaban por el aborto, los Derechos Humanos o su defensa sin fisuras al modelo ecónomico de la dictadura, respondía que su foco estaba en el “gobierno de emergencia”, para el que tampoco entregó medidas concretas.
“Pero yo no cambié”, avisó durante la campaña.. “Sigo siendo el mismo”.
Si llega a gobernar, Kast deberá elegir entre un camino que le permita modular y representar a la bestia antipolítica que ayudó a engordar –y de la que se ha alimentado–, o prolongar el legado de Jaime Guzmán. Esos caminos hoy se parecen, pero son excluyentes.