Trump redefine la hegemonía: ¿cómo es la nueva Estrategia de Seguridad Nacional?
La nueva Estrategia de Seguridad Nacional formaliza un giro: la migración como amenaza y una hegemonía que se siente como carga.
Princeps legibus solutus est (el gobernante liberado de las leyes) no es una curiosidad latina, sino un recordatorio de que toda arquitectura política nace de una premisa antigua: el poder siempre reclama para sí la prerrogativa de definir las reglas y, cuando conviene, reinterpretarlas. Traigo el latín no por nostalgia erudita, sino para situarte en una tradición que antecede al derecho internacional moderno: la tradición en la que quien gobierna, manda, pero también nombra, clasifica, ordena.
Desde esa perspectiva deberían leerse las Estrategias de Seguridad Nacional (NSS) de Estados Unidos. Aunque disfrazadas de documentos técnicos, las NSS son la versión contemporánea de esa tentación imperial: fijar la gramática con la que el mundo debe ser entendido. Cada una es menos un programa de acción que un ejercicio de definición conceptual, donde Washington decide qué es amenaza, qué es interés vital y qué significa estabilidad o seguridad. En ese trabajo semántico –lo que Carl Schmitt llamaría “reinar sobre la gramática”–, el poder estadounidense se vuelve plenamente visible: no describe el mundo, lo delimita.
La obligación de publicar estas estrategias proviene de la Sección 603 del Goldwater–Nichols Act de 1986. Desde 1987 se difunden versiones no clasificadas, concebidas tanto para convencer a un Congreso escéptico como para mantener alineados a aliados y a una burocracia que rara vez se deja ordenar. Y aunque la tradición parece antigua, es sorprendentemente joven: arranca en 1977. Las primeras cuatro estrategias –dos de Jimmy Carter, dos de Ronald Reagan– fueron clasificadas; desde entonces, se han publicado veinte versiones públicas, desde Reagan y George Bush (padre) hasta Bill Clinton, George Bush (hijo), Barack Obama, Donald Trump y Joe Biden. Leídas en conjunto, son una autobiografía intermitente de la superpotencia, que pretende a la vez fijar prioridades, instruir a la burocracia, señalizar al exterior y vender un relato al electorado doméstico.
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Pese a los rituales de ruptura presidencial, la continuidad era la norma: la competencia entre grandes potencias, el liderazgo global estadounidense, las alianzas como multiplicadores de poder y una fe casi teológica en la primacía militar.
Hasta ahora.
La NSS de 2025, dada a conocer el viernes pasado, marca un quiebre de tono. No inaugura una nueva era: normaliza un proceso de largo aliento, el abandono gradual del idealismo estadounidense. Es la admisión, apenas velada, de que Estados Unidos ya no está dispuesto a sostener un orden que lo entusiasma menos que en el pasado. Trump no lo formula así (prefiere hablar de soberanía y cargas compartidas), pero el mensaje es claro: el país está retirando su inversión emocional del proyecto hegemónico.
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SumateEn su lectura del mundo aparecen cuatro rasgos nuevos. El hemisferio funciona como refugio emocional: el único espacio donde Washington buscará el control a través de palos y algunas zanahorias. El “corolario Trump” a la Doctrina Monroe se puede leer como darle play a una vieja canción de tu playlist cuando te sentís abrumado. Europa se convierte en un diagnóstico civilizatorio: más que un aliado debilitado, un continente que ya no se reconoce a sí mismo. China deja de ser una crisis gestionable para convertirse en la estructura permanente del sistema: un destino, no una elección. Medio Oriente, por su parte, ya no es un teatro de ambiciones sino un activo a retasar, una región cuyo valor reside en flujos de inversión más que en despliegues militares. Y, sobre todo, la estrategia señala a un nuevo enemigo estructurante: la migración, convertida en metáfora existencial de la nación.
El corazón del documento, sin embargo, está en su arquitectura transaccional. Por primera vez, Washington convierte en explícito su instinto más persistente: el acceso al mercado estadounidense, su financiación, su tecnología y su aparato regulatorio, se vuelven la moneda principal del alineamiento estratégico. El mundo es reorganizado en niveles de prioridad, cada uno con su paquete de incentivos y exigencias: el hemisferio occidental recibe trato preferencial; la zona del indopacífico, tecnología a cambio de disciplina comercial; Europa, garantías de seguridad a cambio de apertura y gasto; Medio Oriente se reconfigura como plataforma de inversión; África solo entra en la ecuación cuando ofrece capacidad estatal y minerales críticos. En esta visión, la política exterior estadounidense no se basa tanto en valores como en precios: la hegemonía deja de predicarse y empieza a cotizarse.
Otra curiosidad. Hay algo extraño en la evolución de la NSS de Trump de 2017 y la de 2025. En su primer mandato, describía a Rusia y China como poderes revisionistas y señalaba al segundo como el principal competidor estratégico. Era un diagnóstico duro, coherente con el lenguaje que Washington había adoptado desde la era Obama: el mundo entraba en una fase de competencia entre grandes potencias.
Pero hoy, cuando esa descripción parece aún más precisa, una China más fuerte, una Rusia más agresiva, un orden internacional más fragmentado, Trump deja de usar esa gramática. No habla de competencia sistémica. No condena a Rusia por invadir Ucrania. No adopta un tono más firme hacia China. Justo cuando el mundo encaja mejor en la narrativa de rivalidad, Trump abandona el concepto. Trump evita condenar a Rusia porque cree que Estados Unidos gana más “liberándose” de Europa que liderando a Europa. Y evita confrontar abiertamente a China porque entiende que la coerción económica funciona mejor cuando se la maneja como herramienta unilateral, y no como cruzada estratégica.
La NSS de Trump no es, por tanto, una ruptura absoluta sino la formalización de un giro: un Estados Unidos más transaccional, más parco y más dispuesto a abandonar misiones que antes consideraba obligaciones morales. Con su brusquedad característica, Trump dice lo que insinuaban sus predecesores: la hegemonía ya no es un proyecto, es una carga. Y Estados Unidos, como cualquier adulto cansado de sostener expectativas ajenas, ha decidido empezar a viajar más ligero.