Andrew Wakefield, el médico que creó el mito de las vacunas y el autismo

En 1998, un estudio fraudulento de un cirujano antivacunas cambió la salud pública y generó un daño irreparable.

En contra de la inmensa cantidad y calidad de evidencia en su favor, las tasas de vacunación están cayendo en todo el mundo. Los motivos son varios — desde las crisis económicas al mundo poscovid — , pero muchas veces se apoyan en temores que vienen en todas las formas, colores y sabores, aunque hay uno que vuelve una y otra, y otra vez: que las vacunas causan autismo.

A diferencia de muchos otros casos de desinformación o de campañas del miedo en contra del conocimiento científico, la historia de cómo se popularizó esta escandalosa mentira no solo está bien documentada, sino que es particularmente reciente.

La mera invitación a la rueda de prensa podría haber sonado sospechosa. Era febrero de 1998 en Londres, y en el Hospital Royal Free, un excirujano devenido gastroenterólogo llamado Andrew Wakefield había convocado a los medios. En caso de que hiciera falta señalarlo, generalmente este nivel de atención no es necesario –ni recomendable– al momento de presentar un estudio preliminar de apenas doce casos que aventuraba terribles conclusiones.

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Vestido con un traje oscuro y armado con una retórica bien ensayada, Wakefield repasó los supuestos hallazgos y le informó al mundo que la vacuna triple viral (sarampión, paperas y rubéola, o MMR) se vinculaba con la incidencia de autismo. Si bien el artículo en la prestigiosa revista The Lancet –que ahora muestra en letras rojas gigantes que fue retractado– no ofrecía pruebas definitivas y utilizaba un lenguaje cauteloso, Wakefield enmarcó su anuncio como “una cuestión moral”.

Pero Wakefield venía con una solución: separar la triple viral en tres dosis. Sostenía que había “motivos suficientes como para dar las vacunas individualmente, con intervalos no menores a un año” y que “un caso más [de autismo] es demasiado; es una cuestión moral”. El detalle, no menor, es que estas vacunas monovalentes apenas estaban disponibles, por lo que su propuesta equivalía suspender la vacunación. Y eso fue lo que consiguió.

Aquel fatídico día nació el mito moderno de los padres contra el sistema, luchando contra una conspiración que nadie sabe bien cómo definir (aunque sobran los intentos). La de Wakefield es una de las tantas “ficciones de la ciencia” que el psicólogo Stuart Ritchie explora en su libro Science Fictions (2020): Wakefield no fue un científico comprometido que cometió un error honesto, un hombre que se apresuró en pos de evitar la catástrofe, sino el arquitecto de una operación comercial que explotó las vulnerabilidades de un sistema académico y científico roto.

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Nos encanta pensar en la ciencia como un proceso inmaculado donde la verdad emerge por su propio peso. No por ingenuidad, sino porque la ciencia es el conjunto de métodos y esfuerzos mejor logrados en la historia de la humanidad y probablemente la cosa más linda que existe. Pero la realidad científica suele ser un poco más… sucia.

Ritchie comienza su libro canchereando con que “la ciencia es un constructo social”. Sabe precisamente quiénes lo leen, así que una línea más abajo comienza a atajar las críticas, pero lo que dice no es controversial en absoluto: no se refiere a que quizá el mundo real no exista, a que existen muchos modos de conocer el mundo y la ciencia es solo uno de ellos, o a que la ciencia apenas es un mero discurso más, un cuento que nos contamos. Se refiere a que la ciencia es susceptible a las fallas humanas más básicas: el sesgo, la negligencia, el entusiasmo desmedido y, en el caso de Wakefield, el fraude con todas las letras.

Dos años antes de publicar aquel infame estudio, Wakefield había sido contratado por el abogado Richard Barr con un objetivo que distaba mucho de la búsqueda desinteresada de la verdad: encontrar evidencia que permitiera demandar a los fabricantes de vacunas. Barr le pagaba por hora y logró desviar fondos gubernamentales para financiar el estudio de los doce niños, en su mayoría hijos de clientes de Barr reclutados para apoyar el litigio.

Nueve meses antes del anuncio, en junio de 1997, Wakefield había presentado una solicitud de patente para una vacuna de sarampión de un solo antígeno que él mismo describía como “probablemente más segura”. Con esta vacuna y con kits de diagnóstico para la ficticia “enterocolitis autista” (introducida en aquel paper) esperaba hacer al menos 43 millones de dólares al año. El estudio de The Lancet era, básicamente, un folleto publicitario disfrazado de investigación académica para alejar a sus potenciales clientes de la competencia y posicionar su propio producto.

Nada de sutil hubo en su manipulación de los datos. Como detalla el periodista Brian Deer en su libro The Doctor Who Fooled the World (2020), Wakefield alteró tanto los historiales médicos de los doce niños del estudio que no era posible conciliar un solo caso con lo que figuraba en el artículo: niños que ya mostraban problemas de desarrollo antes de recibir la vacuna fueron registrados como si los hubieran manifestado después, alterando los tiempos para que encajaran en una ventana de aparición súbita de catorce días. Y aunque el estudio afirmaba investigar el autismo regresivo, varios niños ni siquiera tenían ese diagnóstico: algunos tenían síndrome de Asperger y uno, según sus propios médicos, ni siquiera había presentado rasgos autistas en absoluto.

Deer, que en 2004 fue quien logró rastrear las motivaciones económicas detrás del fraude, también cuenta que logró conseguir un video (luego usado en la investigación) en el que se ve a Wakefield comprando muestras de sangre a unos niños en la fiesta de cumpleaños de su hijo, pagándoles cinco libras a cada uno. En qué andaba la revisión por pares cuando este artículo pasó bajo sus narices es lo que todos nos preguntamos.

El estudio fue finalmente retractado, doce años tarde, y Wakefield perdió su licencia médica. Pero el daño ya estaba hecho. Ritchie argumenta que el caso Wakefield es el ejemplo perfecto de cómo una mentira da la vuelta al mundo mientras la verdad recién se despierta de la siesta. Durante las dos décadas que siguieron, la comunidad científica debió dedicar preciosos recursos, que podrían haberse usado para investigar cuestiones más interesantes del autismo, para refutar una y otra vez la conexión con la vacuna triple viral. Estudios con millones de niños en Dinamarca, Finlandia y Estados Unidos confirmaron que no existe tal vínculo.

Ah, pero la duda se mueve y muta rápido. Para cuando ya no quedaban más ideas para demostrar que no había relación entre la vacuna triple viral y el autismo, las huestes justicieras en contra de la generación de anticuerpos cambiaron de objetivo. Ahora la culpa la tenía el tiomersal (un conservante utilizado en las vacunas), luego el aluminio, y finalmente la noción nebulosa de “demasiadas vacunas, demasiado pronto”. Ese es el juego del escurridizo, perverso y cruel pensamiento conspiranoico: para cuando una teoría es refutada más allá de cualquier duda razonable, otra asoma por el costado.

A no perder de vista que, a diferencia de una teoría científica, una teoría conspirativa sólo está limitada por la imaginación de quien la inventa. En otras palabras, mientras las teorías científicas tienen que ajustarse a la evidencia, las conspirativas no le deben nada a la realidad.

Hoy, Robert F. Kennedy Jr. –secretario de salud en Estados Unidos– tiene el poder suficiente para empujarnos al abismo. Muy atrás quedó cualquier genuina preocupación por el supuesto daño de las vacunas: se trata de una identidad política y la desconfianza institucional llevada como bandera. Lo que el movimiento antivacunas supo explotar a la perfección fue la frialdad y falta de recursos de sistemas de salud largamente en crisis. Como explora Guadalupe Nogués en Pensar con otros (2018), “imaginemos que una familia con un hijo autista al que vacunó empieza a frecuentar círculos de familias en la misma situación, que se apoyan y acompañan, y en esos círculos, oye hablar acerca de la posibilidad de que las vacunas le hayan causado autismo a su hijo”.

La respuesta que se condensa, entonces, es la culpa a partir de la posibilidad de haber vuelto autista a su hijo. Nogués explica que, en este contexto de vulnerabilidad, la información correcta (que las vacunas no causan autismo) sirve de poco frente a emociones negativas tan potentes. Aunque los padres no estén totalmente convencidos de que las vacunas sean dañinas, esa mezcla de culpa y miedo genera una “leve duda” que es suficiente para inclinar la balanza hacia el “no vacunemos, por si acaso” con sus otros hijos, o como recomendación en su círculo social.

Pero como alguna vez le escuché decir a otro viejo autista, “mucho peor que un hijo autista es un hijo muerto”.

El legado de Wakefield no debería medirse únicamente en brotes de sarampión, incluso cuando son bastante graves y han revertido su erradicación. Las tasas de vacunación cayeron drásticamente en el Reino Unido tras la publicación del paper, y lentamente enfermedades que se creían controladas volvieron a matar niños. Pero queda el daño directo que con crueldad recae sobre las personas que somos autistas.

El pánico sembrado en los noventa creó un mercado lucrativo para charlatanes. Figuras como Mark y David Geier utilizaron datos manipulados para vender terapias truchas que, entre otras cosas, sugerían el uso de Lupron –un fármaco utilizado para la castración química– en niños autistas, basándose en la premisa falsa de que el autismo es una lesión por vacunas vinculada a la testosterona que debe ser purgada. Cobraban miles de dólares al mes por someter a niños a estos abusos, todo bajo la falsa bandera de la “curación” de una condición que no necesita cura, sino comprensión, apoyo y mejores compromisos institucionales reales (de los que no se agotan en gacetillas de prensa que hablan de accesibilidad e inclusión).

Hace unos meses, RFK Jr. apuntó al mismísimo David Geier, que fue condenado por practicar la medicina sin una licencia, para que investigue –y encuentre, por así decir– un vínculo entre el autismo y las vacunas.

Al enmarcar el autismo como un daño catastrófico causado por la industria farmacéutica, se deshumaniza a la persona. Se gastan recursos en perseguir fantasmas epidemiológicos en lugar de financiar servicios de apoyo, educación e inclusión para las personas autistas ya existentes. Perpetuar mitos sobre la causalidad externa solo sirve para estigmatizar, sugiriendo que el autismo es algo que salió mal y que podría haberse evitado, por ejemplo, si la madre hubiera hecho otra cosa.

En su libro, Ritchie no deja de mencionar que el sistema que le permitió a Wakefield ascender no ha cambiado lo suficiente. Las revistas científicas siguen hambrientas de resultados novedosos y revolucionarios que generen titulares, a menudo a expensas de la rigurosidad. Wakefield le dio a The Lancet exactamente lo que quería: una historia impactante.

La comunidad científica tardó más de una década en retractar el estudio, suficiente para que el movimiento antivacunas echara raíces profundas. Andrew Wakefield no es un mártir silenciado por el establishment, sino un estafador condenado con evidencia de sobra que se paseaba en el baile de inauguración de la primera presidencia de Donald Trump. La persistencia de su legado es un recordatorio de que el fraude científico no es un crimen sin víctimas, y que la negligencia en la comunicación pública de la ciencia significa, muy literalmente, la muerte evitable de miles de personas.

El coraje en la ciencia no supone demostrar cuánta razón tenemos sino el esfuerzo por demostrar que nos equivocamos.

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Investiga sobre el impacto político y social de la tecnología. Escribe «Receta para el desastre», un newsletter acerca de ciencia, tecnología y filosofía, y desde 2017 escribe «Cómo funcionan las cosas», un newsletter que cruza ciencia, historia, filosofía y literatura desde la exploración de la curiosidad.