China y Estados Unidos, una guerra entre ingenieros y abogados
Mientras unos construyen, otros litigan y regulan. La disputa tecnológica redefine quién fija las reglas del poder.
¿Cómo hicieron los chinos para llegar a ser lo que son? Hay quien habla de cultura del esfuerzo colectivo. Otros mencionan la pura escala demográfica. Y otros, la planificación centralizada. Pero la explicación más provocadora aparece en un libro reciente del académico de Stanford Dan Wang titulado Breakneck: Estados Unidos es un país de abogados; China es un país de ingenieros. Es una metáfora, pero describe algo real. En un sistema donde predominan los abogados, cada gran proyecto es antes que nada un campo minado de regulaciones, litigios y salvaguardas procedimentales. En uno dominado por ingenieros, el punto de partida es distinto: ¿cómo se diseña, financia y construye esto de la manera más rápida y eficiente posible?
No se trata de idealizar a China ni de caricaturizar a Estados Unidos, sino de reconocer que la infraestructura es el espejo de prioridades nacionales. Un país orientado a minimizar riesgos legales avanza despacio, pero con garantías. Uno orientado a resolver problemas técnicos avanza rápido, pero con costos democráticos.
El contraste entre ambos modelos, y sus trenes, no es solo económico. En 2008, California votó a favor de un tren rápido entre San Francisco y Los Ángeles. China, al mismo tiempo, empezaba uno de tamaño similar entre Beijing y Shanghai. Tres años después, los chinos ya estaban viajando a bordo: 36 mil millones de dólares, una década y mil cuatrocientos millones de pasajeros. En California, en cambio, el primer tramo podría inaugurarse hacia 2030 o 2033, a un costo estimado de 128 mil millones. La comparación no es tanto un contraste entre dos modelos de infraestructura, sino entre dos capacidades para hacer realidad lo que se promete.
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Entre 1984 y 2020, cada candidato del partido Demócrata a la presidencia estudió leyes. En casi cualquier año, la mitad de los legisladores estudió derecho. Para Wang, Estados Unidos tiene un gobierno de abogados, por abogados y para abogados. En 2002, los nueve miembros del comité permanente del Politburó del Partido Comunista chino eran ingenieros. Hu Jintao, secretario general del PC entre 2002 y 2012, es ingeniero hidráulico y se pasó años construyendo represas. Xi Jinping es ingeniero químico. Para su tercer término como secretario general del PC llenó el Politburó con ejecutivos de la industria aeroespacial y armamentística. Como si en Estados Unidos el jefe de la empresa Lockheed Martin fuera secretario de energía. Como señala Wang, desde 1980, China duplicó la extensión total de autopistas que tiene Estados Unidos. La red de trenes de alta velocidad es diez veces más extensa que la de Japón. La capacidad eólica y solar equivale a la capacidad de todo el mundo. Como regla general, China produce entre un tercio y la mitad de casi cualquier cosa manufacturada en el mundo, sea acero, barcos o paneles solares.
China encarna la épica del ingeniero: la obra que se impone al paisaje, la línea recta en el mapa, la marcha hacia adelante. Admirable, sí. Pero la ingeniería es insensible por diseño: privilegia la función, no la voz; el proyecto, no la persona. La sensibilidad humanista de los abogados estadounidenses puede resultar irritante, pero es difícil imaginar una sociedad abierta sin ese instinto de frenar al Leviatán.
La rivalidad no es solo geopolítica. Es, sobre todo, una colisión de temperamentos: el ingeniero que quiere resolver y el abogado que quiere revisar. Y el resto del mundo, atrapado entre ambos, se pregunta si en un siglo hecho de urgencias –climáticas, tecnológicas, demográficas–, la obra o el litigio será finalmente el lenguaje dominante del poder.
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SumateCuando los ingenieros dominan, las métricas se alteran, señala Howard Yu. La ganancia es el marcador de Wall Street. La soberanía, el de Beijing. China no busca ganancia, busca control y crecimiento. La competencia entre ambos es un juego de 90 días (el ritmo corporativo para presentar ganancias) versus 5 años (el típico marco temporal chino para pensar sus planes). Los ingenieros necesitan tiempo para planificar, ejecutar y evaluar. La ganancia privilegió la velocidad, pero para eso descansó en el músculo chino. Estados Unidos es el culto a la ganancia. China es el culto a la escala y la soberanía.
¿Cómo se conectaron estos dos sistemas? Estados Unidos, dice Yu, externalizó las partes difíciles a China para cumplir objetivos de corto plazo: transfirió conocimiento para asegurar la calidad. Y la enorme demanda colocó proveedores, minería y talento en China. Cuando esto alcanzó un punto crítico, los puntos de control se solidificaron y un funcionario en Beijing puede detener el flujo como retaliación a un arancel de Washington.
En este proceso, la transferencia de conocimiento fue central para los ingenieros chinos. Cuando Apple y Tesla comenzaron a producir en China no hicieron outsourcing, sino que educaron a los ingenieros y trabajadores chinos en las mejores escuelas de precisión y calidad. Apple envió “tantos ingenieros a China en viajes temporarios”, escribe Patrick McGee en Apple in China, que la empresa “convenció a United Airlines de iniciar vuelos directos desde San Francisco a Chengdú, tres veces por semana, argumentando que Apple compraría de manera regular suficientes de los treinta y seis asientos de primera clase como para hacerlos rentables. El vuelo de 6.857 millas se convirtió en el vuelo sin escalas más largo de United”.
Según los informes de Apple, dice McGee, la empresa entrenó a más de 28 millones de trabajadores chinos, más que toda la fuerza laboral de California. Entre 2016 y 2021, Apple invirtió en China al menos 275 mil millones de dólares, más o menos dos Plan Marshall enteros a montos actualizados.
Durante dos décadas, Estados Unidos transfirió know-how a China como quien entrena a un asistente, no a un rival. A eso sumó el outsourcing, el offshoring y la convicción corporativa de que trasladar fábricas era un movimiento técnico, no geopolítico. El resultado fue el más previsible de todos: China absorbió la tecnología, escaló la producción, se apropió de cadenas de suministro críticas y empezó a desplazar a las mismas empresas que antes la usaban como taller barato. Washington creyó estar externalizando manufactura, pero terminó externalizando capacidad estratégica.
Los líderes del mundo aprenden, a veces, a la fuerza. No invadas Rusia en invierno. No apuestes contra el dólar. No hay guerras rápidas y quirúrgicas. No ignores la geografía. No tomes el té con Putin. No digas que esta vez es diferente. Rush Doshi, funcionario de Biden en el Consejo de Seguridad Nacional, agrega una última: no emprendas una guerra comercial contra China. “Si algún día –señaló Doshi– los historiadores intentan identificar el momento exacto en que China se convirtió en el igual geopolítico de Estados Unidos, quizá señalen el resultado de la mal concebida guerra comercial de Trump”.