El peronismo y los debates sobre su futuro

Las discusiones económicas en las distintas tribus, un buen síntoma. El presidente, enojado con Álvarez Agis.

Los paralelos entre los procesos internos de otros países y la coyuntura política argentina suelen ser peligrosos. La tentación de la igualación de cosas que son, por definición, distintas, suelen dar lugar a metáforas exageradas, grandilocuentes o, lo que es peor, equivocadas. En la semana que transcurrió entre esta y la última entrega, los diversos triunfos del Partido Demócrata en las elecciones locales y estaduales ameritan afinar la mirada sobre algunas lecciones posibles que probablemente aparezcan –o deberían aparecer– en la oposición local. No porque haya tanto en común entre la centroizquierda estadounidense y el peronismo sino porque ambas fuerzas se encuentran embarcadas en su propia búsqueda tras el cachetazo electoral que significó las victorias de los hoy oficialismos. 

Por otra parte, como admite implícitamente incluso Cristina Fernández de Kirchner, las últimas elecciones legislativas mostraron que el peronismo es una fuerza que hoy repudia un segmento importante de los argentinos –una situación que también encuentra eco en la oposición norteamericana. Una encuesta del Wall Street Journal ubicaba la desaprobación del Partido Demócrata en un 63% en julio de este año, el nivel más alto en las tres décadas que lleva el estudio. En ese contexto, los triunfos se vuelven significativos. Como con Lula da Silva –de quien podía tomarse como ejemplo su persistencia y resistencia, incluso en el contexto de persecución, cárcel incluida–, su liderazgo personal o el rediseño corrido al centro de su marca a partir del acercamiento a antiguos rivales como Geraldo Alckmin, las victorias demócratas aportaron argumentos tanto a quienes sostienen la necesidad de radicalizar la propuesta y entusiasmar a los propios y quienes predican un giro hacia el centro. 

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Los focos puestos en Nueva York y su flamante y joven alcalde, el socialista Zohran Mamdani, no deberían opacar los amplísimos triunfos de candidatas moderadas en Virginia o Nueva Jersey –estados demócratas, pero mucho más parecidos a los Estados Unidos en su demografía y preferencias políticas que la ciudad de Nueva York. Más allá de la radicalidad de las propuestas, el peronismo podría tomar del neoyorquino su apertura para la respuesta sencilla, sincera y sin tapujos, no sólo cuando refiere a cuestiones en las que el alineamiento ideológico es predecible –como su oposición a las políticas israelíes– sino en las incómodas. 

Después de una campaña electoral en la que los candidatos peronistas titubearon incluso para decir que las últimas elecciones presidenciales venezolanas no fueron limpias –una tara que no es sólo argentina, como demuestra el caso de Podemos en España– escuchar a Mamdani, que se negó a moderarse en sus posiciones de fondo, denunciar sin titubeos a Nicolás Maduro como un dictador, modela una encarnación posible del progresismo menos atada a la defensa de lugares comunes ruinosos y falsos: festejaron el triunfo de Mamdani los mismos que sostenían el peronismo en sangre de Donald Trump. 

Con todo, más interesante que sus definiciones sobre Venezuela son sus heterodoxias en cuestiones cotidianas. Con una propuesta centrada en el costo de vida –que otorga al Estado y la intervención en la economía un lugar central– Mamdani se permitió poner un foco también en la eficacia y la adaptación de las propuestas a los fines –y no lo contrario– como su norte de gobernabilidad: “Como un apasionado de los bienes públicos, creo que en la izquierda tenemos que ser igual de apasionados sobre la excelencia pública (…), cómo podemos hacer efectivas las ideas que nos apasionan. Cualquier caso de ineficiencia pública es una oportunidad para un argumento en contra de la existencia del sector público”. 

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La mirada que se impuso en las elecciones neoyorquinas –junto a una agenda de reformas ambiciosas en línea con las prioridades de la izquierda– contiene también una vocación fuertemente reformista y eficientista del Estado. Recortar los tiempos y las cargas de la burocracia, quitar costos innecesarios a los desarrolladores inmobiliarios o los procedimientos de obra pública. Una agenda que hoy aparece alejadísima de las prioridades de la oposición, que le regaló el monopolio de esa clase de iniciativas a Federico Sturzenegger. En palabras de Mamdani: “Es frustrante que hayamos permitido que el lenguaje en torno a la burocracia, la eficiencia y el despilfarro se perciba como una preocupación de la derecha. Es la principal preocupación de la izquierda, porque representa la realización o la traición de aquello que motiva gran parte de nuestra política”. Toda una distancia con los límites locales.

Los problemas del peronismo, con todo, no se circunscriben a esos tabúes ideológicos que sólo doblegó, de tanto en tanto, la propia CFK, cuya espalda le permite cuestionar los propios tótems, desde los piquetes o las condiciones de ejercicio de la docencia hasta el mantra del Estado presente. Es significativo que ni siquiera ella haya logrado que esos quiebres ocasionales tengan un correlato claro en los programas de gobierno. El peronismo necesita tener una propuesta que le permita gobernar con un riesgo país cuyo piso no sean 1500 puntos. No hay nivel de endeudamiento, por bajo que sea, que sea manejable en semejante magnitud de costo del crédito. Tampoco la economía bimonetaria –que bien entendida no es otra cosa que la lógica pulverización del valor de la moneda argentina en su función de ahorro– es pasible de solucionarse con ese indicador. 

Hasta el momento, las respuestas fueron escasas. Parece haber un lento reconocimiento sobre la importancia del déficit fiscal, posiblemente como consecuencia de las derrotas electorales consecutivas a manos de un presidente que encarna una versión extrema de una mirada que le otorga a ese resultado propiedades milagrosas, que tampoco verifica la experiencia comparada. Aún cuando exagerar la importancia de ese resultado sea preferible a la alternativa que, en el caso argentino, supone imprimir dinero para financiar el gasto público y pretender que no tenga consecuencias en materia inflacionaria.

Encaramar la discusión en las trayectorias y posiciones, con todo, es un ejercicio inútil de cara tanto a la sociedad como a los mercados, famosos por tener la memoria de un hámster. El problema es que, incluso este reconocimiento reticente del problema del déficit fiscal –donde brillan por su ausencia las propuestas sobre cómo mejorar los costos distributivos de un ajuste– no viene acompañado de una reforma en la visión económica. Por ejemplo, se mantiene la mirada según la cual el combate a la inflación supone una aproximación intervencionista sobre las empresas, regulando precios y ganancias desde la Secretaría de Comercio para “forzar que se circunscriban al rumbo que marca la política económica”. 

En esta línea, aparecen propuestas para restringir la capacidad de las empresas de exportar la producción minera y aumentar sustancialmente los impuestos en los sectores más dinámicos y pasibles de inversión o de insistir en la sobrerregulación de precios en sectores que, por su propia naturaleza, son de acceso restringido. Como la medicina prepaga, que convive con los sistemas solidarios públicos y de obras sociales, y cuya restricción de precios puso al sector al borde del colapso, con copagos ilegales extendidos en todas las especialidades médicas, desde consultas hasta intervenciones. 

La discusión sobre las propuestas opositoras es central para un país que necesita sostener estándares de protección y prestaciones sociales que hacen tanto al desarrollo como al mantenimiento del nivel de vida de la población. Tanto el equilibrio fiscal como los problemas derivados de la carga impositiva que afrontan las empresas en el circuito formal requieren de ideas que contrasten con una mirada oficial cuyo postulado es, siempre y en todo lugar, la inutilidad del Estado y la necesidad de su desguace. Y cuyas consecuencias sobre –por ejemplo– las prestaciones previsionales o los servicios educativos y de salud afectan severamente a la población y resultan profundamente impopulares, aún cuando un segmento importante de la población haya decidido que los prefiere ante las alternativas disponibles. 

En este sentido, la virulencia con la que el presidente salió a responder a Emmanuel Álvarez Agis –habrá que contar los días que duró su promesa sobre el insulto– por su propuesta de bajar impuestos a las operaciones formales y compensarlas con un tributo al retiro de efectivo es indicativa del tipo de contrapuntos en el que podría centrarse una alternativa opositora, que recoja tanto lo atendible de algunos problemas que detecta el diagnóstico oficial sobre el pasado reciente como lo inadecuado de sus respuestas.

Álvarez Agis planteó penalizar el retiro de efectivo como forma de promover los pagos electrónicos y la formalización desde la perspectiva de los consumidores. Más allá de la discusión sobre la herramienta puntual, el diagnóstico que la motiva tiene la virtud de poner el centro en un problema central de la economía del país. La propuesta supone modificar los desequilibrios que derivan del tratamiento discriminatorio que nuestra estructura tributaria dispensa a las empresas que están formalizadas y usan el sistema bancario –que hoy son penalizadas por la legislación argentina con el llamado impuesto al cheque– respecto de las que operan al margen y en negro e invertir el esquema de premios y castigos. Argentina tiene una presión menor a la mayoría de los países desarrollados, a la media de la OCDE y a la de algunos países vecinos como Uruguay o Brasil. Sin embargo, esa presión recae en malos tributos como Ingresos Brutos o el impuesto a los débitos y créditos bancarios que penalizan brutalmente los costos y competitividad del sector formal, lo que se compensa con una alta evasión e informalidad. 

Por otro lado, la carga sobre las pequeñas y medianas empresas no difiere demasiado respecto de la que recae sobre las de mayor tamaño. Bajar las alícuotas para quienes cumplen, de manera sostenible, requiere penalizar a quienes no lo hacen y evitan contribuir con el sistema. La propuesta esbozada contenía tres componentes. El mentado impuesto a los retiros de efectivo reemplazaría al que actualmente se cobra a los movimientos bancarios, un mecanismo para “formalizar al kiosquero” que además se complementaría con una baja impositiva a las empresas de menor tamaño, el sector que por lejos tiene mayor informalidad de la estructura económica. Cobrar tributos más bajos, pero a más actores y de manera equitativa, sin generar desequilibrios fiscales. 

Un programa con esa orientación supondría un contrapunto interesante con la agenda de reformas laboral y tributaria señalizadas por Luis Caputo, cuya direccionalidad es hacer que el sector formal se mimetice en materia de derechos y cargas con el informal. Un proyecto de Estado que, llevado hasta sus últimas consecuencias, acercaría a la Argentina no ya al modelo de Perú, sino al de Paraguay. La recomposición del sistema político argentino supone la necesidad de tener un espacio que postule premiar a los que cumplen la ley y castigar a los que no lo hacen, particularmente cuando quien ocupa la cabeza del Estado declaró, en diversas ocasiones, que la evasión y el contrabando son manifestaciones heroicas.

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Es director de un medio que pensó para leer a los periodistas que escriben en él. Sus momentos preferidos son los cierres de listas, el día de las elecciones y las finales en Madrid. Además de River, podría tener un tatuaje de Messi y el Indio, pero no le gustan los tatuajes. Le hubiera encantado ser diplomático. Los de Internacionales dicen que es un conservador popular.