La zona de confort: la seguridad en los barrios cerrados
Un nuevo libro explora la vida cotidiana en Nordelta, su naturaleza domesticada y sus mecanismos para protegerse. ¿Qué efectos tienen en el resto de la ciudad?
Del crimen de María Marta a la serie Viudas negras, lo que ocurre al interior de los countries en Argentina viene siendo objeto de una persistente fascinación mediática. Pero a medida que esta tipología permea entre sectores más amplios, aparecen preguntas de claro interés urbanístico que van más allá de la anécdota o el juicio moral. ¿Cómo se construye la vida dentro de los barrios cerrados? ¿Qué implicancias tiene esa forma de habitar para la sociedad urbana en su conjunto?
El sociólogo chileno Ricardo Greene investigó durante años la vida cotidiana en Nordelta, la urbanización cerrada más grande de Latinoamérica, y luego de un minucioso trabajo de campo (que incluyó numerosas entrevistas y un estudio de los reglamentos y la estructura legal del complejo) arriesgó posibles respuestas en Vivir en un barrio cerrado, libro que acaba de publicar Siglo XXI.
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Lo más original del enfoque de Greene es que, si bien escribe a favor de ciudades más justas, no encuentra en los barrios cerrados a los responsables de que desde mediados de la década del noventa se haya profundizado la brecha urbana. “Los barrios privados se transformaron en una realidad porque había un conjunto de prácticas que se ejercían y se habían estabilizado”, dice el autor. Es decir que previo a la consolidación de los countries, sostiene, las clases privilegiadas ya habían comenzado a evitar encuentros con otras clases sociales en Buenos Aires y la “buena vida” ya estaba disociada de la esfera pública en la ciudad.

Condición de posibilidad
Los primeros country clubs de Argentina aparecen en la década del ‘30 a unos cuarenta kilómetros al noroeste de Buenos Aires. Estos lugares pioneros, como Tortugas o Los Lagartos, estaban orientados a la vida al aire libre y la práctica deportiva y no albergaban residentes permanentes. Esto comenzó a cambiar con la nueva red de autopistas y las inversiones internacionales de la década menemista, que se concentraron en la construcción de shoppings, cines y barrios cerrados en el Gran Buenos Aires, incentivando la suburbanización de las clases altas, tal como en su momento el ferrocarril había promovido el poblamiento de los suburbios entre las clases media y trabajadoras.
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SumateEsto se acompañó con un marco legal acorde. Al decreto-ley provincial 8912 de la última dictadura, que incluía un capítulo entero dedicado a los clubes de campo, la gobernación de Eduardo Duhalde le sumó un nuevo decreto que reducía los requerimientos para el funcionamiento de barrios privados y eliminaba las restricciones relacionadas a la dotación de servicios públicos recreativos.
En este contexto se produce un boom de urbanizaciones cerradas, incluyendo las 1750 hectáreas de Nordelta. La huída de muchos residentes de la capital se confirmó tras el estallido social que tendría lugar apenas años más tarde.
“Hasta 2001, en la Argentina, ciudad versus conurbano, así como ciudad versus desierto, existían como opuestos limpios, contenidos por una frontera más simbólica que física: de un lado la civilización, del otro la barbarie. Pero con la crisis, ese borde se desdibujó. Y entonces muchos sintieron que algo esencial se había perdido. Que no se podía caminar por la ciudad como antes: pasar de café en café, dejar que los encuentros sucedieran al azar, conversar sin miedo en una vereda cualquiera”, dice Greene. “Pero lo más grave —lo verdaderamente irreparable— fue descubrir que los niños ya no podrían vivir la ‘buena vida’, esa que flotaba en los recuerdos como un eco de Mafalda: calles tranquilas, vecinos conocidos, una vida sin sobresaltos. Como si también el porvenir se hubiera evaporado”.
Qué se gana y qué se pierde
Greene entrevistó a muchos residentes, en particular mujeres, a las que les costó adaptarse al nuevo estilo de vida y que sufrieron mucho en sus primeros meses en una urbanización cerrada. ¿Cómo se explica esto, si la tranquilidad y el “contacto con el verde” era justamente lo buscado?
“La respuesta, creo, es que en la mayoría de los casos Nordelta no les ofreció un estilo de vida radicalmente diferente del que tenían antes; más bien, les dio la posibilidad de radicalizar prácticas que ya habían incorporado a sus vidas o al menos habían deseado incorporar, en especial aquellas asociadas a la ética del confort”, dice el sociólogo. “Cuando residían en Buenos Aires ya intentaban vivir una vida familiar y saludable, holista y natural, con actividades como tomar clases de yoga y pasar tiempo de calidad con sus hijos. Se mudaron a Nordelta porque quisieron mover esas prácticas al centro de su experiencia cotidiana, y fue eso mismo lo que causó su desazón, porque las prácticas que tanto buscaban comenzaron a colonizar la totalidad de sus vidas y solo entonces, una vez adentro, se dieron cuenta que además apreciaban otras cosas, que daban por sentadas y dejaron de tener, como caminar por la calle, encontrarse con amigos en cafés o perderse entre la muchedumbre”.
Nordelta sí logró generar una mayor sensación de seguridad entre sus residentes, como lo prueba el hecho de que las casas no se cierran con llave, algo que en la capital sería impensable. Pero la seguridad nunca es —nunca puede ser— total, como lo prueban los robos que de tanto en tanto ocurren a pesar de las millonarias inversiones en dispositivos de seguridad, algo muy vinculado al propio diseño del entorno.
Escribe el autor: “Los guardias son los miembros más visibles del aparato de seguridad y su propósito manifiesto es prevenir el ingreso de población impropia mientras realizan tareas de vigilancia general, lo cual resulta vital en barrios privados donde las calles, como bien explica Jane Jacobs, carecen de la vigilancia natural que provee la vida urbana rica: un vacío que solo pueden suplir los vigilantes a sueldo”.
Pero, por algún motivo, el mundo sin conflictos nunca emerge. Los 45.000 residentes de Nordelta siguen recibiendo actualizaciones regulares sobre nuevos dispositivos y medidas de vigilancia: garitas, cámaras de seguridad, sistemas de audio para realizar escuchas en el perímetro y hasta focos de 1000 watts para iluminar las áreas más oscuras. La tranquilidad es un sueño eterno.
Quienes viven en la “ciudad-pueblo” hacen lo imposible por evitar Pacheco, localidad vecina con la que la urbanización de Eduardo Costantini mantiene una relación de dependencia funcional. Un residente publicó una carta en la revista Gallaretas en la que cuenta que moverse en auto por la zona es de “alto riesgo” y ofrece consejos como los siguientes: “Mientras conducen, miren su entorno, asegúrense de que nadie los sigue, usen sus espejos, mantengan sus puertas y ventanas cerradas y con seguro, y el volumen de la radio bajo”. Otros se mostraron preocupados por los ataques con piedras para robar en autopistas. Como señala el profesor de sociología urbana Giandomenico Amendola, los barrios privados producen efectivamente espacios más seguros, pero a costa de transferir el miedo desde las áreas residenciales hasta los lugares intersticiales de movilidad.
Un sistema poroso
En un pasaje central del libro, Greene señala las paradojas de un sistema que se pretende autosuficiente pero que no puede borrar las marcas de clase que hacen su posible funcionamiento: “Si bien la autodeterminación y la pureza han sido relevantes para la conformación de los barrios privados, día a día miles de elementos ‘amenazantes’ atraviesan sus bordes”.
La infraestructura está hecha para dificultar el acceso por fuera de los puntos de control. La vía principal no tiene veredas ni ciclovías, y uno de los guardias explica que las razones son “estéticas”: los residentes y la administración no desean ver las calles llenas de gente impropia. Pero los requisitos de ingreso —en apariencia firmes— son resistidos incluso por algunos propietarios, que no quieren ver a sus amigos y familiares sometidos a procedimientos de identificación que por momentos se asemejan al régimen de visitas de una cárcel.
Es así como emergen tácticas alternativas, como la de un señor de 60 años vestido con ropa deportiva que una mañana apareció trotando por el interior del predio sin ser de Nordelta, tras seguir el consejo de una empleada de la estación de servicio cercana que le recomendó que pasara caminando por el costado del puesto de seguridad y que levantara el brazo y saludara.
Los límites son necesariamente porosos porque Nordelta solo es posible gracias a su ejército de proveedores: laburantes de Polvorines, Don Torcuato, Moreno, Merlo, José C. Paz, San Miguel. Niñeras, jardineros, pileteros, obreros de la construcción, empleadas domésticas.
Fueron justamente las trabajadoras domésticas las protagonistas de un conflicto que estalló en 2018, cuando denunciaron discriminación porque algunos propietarios se negaban a compartir las combis y transfers con ellas. La tensión escaló hasta que meses más tarde el Concejo Deliberante de Tigre aprobó una ordenanza que autorizó el ingreso de la línea 723 (colectivo que comienza su recorrido en la Estación Don Torcuato) a la avenida troncal de Nordelta.
“Esta decisión fue muy resistida por los nordelteños con el argumento de que el Estado no tenía derecho a intervenir y protestaron ante la Intendencia, pero la resolución fue definitiva. Pocas semanas más tarde tuvieron que apretar los dientes al ver pasar los primeros colectivos por sus dominios”, concluye el autor. “Un pequeño triunfo para las trabajadoras domésticas, quizás, y sin duda un giro radical en el trato dispensado por el Estado argentino hacia los barrios privados, que hasta entonces se caracterizaba por una total permisividad –complicidad, incluso– ante sus prácticas discriminatorias, afirmaciones de soberanía e intentos por privatizar funciones públicas”.

El futuro del country
Sobre esto último, y otros temas no abordados directamente en el libro, conversé con Ricardo Greene.
–Un elemento central de tu trabajo es la porosidad de los límites entre el barrio cerrado y el afuera. ¿Cómo fue cambiando esta tensión? Parece haber fuertes diferencias entre el proyecto inicial del empresario italiano Julián Astolfoni y de cómo luego lo fue desarrollando Costantini.
–Hay una evolución muy clara entre las distintas etapas del proyecto. A petición de Astolfoni, en los ochenta Rubén Pesci planifica una ciudad-pueblo integrada, con continuidad de calles, transporte público y relación con Tigre. Una “ciudad jardín”, donde el verde y la comunidad eran centrales. Cuando entra Eduardo Costantini, todo cambia: el proyecto se vuelve un desarrollo privado, cerrado, con lagunas artificiales y accesos controlados. El espacio público se reduce y su carácter cambia; se vuelve un lugar solo de disfrute y conexión, desapareciendo por ejemplo su centro cívico. El transporte público también se elimina casi por completo, reemplazado por combis y autos particulares. La ciudad abierta se transforma en un archipiélago de barrios amurallados, aunque su sueño de aislamiento no puede concretarse del todo, porque todos los días entran y salen miles de trabajadores, proveedores, profesores, empleadas que mantienen viva la ciudad.
–¿Cómo viven los residentes el famoso tema de la invasión de carpinchos? ¿Son siempre vistos como un estorbo o hay conciencia de que es el humano quien está ocupando un ecosistema de transición entre ambientes terrestres y acuáticos?
–Lo primero es que Nordelta no es un lugar homogéneo. Conviven familias jóvenes, jubilados, profesionales, deportistas, empresarios e incluso migrantes internos e internacionales, y cada uno vive el entorno a su manera. Pero si algo predomina es la idea de una naturaleza domesticada: una coreografía de lo vivo pensada para producir serenidad. Es un paisaje de césped cortado, lagos transparentes y perros que no ladran, sin mosquitos, algas ni plagas. Lo que desborda se erradica, se drena, se esteriliza. Pocos piensan que habitan un ecosistema de humedales, o al menos no lo valoran por sobre lo construido. Es parte del pacto: vivir cerca de lo natural, pero sin perder la sensación de control. En ese marco, la “invasión” de carpinchos generó respuestas dispares: algunos los defendieron como parte del paisaje, mientras otros —los más— los vieron como una amenaza al orden y la calma que Nordelta promete.
–¿Qué futuro le ves al modelo country en Argentina? ¿Imaginás una mayor apertura a la ciudad abierta o un mayor repliegue, con seguridad y vigilancia llevadas al extremo?
–No me gusta hacer futurología, pero si algo se puede anticipar es la consolidación de una tendencia: una elite que se ha ido separando progresivamente del país, no solo geográficamente, sino también cultural y afectivamente. En las entrevistas y recorridos que dieron origen al libro se percibe un desapego profundo, incluso un desprecio: la Argentina aparece como un lugar del que hay que protegerse o escapar. El modelo del country, en ese sentido, no parece orientarse hacia una mayor apertura, sino hacia un repliegue cada vez más sofisticado. La seguridad y la vigilancia no son solo dispositivos técnicos, sino modos de vida. Las urbanizaciones cerradas expresan una ética de la salvación personal y familiar, de proyectos entendidos como emprendimientos individuales más que colectivos. Miami, más que Buenos Aires, funciona como horizonte simbólico. Se trata de una elite globalizada, quizás siempre lo fue, pero hoy más desarraigada, menos interesada en construir una nación compartida que en blindar su propia versión del bienestar.