Lo que Río dejó: denuncias, disputas políticas y alta aprobación

Las más de 120 personas asesinadas por la policía generó reacciones diversas. La ONU pide investigar, Lula se muestra cauto y los brasileños están de acuerdo.

El martes 28 pasado, se lanzó una operación policial estatal de gran escala en los complejos de favelas do Alemão y da Penha, en la zona norte de Río de Janeiro, dirigida contra el Comando Vermelho. Se sabe que participaron cerca de 2500 agentes, con apoyo de vehículos blindados, helicópteros y drones. Según varias fuentes, al menos 121 personas murieron como consecuencia directa de la operación. Las autoridades identificaron 99 de los fallecidos; de ellos, 42 tenían órdenes de arresto pendientes y 78 antecedentes criminales. 

Aunque el gobierno estatal calificó la operación como un “éxito en la lucha contra el narcoterrorismo”, los cuestionamientos y las dudas no son pocas. Por un lado, hay fuertes críticas de organismos de derechos humanos de la ONU que señalan que la operación podría haber implicado ejecuciones extrajudiciales o uso excesivo de la fuerza. 

Por otro lado, no está claro cuántos civiles fallecieron o estuvieron en la línea de fuego versus cuántos eran miembros de la organización criminal. O sea, no se conoce el número de falsos positivos. Tampoco existe mucha transparencia en cuanto al detalle del mandato que tenía la policía, qué objetivos se alcanzaron y a cuántos líderes del Comando Vermelho pudieron apresar. En principio, el líder más buscado, alias “Doca”, habría logrado escapar de la operación. 

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Alta aprobación

Lo que sí sabemos es que representa la operación más letal en la historia del estado de Río de Janeiro, lo que marca un punto de inflexión en la dinámica entre el Estado y los grandes grupos criminales. Refleja, al mismo tiempo, una escalada en los métodos de seguridad pública: despliegues masivos, militarización de favelas, uso de tecnología (drones, blindados) y un discurso de “guerra al crimen”.

Pero también refleja algo incómodo: la aprobación de la operación por parte de la sociedad. Una encuesta de Atlas Intel encontró que el 62% de encuestados de Río de Janeiro aprueba la operación, mientras el 34.2% no la aprueba. Entre los habitantes de las favelas, el apoyo sube al 87%. Más de la mitad considera que, aunque hayan muerto 120 personas, lo que hizo la policía “refleja la mejor forma de combatir efectivamente el crimen”. Y el 65.1% considera que las 120 personas asesinadas no son víctimas sino criminales.

El paisaje brasileño es sumamente preocupante. El PCC, nacido en las cárceles de Sao Paulo, ya opera en puertos europeos y africanos; el Comando Vermelho, forjado en las prisiones de Río, se extendió por la Amazonía y los Andes. No son simples bandas: son estructuras híbridas, que mezclan coerción y gobernanza, violencia y logística. Estos grupos no solo trafican drogas: administran territorios, arbitran conflictos, proveen servicios y hasta imponen una cierta justicia. Lo hacen con métodos que repugnan, pero con una eficacia que el Estado ha dejado de reclamar como suya. 

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Presencia criminal

El cálculo conservador de Andrés Uribe y sus colegas es que en América Latina cerca de 77 millones de personas experimentan distintas formas de gobernanza en manos de organizaciones criminales armadas. Los resultados varían de país en país como se muestra en la tabla. Llama la atención el lugar que ocupa Brasil, con casi 50 millones de personas (en la estimación conservadora) conviviendo con esquemas de gobernanza criminal.

El deseo de orden es humano; la renuncia al Estado de derecho no lo es. Cuando la legalidad se vuelve un lujo, y la violencia una rutina, el resultado no es seguridad sino barbarie con trámites. La represión masiva no restablece autoridad, apenas la disfraza. La aprobación popular no la legitima, apenas la normaliza. Y cada operativo exitoso deja una democracia un poco más frágil: menos capaz de proteger a sus ciudadanos, más dispuesta a castigarlos.

La reacción de Lula

Mientras tanto, Lula reaccionó con una mezcla de horror y cálculo. Por un lado, sancionó una ley para aumentar las penas, incrementar la coordinación entre agencias, la inteligencia financiera y la captura de activos en manos de los criminales. Cuestionando el accionar de la policía, Lula señaló que “el crimen organizado no se combate con matanzas, sino con medidas que descapitalicen a las bandas y golpeen sus estructuras financieras”. 

Por otro lado, sin embargo, Lula señaló que “No podemos aceptar que el crimen organizado siga destruyendo familias, oprimiendo vecinos y esparciendo drogas y violencia por las ciudades”. Lula está, así, atrapado entre dos imperativos: condenar la barbarie y no parecer débil ante ella. Su mensaje busca el equilibrio, pero el riesgo es quedarse en la oscilación. Denuncia el exceso policial, pero no rompe con la lógica de la guerra. Reclama la coordinación federal, pero evita enfrentarse abiertamente al gobernador de Río. Lula se mueve en la cuerda floja entre su instinto progresista y el miedo a parecer indulgente. Lo hace con razón: en el Brasil de hoy, la compasión se confunde con debilidad, y la prudencia con omisión.

Otras lecturas:

Estudió relaciones internacionales en la Argentina y el Reino Unido; es profesor en la Universidad de San Andrés, investigador del CONICET y le apasiona la intersección entre geopolítica, cambio climático y capitalismo global.