Por qué el cerebro necesita amigos
Scrollear en Instagram y corazonear a los seres queridos no es como estar con ellos. La ciencia sabe por qué compartir un rato cara a cara es mejor que un buen reel.
 
                        
Abrir Instagram es como ver una fiesta del otro lado de la ventana. Podríamos entrar y probar suerte. Quizá encontremos alguna cara conocida, quizá podamos hablar con un extraño. Pero nos ajustamos la bufanda y seguimos camino.
La paradoja de nuestras vidas tan insoportablemente conectadas no supone novedad alguna. Hace más de una década Sherry Turkle la documentó exhaustivamente en Alone Together (2011), donde exploraba “por qué esperamos más de la tecnología y menos de los demás”. El océano de conexiones virtuales que navegamos a diario nos hace sentir un creciente vacío, un malestar que afrontamos de manera confusa porque todo nos indica, gracias a las palabras que usan las plataformas, que nos rodean “amigos” y “seguidores” a quienes cada tanto les “gusta” que demos señales de vida.
Este es el contradictorio escenario que procura indagar el libro Why Brains Need Friends (Por qué el cerebro necesita amigos, 2025), acerca de la ciencia de las conexiones sociales, del neurocientífico Ben Rein. Pero mientras que Turkle dedica una buena parte de su libro a explorar nuestra relación con las máquinas y otra a la ansiedad y malestar que muchas veces provoca, Rein se dedica no solo a indagar en los fundamentos neurobiológicos de las relaciones sociales humanas sino también a bocetar una suerte de brújula para intentar sentirnos un poquito mejor frente a un mundo que no da señal alguna de cambiar o retroceder en sus modos.
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El lujo de los vínculos
Su tesis es brutalmente directa y no admite matices: la conexión social no es un lujo opcional, un mero capricho de nuestro tiempo libre o una actividad recreativa más, sino un componente indispensable de nuestra salud física y mental, que en vez de ubicarse en el centro de la pirámide de Maslow debería ubicarse en la base, junto con el ejercicio físico, las horas de sueño o una nutrición equilibrada. Cuidar nuestros vínculos, argumenta, no es más que honrar nuestra biología y supone reconocer que la soledad representa la mayor crisis de salud de nuestro tiempo, de la que se habla pero quizá no lo suficiente.
Este libro se ubica cómodamente en el estante de neurociencias barra autoayuda barra comunicación de la ciencia. Ya en la primera página propone una especie de “juramento hipocrático” de no utilizar “grandes palabras” e insta a sus colegas a hacer lo mismo: “La jerga científica ha entorpecido el significado de los artículos académicos, impidiendo que el público los siga”. Algo de razón tiene.
El riesgo que la simplificación de argumentos y conceptos científicos supone es cierta caricaturización si no la deliberada manipulación en favor de cierto relato. Pero ya discutimos sobre eso en otra oportunidad.
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SumateSegún reconstruye nuestra historia evolutiva, el cerebro humano se forjó en torno a la vida comunitaria, por lo que al percibir el aislamiento prolongado lo interpreta no como un mero bajón anímico o una preferencia personal sino como una amenaza a nuestra supervivencia, tan primordial como el hambre o el dolor físico. Esta es una de sus tres “duras verdades sobre la interacción social”. Las otras dos son que vivimos en un mundo en el que las redes sociales, la polarización política o la pandemia ampliaron nuestra distancia con el prójimo, y que a pesar de ser tan necesario para nuestro bienestar, el cerebro humano posee “deficiencias intrínsecas” que nos dificultan nuestra relación con otros.
Expectativa de vida
El precio que pagamos por la forma negligente en que descuidamos nuestros vínculos no es otro que nuestra calidad de vida, si no la expectativa de vida misma. Entre varios cientos de trabajos, el libro se apoya en un estudio que luego de seguir a más de 300 mil personas durante un promedio de siete años, período en el que algunos participantes fallecieron por causas naturales, encontró que quienes tenían vínculos sociales más débiles presentaban un 50% más de probabilidades de morir durante el estudio.
En comparación, el aislamiento social resulta alrededor de un 60% más perjudicial que la obesidad y un 40% más que vivir en una zona con alta contaminación. Asimismo, los pacientes del hospital separados para el control de infecciones muestran más ansiedad y depresión y suelen tener una peor evolución. Los presos que experimentan aislamiento tienen un 24% más de probabilidades de morir en el año posterior a la liberación, con un marcado aumento en el suicidio.
Desarmando el misterio, el aislamiento social deriva en mayor estrés, lo cual supone niveles elevados de la hormona correspondiente, el cortisol, lo que mantiene al cuerpo en un estado de alerta constante e insostenible. Esta sobrecarga hormonal crónica desencadena una inflamación sistémica de bajo grado que puede derivar en daño cerebral a nivel celular y llega incluso a provocar el encogimiento físico de áreas críticas para la cognición, como los centros de la memoria. De ahí a las enfermedades cardíacas, diabetes y cáncer hay una sola estación.
El placer (y la salud) de la interacción
Un rápido razonamiento nos debería hacer sospechar que aquellas personas que viven muchos, muchos años y mantienen una envidiable salud poseen también vidas sociales suficientemente interesantes. Y esa es precisamente la conclusión de un reciente trabajo acerca de los “superancianos”, personas de 80 años o más que aún conservan el rendimiento cognitivo de una persona de 50: no comparten una dieta mágica, un régimen de ejercicio o algún medicamento milagroso. Lo único que los une es “cómo ven la importancia de las relaciones sociales”, como explica una de las autoras.
Estas personas, de una marcada tendencia a la extroversión, poseen cerebros con una mayor densidad de neuronas de von Economo, células especializadas cruciales para procesar la complejidad de los comportamientos sociales. Esta característica, podemos especular, les permite no subestimar el placer y beneficio propio de la interacción social genuina y así subsanar una de las tres “duras verdades” de Rein: somos pésimos detectando que estamos solos y confundimos con facilidad la corrosiva sensación de soledad con el ruido omnipresente del estrés cotidiano.
Nuestras entretejidas vidas digitales agudizan nuestro aislamiento mucho más de lo que lo subsanan. Nuestra historia evolutiva moldeó al cerebro para priorizar la riqueza informativa del contacto cara a cara — que nos permite descifrar microexpresiones en las cejas y o seguir la dirección de la mirada — , se siente profundamente anacrónico en el entorno digital actual. Para no hacerme cargo de la analogía, el autor sostiene que “el cerebro en las redes sociales es como un carruaje tirado por caballos en una autopista. Está fuera de lugar, es una herramienta arcaica que se abre paso a través de un mundo virtual completamente nuevo, rápido y, a menudo, abrumador”.
Un like no es como una sonrisa
Sin controversia alguna, las interacciones mediadas por pantallas, ya sean videollamadas, mensajes de texto o redes sociales, fracasan inevitablemente en replicar la experiencia completa porque eliminan, por diseño, señales sociales cruciales — la calidez del tono de voz, la complejidad de las expresiones faciales, el contacto físico — que el cerebro necesita para sentirse emocionalmente nutrido y establecer vínculos con comodidad. Esto no es una diatriba en contra del trabajo remoto, pero de más está decir que no todo debería ser trabajo en la vida.
No se trata de una mera preferencia subjetiva o nostálgica de tiempos mejores en los que corríamos por el patio y para conectarse a Internet debíamos escuchar una orgía de robotitos en la línea telefónica: las interacciones en persona suelen ser más efectivas para hacernos sentir bien. Incluso momentos cara a cara triviales — un saludo al vecino gruñón, una charla con quien nos sirve un café — importan desproporcionadamente más para nuestra salud cerebral que horas de interacción digital.
Nuestros cerebros, que son más o menos iguales desde hace unos 200 mil años, imponen un límite natural a nuestros universos sociales: las redes estables y significativas que podemos mantener activamente rondan las 150 personas (el famoso número de Dunbar), una cifra que la tecnología no logró expandir sustancialmente, y la preferencia innata por el contacto real persiste con obstinación. En otras palabras, este es un buen momento para revisar cuántas personas seguís en Instagram.
Nada como la amistad
El genuino contacto con otras personas que queremos y nos hacen sentir queridos nos recompensa de manera tal que una descomunal proporción de la literatura universal se dedica tanto al amor como a la amistad. En la raíz misma del desarrollo de la filosofía estuvo cierta obsesión por entender por qué a estos animales racionales nos interesa tanto mezclarnos entre personas que consideramos dignas de nuestra atención. Podríamos incluir a continuación un párrafo entero que torpemente suelte alusiones a la oxitocina, la dopamina y la serotonina — el “brebaje encantador (…) que nos hace sentir excepcionales”, según Rein — pero ya bastante estiramos la ciencia hasta este punto.
La tendencia a la amabilidad y la necesidad de conectar no son meras construcciones sociales sino que están profundamente arraigadas en nuestra herencia evolutiva. Pero esta es la misma que se manifiesta en uno de los mayores defectos de nuestros pobres cerebros: nuestra capacidad para la empatía no se distribuye equitativamente. El cerebro tiende a reservar su mayor simpatía y resonancia emocional para los que son como nosotros, y no para “los otros”. Este mecanismo, quizá adaptativo en pequeñas comunidades de antaño, se vuelve potencialmente destructivo en un mundo diverso, globalizado e intensamente interconectado.
Rein no se limita al diagnóstico pesimista. Lo que propone es una suerte de rediseño consciente y activo de nuestras vidas para que las interacciones sociales no sean una anécdota sino una parte integral e innegociable de nuestra rutina semanal, al mismo nivel que nuestras responsabilidades laborales o el cuidado físico. Un ítem más por el que sentir algo de culpa.
Es un lindo libro, de esos que podemos regalar a modo de indirecta. Puede ir acompañado de una notita, librada a la interpretación: “Si no nos vemos más seguido, puede que mueras antes de tiempo”.
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