El acuerdo de paz es difícil, la reconstrucción de Gaza más aún

Los avances entre Israel y Hamas, después de la primera fase, se enfrentarían a lo más complejo: la creación de una administración civil que no se perciba como otra ocupación.

Hoy, Israel y Hamas se sentarán, sin mirarse a la cara, en Egipto para intentar algo que hasta hace semanas parecía inalcanzable: detener una guerra de dos años que ha matado a más de 65.000 palestinos, desplazado al 90% de la población de Gaza y dejado a Hamas militarmente exhausto. El primer paso es concreto y técnico: liberar a 48 rehenes israelíes (al menos 20 seguirían vivos) a cambio de 1.950 prisioneros palestinos, incluidos 250 con cadena perpetua, y un alto el fuego acompañado de un repliegue parcial del ejército israelí. Solo si esa fase uno prospera se abrirá la puerta a lo verdaderamente difícil: el desarme de Hamas, la creación de un gobierno tecnocrático bajo supervisión internacional y el despliegue de una fuerza de estabilización.

Sin cartas en la mano

Hamas llega casi sin cartas. Su cúpula ha sido diezmada, su brazo armado reducido a la mitad y su popularidad en Gaza se hunde. La alternativa a aceptar el plan de Donald Trump (seguir una guerra que no puede ganar y arriesgar la aniquilación) es peor que una paz humillante. Aun así, el grupo teme que entregarse signifique suicidio político: renunciar a armas y túneles bajo la vigilancia de fuerzas extranjeras sin mandato de la ONU, aceptar un gobierno impuesto desde fuera y sin promesa de Estado palestino. Firmar sin garantías sería abdicar de su última legitimidad.

El primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, tampoco negocia desde la fortaleza. Su ejército está exhausto tras dos años de ocupación y quiere replegar cinco divisiones y desmovilizar reservistas. Un 72% de los israelíes apoya el plan de Trump, pero su coalición ultraderechista amenaza con volar si se retiran tropas sin destruir del todo la infraestructura militar de Hamas. El primer ministro vende la paz como victoria, pero camina sobre un alambre político: presionado por las familias de rehenes y por un ejército que no quiere quedarse atascado en Gaza.

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Lo difícil

Sobre este equilibrio precario se levanta el board of peace que Trump quiere presidir. Deberá improvisar una misión de seguridad sin la estructura probada de la ONU, desplegar tropas árabes y occidentales que podrían ser vistas como ocupantes, levantar desde cero una administración civil en un territorio destruido y desesperado, y manejar miles de millones para la reconstrucción sin que se pierdan en corrupción. Todo sin un horizonte político claro: sin la Autoridad Palestina y sin la promesa de un Estado, el Board corre el riesgo de ser percibido como un gobierno impuesto.

El escollo inmediato es de pura ingeniería política: Israel no promete retirarse hasta que Hamas se desarme; Hamas no entregará rehenes sin garantías de que el ejército no volverá a atacar. Un compromiso parcial, como una retirada limitada y garantías estadounidenses, podría romper el bloqueo y permitir la entrada de ayuda humanitaria. Pero la segunda fase, la que define el futuro de Gaza, sigue siendo incierta y peligrosa para ambos líderes.

Ahí reside la paradoja: el plan de Trump es la única vía visible para parar la matanza ahora mismo, pero su diseño, frágil, improvisado y sin horizonte nacional palestino, corre el riesgo de convertirse en otra forma de ocupación. Trump ha hecho de la incoherencia una táctica: presiona, amenaza, seduce, improvisa. Puede arrancar un alto el fuego; lo que no está claro es si esa misma volatilidad puede sostener una paz duradera.

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Estudió relaciones internacionales en la Argentina y el Reino Unido; es profesor en la Universidad de San Andrés, investigador del CONICET y le apasiona la intersección entre geopolítica, cambio climático y capitalismo global.