Una incomodidad ontológica: ¿qué es una bicicleta eléctrica?

No es una moto, tampoco una bici. Tiene motor y también pedales. Es un dispositivo extraño condenado a una crisis de identidad perpetua.

Ian Bogost tiene un punto: la bicicleta eléctrica tiene algo de monstruosa. La incomodidad ontológica que provoca se explica en parte porque no es del todo una bici (tiene motor) pero tampoco se trata de una motocicleta con todas las letras. No emite gases contaminantes, pero su fabricación (y luego su eliminación) es más contaminante que la de una bicicleta normal. Nos permite recorrer distancias, pero haciendo menos ejercicio. Es un pastiche, un extraño dispositivo condenado a una crisis de identidad.

En un ensayo de 2022, Bogost contaba cómo en la lenta salida de la pandemia se había propuesto hacer más ejercicio y aunque nunca se había considerado ciclista, quizá podría considerar ser un e-ciclista (en alusión a “e-bike”, como a veces se conoce a este tipo de bicis). Es una opción que cada vez más personas contemplan.

La propia experiencia

Cuando apenas me mudé a Turín, Italia, una de las primeras cosas que noté fue que las bicicletas alquilables en la vía pública estaban libres por todos lados. Había un par de operadores privados, pero la oferta se repartía casi equitativamente entre las eléctricas y las que nos hacen transpirar. En menos de un año estas últimas habían desaparecido.

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A diferencia del implementado en 2010 en la Ciudad de Buenos Aires, que contaba con estaciones fijas donde retirar y luego devolver las bicicletas, gracias a la conectividad móvil los sistemas sin estaciones permiten tomarlas y devolverlas en cualquier parte dentro de las zonas permitidas.

Estos sistemas de bicicletas compartidas mediante estaciones se instalaron en cientos de ciudades, generalmente con el auspicio de autoridades públicas locales bajo estrictas regulaciones. Pero en la última década aparecieron nuevos operadores privados que no solo ofrecían bicicletas, monopatines y motos eléctricas sino que lo hacían sin las restricciones ni los costos de operar las estaciones. Alcanzaba con resolver de manera local cómo retirarlas para cargar sus baterías para luego reubicarlas en ciertos puntos, como cerca de las estaciones de transporte.

La oferta pública

Aunque muchos de estos despliegues originalmente ofrecían bicis tanto eléctricas como convencionales, estas últimas fueron generalmente abandonadas. El motivo es muy sencillo: la electrificación de la oferta aumenta enormemente su adopción. Por ejemplo, según un informe global, entre agosto y diciembre de 2022, el número de sistemas de e-bikes compartidas aumentó un 62,9% en todo el mundo.

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La introducción de e-bikes compartidas atrajo simultáneamente a nuevos usuarios y redujo las barreras existentes para el uso de las convencionales. Entre la bici convencional y el monopatín eléctrico, la eléctrica aparece como una opción lo suficientemente cómoda para largos trayectos, con la ventaja del menor esfuerzo requerido.

Esta preferencia por las bicicletas ornitorrinco en parte es lo que deja perplejo a Bogost. Pedalear con asistencia se siente como “hacer trampa”, un entrenamiento a medias que no ofrece ni el mérito del esfuerzo puro ni la comodidad del transporte motorizado. Y, sin embargo, la consecuencia de su adopción se opone al sedentarismo: aunque el esfuerzo por kilómetro se reduce entre un 15% y un 25%, y por ello los usuarios de e-bikes tienden a viajar distancias más largas y a pasar más tiempo pedaleando. En pocas palabras, el gasto energético semanal de las personas que usan bicicletas eléctricas termina siendo prácticamente idéntico al de quienes usan las convencionales.

Más saludable de lo que se creía

De este modo, la “trampa” supone en realidad una suerte de recalibración del esfuerzo: la asistencia eléctrica permite modular la intensidad para mantenerla en un punto óptimo, uno más placentero para la mayoría y, por tanto, el que más contribuye a mantener el hábito de pedalear en el largo. De ahí la lectura, apenas exagerada, de que “usar bicicleta eléctrica es más saludable”, aunque no sea tan así.

La disminución del esfuerzo puede también contemplarse como herramienta de inclusión, una que abre la posibilidad de pedalear a quienes podrían quedar afuera por barreras físicas o geográficas, desde adultos mayores hasta personas con dolor lumbar, para quienes la reducción de la tensión muscular es la diferencia entre moverse o no moverse.

También es cierto que una bicicleta eléctrica es tan cara como una Vespa, sigue Bogost, pero sin su “onda” o el prestigio de una bici profesional. Carece de un valor simbólico claro y es demasiado cara — muchas veces comparable con el costo de un auto usado — pero la ecuación cambia cuando consideramos estos sistemas de uso compartido. Con un costo por viaje apenas superior al del transporte público — en promedio — incluso si comprarla sería prohibitivo, su uso ocasional no supone demasiado esfuerzo económico.

El caso de Neuquén

Por ejemplo, en Neuquén se lanzó en agosto de 2025 un sistema con 100 bicicletas eléctricas y 5 estaciones, operado mediante una app, cuya autonomía es de unos 30 km. Estas conviven con bicis públicas gratuitas, y tienen un costo de 500 pesos por hora, la mitad de lo que sale un boleto de colectivo.

Aún lejos del sueño de las ciudades de 15 minutos, la capacidad de evitar el tráfico, o de tener que evaluar involuntariamente los hábitos de higiene personal ajenos, además de la posibilidad de organizar nuestros tiempos de traslado de manera más precisa se nos presentan como grandes motivos para mandarse a pedalear. En el caso de las eléctricas, sin transpirar.

Una posibilidad para incrementar su adopción individual es el despliegue de esquemas de subsidios — tal como se hizo con vehículos eléctricos en distintos lugares — aunque algunos resultados no son demasiado prometedores. Por eso quizá esto tampoco sea del todo deseable. En su lugar, alguna ciudad tal vez podría considerarlas propiamente parte de su oferta de transporte público.

¿Por dónde deben circular?

En la dificultad para definir el lugar que ocupan las bicicletas eléctricas se presenta con especial importancia también su seguridad. Aunque su velocidad suele estar limitada electrónicamente de acuerdo a regulaciones locales (entre 20 y 25 km/h), muchas veces es superada con modificaciones ilegales que las convierte en cuasi-motos. Si a esto le sumamos que suelen operar en ciudades diseñadas en torno a los automóviles, no queda claro por dónde deberían circular: son demasiado rápidas para las ciclovías y demasiado lentas para la calle.

Pero las ciudades comienzan a adaptarse. París, por ejemplo, busca convertirse en una ciudad especialmente amable con los ciclistas para 2026, restringiendo el tráfico y elevando las tarifas de estacionamiento para vehículos más grandes. El interés renovado en estas formas de transporte también estimuló su desarrollo: algunos modelos de bicicletas eléctricas pueden recorrer hasta 150 km con una sola carga, lo cual las vuelve viables para el traslado interurbano.

Las bicis eléctricas son especiales, pero no por eso tan bestiales como Bogost las describe. Quizá debamos pensarlas no como una contradicción o un engendro, sino como otra cosa, una solución — con sus propias virtudes, defectos y particularidades — al problema que supone moverse de un lado a otro en ciudades cada vez más brutales y hostiles, incluso capaz de engañarnos para hacer algo de ejercicio.

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Foto: Depositphotos

Investiga sobre el impacto político y social de la tecnología. Escribe «Receta para el desastre», un newsletter acerca de ciencia, tecnología y filosofía, y desde 2017 escribe «Cómo funcionan las cosas», un newsletter que cruza ciencia, historia, filosofía y literatura desde la exploración de la curiosidad.