Autismo y paracetamol: si existe una crisis, no es la que Trump dice
El presidente de Estados Unidos llamó a las mujeres embarazadas a aguantar la fiebre y no usar el fármaco. Sin embargo, no hay evidencia científica que compruebe la correlación.

Para el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, el autismo supone una crisis, una “horrible, horrible crisis”. Afortunadamente, insiste, anunció “pasos históricos” para solucionarla. Resulta ser, nos dice, que él y Robert F. Kennedy Jr., su secretario de Salud, “[entendieron] mucho más que mucha gente que estudió” sobre autismo, un tema que supuestamente siguen desde hace 20 años.
Dos décadas, repitió Trump, estuvo esperando su oportunidad de resolver esta crisis. Según su reconstrucción, mientras que hace algunas décadas la prevalencia era de 1 cada 10.000 o 20.000 personas ahora es de 1 cada 31. Son números que se tiran sin mayores consideraciones, ni forma alguna de contexto, hasta que de tanto golpearnos la cara nos quede entumecida. Es una estrategia con la que insisten desde hace tiempo, incluso si dos veces durante el discurso en una conferencia de prensa en la Casa Blanca despotricaron en contra de la “politización de la ciencia”.
Trump, acompañado por un séquito de funcionarios, optó por enfrentar el entendimiento científico dominante acerca del autismo y sus causas identificando el paracetamol o acetaminofeno como responsable directo del trastorno. La advertencia fue explícita y alarmante: “No tomen Tylenol. No lo tomen. Luchen como puedan para no tomarlo”, aconsejó a las mujeres embarazadas en alusión al nombre con el que se comercializa el paracetamol en Estados Unidos.
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Esta recomendación no solo carece de respaldo científico sino que ignora riesgos médicos bien probados acerca de la fiebre durante el embarazo y resucita viejos mitos, manoseando una cuestión compleja de salud al servicio de la desinformación. Esta recomendación –que considero negligente– pone en riesgo a las mismas personas que pretende proteger.
Multicausalidad
El consenso científico actual sostiene que el trastorno del espectro autista (TEA) no tiene una causa única, sino que resulta de una intrincada interacción de factores genéticos y ambientales. Hablamos de cientos de genes asociados al autismo, una red de predisposiciones que hace que la idea de un único culpable sea, en el mejor de los casos, una grotesca simplificación. Incluso la FDA, en su comunicación oficial a los médicos, adoptó un tono mucho más medido, señalando que “no se ha establecido una relación causal” entre el paracetamol y el autismo y que el tema es un “área de debate científico en curso”.
Como señaló un periodista, alcanza con ver el comunicado de la FDA para notar el terreno pantanoso sobre el que se cierne: pareciera que la parte superior hubiera sido escrita por Kennedy y Trump y la inferior por “científicos muy molestos” de tener que decir estas paparruchadas: “Es importante tener en cuenta que, si bien se ha descrito una asociación entre el acetaminofeno y las afecciones neurológicas en muchos estudios, no se ha establecido una relación causal y existen estudios contrarios en la literatura científica. También se observa que el acetaminofeno es el único medicamento de venta libre aprobado para tratar la fiebre durante el embarazo, y las fiebres altas en mujeres embarazadas pueden representar un riesgo para sus hijos. Además, la aspirina y el ibuprofeno tienen impactos adversos bien documentados en el feto”.
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SumateOmisión por conveniencia
Este lenguaje contrasta brutalmente con la certeza dogmática de la advertencia presidencial. La administración se apoyó repetidamente en una revisión científica publicada hace unos meses y liderada por Diddier Prada que concluyó que existe “evidencia consistente con una asociación” entre la exposición prenatal al paracetamol y un aumento en los trastornos del neurodesarrollo, tras observar que 27 de 46 estudios analizados reportaban asociaciones positivas.
Lo que convenientemente se omitió en la victoriosa rueda de prensa fue que el Dr. Prada, autor principal de aquella revisión, hace unas semanas enfatizó que estos hallazgos no prueban un vínculo causal: “Demostramos que el acetaminofeno está asociado con un mayor riesgo, pero no lo causa. Son cosas muy diferentes”.
A esto se suma que no existe un mecanismo biológico claro que explique cómo podría ocurrir este daño, más allá de hipótesis en investigación. Repitan conmigo, niños: “Correlación no es causalidad”.
Qué dice el estudio más riguroso
Frente a esta débil evidencia de asociación existe un cuerpo de investigación mucho más robusto que la desestima. El estudio más grande y riguroso hasta la fecha, financiado por la principal agencia del gobierno de EE. UU. responsable de la biomedicina y la salud pública, y publicado en la Revista de la Asociación Médica Estadounidense (JAMA) en 2024, siguió a casi 2,5 millones de niños en Suecia. En un primer análisis general, los datos mostraron una correlación mínima, casi insignificante, entre el uso de paracetamol y el autismo (HR 1,05, o un riesgo un 5% mayor). Un detalle importante es que en Suecia y otros países nórdicos el paracetamol principalmente se utiliza y vende bajo receta.
Luego, en pos de neutralizar la influencia de la genética y el entorno familiar, se incorporó el análisis de control por hermanos. Es decir, se comparó directamente a hermanos que crecieron en el mismo hogar pero tuvieron distinta exposición al fármaco en el útero, y el supuesto vínculo no solo se debilitó, sino que desapareció por completo (HR 0,98, o un riesgo 2% menor) para el autismo, el TDAH y la discapacidad intelectual.
La conclusión de los investigadores es que la asociación inicial no se debía al paracetamol, sino a una confusión por factores familiares compartidos no observados, probablemente relacionado con la genética compartida o factores ambientales del hogar. Es decir, no encontraron motivos para sostener una teoría de causalidad directa.
Consenso regulatorio
Este consenso no es solo académico, sino también regulatorio. La Agencia Europea de Medicamentos (EMA) concluyó que el paracetamol puede usarse si es “clínicamente necesario” durante el embarazo, y fue tajante al afirmar que “no hemos encontrado evidencia de que tomar paracetamol durante el embarazo cause autismo en los niños”. Del mismo modo, la Red Europea de Servicios de Información sobre Teratología (ENTIS) considera que la evidencia sobre riesgos del neurodesarrollo es “débil, inconsistente y en gran medida fundamentalmente defectuosa”, manteniendo al paracetamol como el analgésico y antipirético de primera elección en el embarazo. Esta postura es compartida por la agencia reguladora de medicamentos y terapias de Australia, y la Organización Mundial para la Salud, que también se vio obligada a aclarar su postura.
Luego está el consejo de aguantar el dolor y la fiebre hasta no poder más, el único caso en el que Trump nos dice que debería tomarse paracetamol durante el embarazo, mientras que la comunidad médica sabe desde hace mucho que el riesgo para la madre y el feto de una fiebre no tratada es mucho mayor y está mejor establecido que el supuesto vínculo con el autismo.
Irresponsable
Especialmente en el primer trimestre, la fiebre aumenta el riesgo de aborto espontáneo, defectos de nacimiento y parto prematuro, por lo que la recomendación médica es tratar activamente cualquier temperatura superior a 38 °C precisamente con el fin de proteger al feto de posibles problemas de neurodesarrollo: el paracetamol no es un capricho, sino una de las pocas opciones seguras disponibles.
El Colegio Americano de Obstetras y Ginecólogos (ACOG) calificó la sugerencia de que el paracetamol causa autismo como “irresponsable” y carente de respaldo en la evidencia científica. El estándar de atención es claro: usar paracetamol solo cuando esté indicado, en la dosis más baja y durante el menor tiempo posible. Es una recomendación basada en la prudencia, no en el pánico.
Viejos mitos, nuevo caos
Para apuntalar su desfachatado solucionismo, Trump recurrió a viejos mitos, como que los Amish “esencialmente no tienen autismo”, una falsedad reciclada del manual antivacunas. En primer lugar, la mayoría de las familias Amish sí vacunan a sus hijos, incluso si solo lo hacen parcialmente. Luego, investigadores de las universidades de Miami y Vanderbilt documentaron casos de TEA en estas comunidades. Un estudio de 2008 encontró una prevalencia comparable a la de la población general. La aparente baja incidencia podría deberse a que las vías de diagnóstico tradicionales —la escuela y el sistema de salud— son menos accesibles o utilizadas por los niños Amish.
Y después estuvo Cuba. Fiel a su estilo, Trump deslizó “un rumor” de que en Cuba “prácticamente no tienen autismo” porque no tienen paracetamol. Cuba no solo tiene autismo, sino que las cifras oficiales —1 de cada 2.500 niños— son consideradas una subestimación masiva debido a métodos de vigilancia defectuosos y limitaciones en la infraestructura sanitaria.
Con impecable talento para el caos y la confusión, la administración de Trump logró mezclar conclusiones apresuradas sobre el paracetamol con lo más rancio de la retórica antivacunas, resultando en lo que una experta describió como el “espectáculo más desquiciado” sobre el autismo que jamás había visto.
Las madres no tienen la culpa
Quizá este bochornoso episodio podría abandonarse con lo dicho, pero conviene insistir con un punto apenas insinuado más arriba: lo que este despreciable circo supone es una reformulación de aquella teoría que apunta a culpar a las madres del devenir de sus hijos.
Una de las teorías más deplorables acerca del origen del autismo, propuesta por el psicoanalista Bruno Bettelheim, sostenía que se debía a la frialdad e incapacidad de atender sus necesidades por parte de sus “madres nevera”, algo que hasta hace no tanto aún se podía escuchar en algunos consultorios.
Nada nuevo hay en echarle la culpa a las madres, ahora apoyándose en que no se aguantaron un poco de fiebre. Pero la historia que cuenta nuestra mejor evidencia científica es muy diferente: el autismo es complejo, altamente heredable, y el supuesto vínculo causal con el paracetamol —o un comportamiento específico durante el embarazo— se pierde al controlar factores genéticos, ambientales y familiares.
En cambio, el riesgo de la fiebre no tratada durante el embarazo es real, y el paracetamol sigue siendo el medicamento de primera línea para manejarla. Estas declaraciones con fanfarria acerca de supuestos avances científicos solo van a producir mayor fricción en la práctica médica. Cuando el polvo —y el humo— se asiente y circule la aclaración, ya será tarde.
Un mundo más amable
Tratar al autismo como una enfermedad con una sola causa, que amerita búsquedas de curas y soluciones en vez de una condición a la que un mundo más amable debería buscar acomodar en vez de eliminar, solo contribuye a profundizar el estigma y socavar el esfuerzo por lograr una mayor participación en sociedades imperfectas y crueles.
No hay una preocupación genuina por las personas que vivimos con autismo, ni siquiera un reconocimiento de las mil y una cosas que podrían cambiarse para que nuestra existencia no fuera tan mala noticia. En cambio, se habla de una “horrible, horrible crisis” de autismo. Puede que la apreciación no sea tan errada, pero quizá la crisis no sea la falta de una “cura” sino el absoluto desinterés en mejorar la calidad de vida de las personas autistas que tuvimos la mala suerte de nacer en un mundo al que incomodamos.