“Gobierno de Nepal” abandonó el grupo
El estallido, que terminó con muertos, el Parlamento incendiado y la gente sacándose selfis, comenzó por una prohibición de las redes sociales.
No se jode con internet. Los eventos de Nepal en septiembre de 2025 representan mucho más que otra renuncia de un primer ministro. Ese análisis general, como apunta Federico Merke, ya se ha hecho. Lo que suele pasarse por alto es la mecánica profunda de cómo la tecnología no sólo canalizó el descontento, sino que lo transformó en una fuerza política caótica, impredecible y, finalmente, constituyente. La prohibición de las redes sociales, pensada como un cortafuegos para la disidencia, terminó siendo el combustible que demostró tanto el poder catalizador de la conectividad para organizar la rabia como sus enormes limitaciones para construir algo estable después.
La bronca venía acumulándose desde hacía tiempo. Lok Raj Baral ya describía en 2017 el trauma crónico del desarrollo político nepalí, un ciclo de frustración potenciado por la conectividad. El concepto de “sobreproducción de élites” junto al “empobrecimiento popular” explica bien el cuadro: una clase dirigente inflada compitiendo por recursos limitados mientras la mayoría de la población se sentía cada vez más estancada.
Como reconstruye Rachin Kalakheti, un emprendedor nepalí que emigró a EE. UU. para estudiar, hace más de dos décadas, los ciudadanos nepalíes derrocaron a la monarquía para establecer una democracia multipartidista con la esperanza de un futuro mejor, pero los líderes de los tres principales partidos democráticos, que capitalizaron el movimiento democrático, aún siguen disputándose el poder. “Pasaron de no tener zapatillas en los pies a vivir en lujosas mansiones, pero los hombres comunes seguían siendo pobres, sin señales de mejoras”, agrega.
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Y llegó internet
Pero mientras que hace veinte años el modo de informarse era principalmente la televisión y la radio, la ampliación en el acceso a internet permitió la circulación de los traspiés políticos en tiempo real y generalmente con menor nivel de maquillaje mediático.
Este acceso masivo a internet —que para principios de 2025 alcanzaba a casi la mitad de la población y cuyo tráfico se concentra en un 80% en redes sociales— funcionó como vidriera tanto de la vida de lujo de las élites como del empobrecimiento y los sacrificios de más del 20% de la población que trabaja fuera del país para mandar remesas.
No toda revolución comienza con un hashtag, pero ya no sorprende cuando sucede. En agosto de 2025, la tendencia #NepoBabies explotó en TikTok e Instagram bajo una sencilla consigna: exponer el contraste obsceno entre el estilo de vida de los hijos de los políticos y la realidad del nepalí promedio.
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Casi en simultáneo, a fines de agosto el gobierno se enfrentó a presiones para aumentar los ingresos internos para cumplir con el programa acordado con el FMI y tuvo la brillante idea de establecer un nuevo “Impuesto sobre Servicios Digitales” y normas más estrictas para los proveedores extranjeros de servicios electrónicos, entre ellas las redes sociales. Como era de esperarse, estas empresas no dieron el brazo a torcer y el gobierno buscó presionarlas con un bloqueo a todas las que no cumplieran.
El 4 de septiembre casi todas las redes sociales principales quedaron bloqueadas. La jugada fue tan torpe como transparente. Más que un simple acto de censura, fue un intento de reafirmar la soberanía estatal sobre lo que Gergely Gosztonyi llama la “gobernanza privada de la expresión”, es decir, sobre la potestad que de facto las grandes empresas tecnológicas (como Meta, Google, X, TikTok, etc.) ejercen respecto de lo que se puede decir y ver en el espacio digital. Pero esta responsabilidad —que los estados relegaron por negligencia, torpeza, desinterés o el motivo que fuera en empresas privadas— no es cuestión de bajar una palanca.
Prohibición y censura
El error del gobierno fue, quizás, seguir pensando en los espacios digitales como meras “autopistas de la información”, un concepto de hace 30 años, y no como lo que son para una generación cuya edad media es de 25 años: un hábitat donde la vida, en todas sus dimensiones, transcurre. Aunque ponerlo en términos generacionales puede ser ligeramente corto, conviene tener presente que para quienes crecieron bajo una vida que no distingue la conexión a internet como un estado diferente de cualquier otro sino que lo acepta como un hecho de la naturaleza, esta restricción tocó una fibra que podría haberse anticipado si tan solo se hubiera prestado atención a qué pasó cada vez que alguien hizo algo parecido en las últimas dos décadas.
Esta prohibición no solo fue un acto de censura denunciado por grupos de derechos humanos, sino un ataque directo a un modo de vida y a una perspectiva de futuro. Para la diáspora nepalí significó cortar el principal canal de comunicación con sus familias, y para los locales el momento elegido, justo en el pico de la indignación por los #NepoBabies, fue interpretado como lo que probablemente fue: un intento desesperado de apagar el fuego echándole nafta.
Se encendieron las discusiones digitales
A partir del 5 de septiembre, las convocatorias a protestas pacíficas circularon por las mismas plataformas que el gobierno intentaba silenciar. El movimiento —sin líderes ni figuras visibles, como en los mejores tiempos de Anonymous— fue puramente nacido y criado en internet. Pero la paz duró poco. La represión violenta del 8 de septiembre, que dejó un saldo de más de 20 muertos y 300 heridos, hizo que la ira digital mutara y que el gobierno de Oli cayera en una trampa histórica, casi de manual.
Los intentos de suprimir la disidencia suelen fortalecerla y generar un efecto Streisand que amplifica el mensaje que se busca prohibir. Fue un error de cálculo similar al que cometió el gobierno británico al perseguir a Thomas Paine a fines del siglo XVIII: la represión no solo no silenció sus ideas, sino que lo convirtió en un héroe popular. Los jóvenes nepalíes pudieron aprovechar esta violencia estatal como prueba irrefutable de la tiranía del gobierno.
El meme del fuego
Los llamados a la venganza no se hicieron esperar, y la coordinación online permitió instalar como “meme”, por así decir, la quema de mansiones de políticos. En Reddit y Discord circulaban tutoriales para fabricar bombas Molotov y neutralizar gases lacrimógenos, junto a actualizaciones en vivo sobre la ubicación de las fuerzas de seguridad.
El primer ministro Oli renunció cuando ya era tarde. Casi todas las casas de los principales políticos habían sido incendiadas y muchos de ellos, brutalmente golpeados por multitudes. Hannah Beech y Atul Loke contaron en el New York Times que el Parlamento, el complejo de Singha Durbar con sus veinte ministerios y la Corte Suprema fueron reducidos a cenizas. Notablemente, se perdieron unos 60.000 expedientes judiciales, borrando de un plumazo la evidencia de décadas de corrupción al no salvarse el Tribunal Especial, que maneja esos casos. En dos días, más de 70 personas murieron. El Estado se había disuelto en el caos.
Con el Ejército imponiendo un toque de queda y restringiendo las reuniones, la política se mudó a un canal de Discord. Esta plataforma —popularizada por gamers para coordinar partidas— se convirtió en una suerte de convención nacional digital: “El parlamento de Nepal en este momento es Discord”, sintetizó un usuario. Creado por la organización cívica Hami Nepal, el servidor superó los 145.000 miembros en cuatro días. Sus debates, transmitidos por la televisión nacional, eran tan consecuentes que los líderes militares se reunieron con sus jóvenes organizadores —algunos recién salidos del secundario— para pedirles que propusieran un candidato a líder interino.
Anarquía digital
Lo que siguió fue una elección simulada en un entorno de anarquía digital. Tras horas de debate y encuestas, el foro se decantó por Sushila Karki, ex presidenta de la Corte Suprema, cuya candidatura fue formalmente presentada. Sin embargo, la experiencia expuso rápidamente los límites de la gobernanza por redes sociales. Como argumenta Steven Feldstein, experto en el rol de la tecnología en movimientos sociales, si bien estas herramientas son muy efectivas para la “fase uno” de la movilización, el problema es lo que sigue.
Pasada la euforia inicial de estar haciendo democracia, o algo así, en el mismo espacio en el que se discute de jueguitos, el establecimiento de una estructura política estable a largo plazo resultó un objetivo esquivo. El canal de Discord rápidamente descendió en el caos, discusiones sin rumbo ni fin, infiltración de trolls y una abrumadora maraña de voces que se confundían entre sí. La misma estructura descentralizada que facilitó derrocar un gobierno se mostró inútil para construir uno nuevo.