Una conferencia en Belgrado atravesada por el Muro

El 6 de septiembre de 1961 terminó en Belgrado, por entonces capital de Yugoslavia, la primera conferencia del Movimiento de Países No Alineados. Aunque la afirmación puede resultar algo engañosa. Al 1° de septiembre, cuando comenzó el encuentro, no existía algo así como el Movimiento […]

El 6 de septiembre de 1961 terminó en Belgrado, por entonces capital de Yugoslavia, la primera conferencia del Movimiento de Países No Alineados.

Aunque la afirmación puede resultar algo engañosa. Al 1° de septiembre, cuando comenzó el encuentro, no existía algo así como el Movimiento de Países No Alineados. Más bien existía una intención que recién terminará de plasmarse en un movimiento en la década del 70.

Pero esa intención –a saber, tener una política exterior independiente del enfrentamiento entre la URSS y Estados Unidos– derivó en que los líderes de 25 países (más 3 delegaciones con estatus de observador) llegaran a Belgrado para reunirse. Estaban allí los presidentes de los países que se considerarían “padres fundadores” de esa tercera vía: Jawaharlal Nehru, de la India; Gamal Abdel Nasser, por Egipto; Sukarno, de Indonesia; Kwame Nkrumah, por Ghana; y Josip Broz Tito, el anfitrión (y algo más) de la conferencia.

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No se trataba de una reunión casual sino el resultado del trabajo de tres líderes que previamente se habían encontrado en Brioni, Yugoslavia, para prepararla. Eran Tito, Nehru y Nasser, que habían tenido allí lo que Vijay Prashad en The darker nations describe como una contracumbre de Yalta. Si en las costas de Crimea, tras la Segunda Guerra Mundial, las tres potencias ganadoras de la Segunda Guerra Mundial se habían dividido sus “áreas de influencia”, era el turno de esas áreas influenciadas de discutir cómo querían serlo. Los términos no alineados y coexistencia pacífica se dijeron allí, quizás, por primera vez.

Era una novedad. No por la neutralidad, que ya había existido en otras guerras. Lo novedoso, cuenta Jürgen Dinkel en The Non-Aligned Movement, era la gran cantidad de países que aparecían como neutrales, su ubicación geográfica (principalmente asiáticos y africanos) y el compromiso con una política global activa. No era solo un rechazo a los términos existentes sino la construcción positiva de un término nuevo. Y un intento, escribe Prashad, por basar las relaciones internacionales en principios morales, antes que en términos de poder o interés nacional. Ese fue el desafío que se propuso el movimiento.

Con esa agenda llegamos a Belgrado, cinco años después, en el mundo de la postguerra. Si el evento iba a tener repercusión por sí mismo, dos episodios le pusieron todos los focos encima. Apenas dos semanas antes de la cita, la República Democrática de Alemania comenzó la construcción del Muro de Berlín. Y un día después del inicio de la conferencia de Belgrado, la Unión Soviética lanzó una prueba de Iván, su bomba de cincuenta megatones. La proliferación nuclear era, sin dudas, el centro de la atención mundial. El club de países con capacidad nuclear se venía agrandando desde el fin de la 2° Guerra Mundial, con Gran Bretaña (1952) y Francia (1960). A mediados de los 50, Nehru había propuesto una prohibición mundial a las pruebas nucleares. Su idea fue rechazada, pero el Tercer Mundo iba a tomar la bandera del desarme nuclear.

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La repentina importancia de Belgrado, relata Dinkel, se puso en evidencia cuando la conferencia recibió el apoyo de partidos políticos, movimientos anticoloniales, agrupaciones, dirigentes e intelectuales de todo el mundo que vieron allí una oportunidad para sus propias luchas, pero también un dique de contención a la peligrosa escalada de la Guerra Fría. Al principio de las conversaciones, los organizadores no esperaban más de 100 periodistas cubriendo el evento. Al término de las jornadas, más de 1.000 se habían acreditado.

El inicio de la construcción del Muro transformó al evento de uno relevante en uno de importancia mundial. En la discusión sobre la legalidad de la acción –en la que el Occidente aliado a Estados Unidos y la Unión Soviética discrepaban– ambos bandos vieron en el naciente bloque de no alineados un posible actor de apoyo. De ahí el asombro cuando la Unión Soviética, Estados Unidos, Alemania Oriental y Alemania Occidental enviaron sus saludos a la conferencia. Era un saludo con intenciones. Venían, todos ellos, acompañados de sus puntos de vista sobre el Muro. Estados Unidos tenía alguna expectativa de que esta conferencia fuera un ámbito que le permitiera hacerse con países aliados en el combate contra el bloque soviético. Pero no tardó mucho en desilusionarse cuando comenzaron a llegar los informes de los observadores que Washington había enviado.

El 4 de septiembre, el embajador norteamericano en Belgrado, George Kennan, envió un telegrama a su país: “Las declaraciones de Tito sobre Berlín y la reanudación de las pruebas soviéticas fueron una profunda decepción para los observadores occidentales aquí, incluyéndome. El pasaje sobre Berlín no contiene palabra alguna que no pudiera haber sido escrita por Kruschev”, decía. Para los norteamericanos, y también para el Reino Unido, la posición sobre el Muro de la conferencia de Belgrado era demasiado pro-soviética.

Y el asunto radicaba en una cuestión anterior. Para la mayoría de los países –especialmente los africanos– el peligro no estaba en el bloque soviético sino en los países occidentales que los habían colonizado.

Unificar en un temario una convocatoria tan variopinta significó todo un desafío. Mostró los límites, aunque también el potencial. Había allí viejas repúblicas y también nacientes estados de las luchas anticoloniales; había monarcas, como el emperador Haile Selassie de Etiopía o el príncipe Norodom Sihanouk de Camboya; jefes de partidos nacionalistas burgueses, líderes de golpes de Estado y representantes de movimientos nacionalistas de masas. Y un solo representante de Latinoamérica, el presidente cubano Osvaldo Dorticós. Una convocatoria variopinta que representaba, también, intereses distintos.

Por eso, aunque el inicio de la construcción del Muro aparecía como el tema que atravesaría el encuentro, para los países africanos en proceso de descolonización no había otro tema sino el colonialismo. Durante todas las jornadas de Belgrado, los oradores africanos se encargaron de hacer saber que su verdadero enemigo –cuenta Dinkel– era la persistencia del dominio colonial portugués en el sur africano, la negativa de Reino Unido y Países Bajos a dejar sus colonias, la política imperialista de Israel hacia los palestinos, la opresión a la población negra en Sudáfrica y, especialmente, las acciones violentas de Francia contra Túnez y el movimiento independentista argelino.

Eran, en cambio, los estados asiáticos y Yugoslavia los que veían el riesgo en la división en áreas de influencia entre Estados Unidos y la URSS y su posible escalada nuclear. El estado anfitrión se encargó de demostrarlo. Para recibir el encuentro, en las principales avenidas de Belgrado se podían ver enormes carteles en varios idiomas con consignas en favor de la paz, lo que no podía interpretarse sino como un mensaje hacia la Guerra Fría. Los oradores se referían a la conferencia como la conciencia de la humanidad, la conciencia colectiva del mundo, una fuerza moral o la voz de las naciones no alineadas en la Guerra Fría.

Ninguna de las dos ideas terminó por imponerse y esa tensión moldeó la cumbre. Los africanos se llevaron el reconocimiento oficial de Yugoslavia, Mali, Ghana, Afganistán y Camboya, por ejemplo, de que el FLN era el gobierno legítimo de Argelia. Aparte de las resoluciones de la conferencia, los países emitieron una “Declaración sobre el peligro de una guerra y un llamamiento a la paz”, instando a John Kennedy y a Nikita Kruschev a reunirse para tener una negociación cara a cara que termine con la escalada nuclear. La iniciativa no era solo una declaración pública, como el resto de los mensajes. La cumbre formó dos delegaciones para que viajaran a entregar los mensajes en persona. Nehru y Nkrumah (Ghana) viajaron a Moscú mientras que Sukarno y Keita (Malí) fueron a Washington con la tarea asignada.

No fue Belgrado la conferencia que institucionalizó al Movimiento de Países No Alineados y tampoco era su objetivo. Tito y Nasser habían anunciado la conferencia como un evento por única vez, no como el lanzamiento de una organización estable (y de ahí, dice Dinkel, que resulte engañoso hablar de la “primera conferencia de los No Alineados”). Por eso el documento final, la Declaración de Belgrado, no hizo ninguna referencia a la fundación de una organización o a la necesidad de una futura reunión similar. Los delegados, más bien, expresaron lo contrario. Que no se trataba de establecer un nuevo bloque porque el principio que los reunía –el no alineamiento– se los prohibía.

Pero, sobre todo, los países allí reunidos se habían propuesto reformar una institución que ya existía, antes que crear una nueva: la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Pese a su importancia como espacio para que países del Tercer Mundo pudieran expresar sus demandas y proteger su independencia, la estructura de Naciones Unidas establecida en 1945 reflejaba la distribución de poder posterior a la guerra. Cinco países (Estados Unidos, Reino Unido, la Unión Soviética, Francia y China) habían consolidado en la institución su poder de hecho, con asientos permanentes y derecho a veto en el Consejo de Seguridad. Eso les permitía –aún les permite– bloquear cualquier disposición contraria a sus intereses.

Muchas de las propuestas tardarían años en llevarse adelante pero sus antecedentes pueden rastrearse hasta esos cinco días en Belgrado. Consiguió el impulso necesario para que estados poscoloniales ingresaran en el organismo, para que el Comité de Desarme se expandiera e incluyera a países del Tercer Mundo y, fundamentalmente, para la discusión sobre la reforma del sistema económico global que terminó derivando en la creación de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD).

Allí los países del Tercer Mundo tendrían el espacio para demandas relativas al acceso al mercado global y la estabilización de los precios de las materias primas, entre otros. El primer encuentro, en 1964, reunió a delegados de 121 países en la mayor conferencia económica jamás realizada. Por primera vez, los gobiernos poscoloniales tenían un ámbito junto a los países industrializados del norte para discutir una reforma al orden global. Fue durante ese encuentro que los países del Tercer Mundo se unieron para formar el Grupo de los 77 dentro de la ONU, un grupo permanente compuesto por países de Asia, África y América Latina (que actualmente agrupa a 134 países).

Para otras disputas, como la abolición del veto de las cinco potencias, el impulso resultó insuficiente. Las potencias mundiales estaban dispuestas a ceder en algunos aspectos pero no a modificar la estructura que aún hoy salvaguarda sus intereses. Esas potencias evaluaron que el nuevo bloque emergente, una vez hubiera conseguido sus objetivos institucionales, se disolvería. Pero no ocurrió. Por el contrario, el Movimiento de Países No Alineados se institucionalizó y ganó fuerza a partir de la década del 70, una vez que muchos de sus objetivos iniciales se habían cumplido. Claro que mutó en sus formas, en sus objetivos y en sus métodos. Ya no se identificaba como una “conciencia de la humanidad” sino como un bloque de poder político y económico.

El objetivo de transformar las relaciones internacionales de una lucha de intereses a un debate de principios morales no había resultado. Acaso nunca hubiera resultado. Quién dice que, igual, en el camino no hubiera valido la pena intentarlo.

Otras lecturas:

Es politólogo de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Nació en Olavarría, una metrópoli del centro de la provincia de Buenos Aires. Vio muchas veces Gladiador.