Trump, entre Putin y Zelenski: acercamientos que mienten un poco

En el pasaje entre el “cese de fuego” al “acuerdo de paz” hay negociaciones que implicaría concesiones de Ucrania. ¿Dónde quedará Europa?

Con su particular estilo, Donald Trump escenificó en los últimos días el rol indispensable que conservan los Estados Unidos en la escena global. Sólo China puede rivalizar con el poder norteamericano, y ningún otro actor puede aspirar a empardar, ni siquiera a escala regional, la capacidad de despliegue militar estadounidense. El último viernes, Trump recibió a Vladimir Putin en Alaska, punto de cercanía entre dos países cuyos centros neurálgicos son remotos. El tema era Ucrania y la reunión concluyó sin acuerdos. Aunque Trump destacó “avances”, se llevó un compromiso verbal de Putin con un arreglo que atienda “la seguridad de Ucrania”. Putin, por su parte, logró que el presidente estadounidense deje de hablar de cese de fuego y hable de un “acuerdo de paz”, que debería poner un final menos precario al conflicto y, seguramente, implicaría concesiones ucranianas. 

La debilidad rusa

Pocos días antes, otro hecho había pasado relativamente desapercibido en los medios internacionales. Armenia y Azerbaiyán habían alcanzado un acuerdo de paz auspiciado por los Estados Unidos, luego de dos guerras –en 2020 y 2023– que forzaron la huida de la casi totalidad de la población armenia de la región de Nagorno Karabaj, una región que Armenia controlaba desde la disolución de la Unión Soviética. Armenia es un aliado de tratado de Rusia, y tanto Armenia como Azerbaiyán son ex repúblicas soviéticas del Cáucaso, posiblemente la zona de influencia rusa más consolidada en el mundo entero. 

La guerra de 2020 fue frenada a las pocas semanas por Rusia, que como el adulto en la habitación, se ubicó como garante del cese de las hostilidades y una nueva realidad territorial. En 2023, con la guerra de Ucrania en marcha, Azerbaiyán olió sangre y sitió los territorios bajo control armenio. La ofensiva fue tan brutal como efectiva, y Rusia ya no intervino. 

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Ante el riesgo de una nueva guerra que diezmara el territorio armenio, en 2025 el garante fue Estados Unidos, que controlará un corredor de cerca de 40km. que unirá Azerbaiyán con el exclave de Najicheván. Es decir que Estados Unidos va a controlar directamente, con sus fuerzas, un territorio situado en una antigua república soviética.

No será la única presencia novedosa de la OTAN en sus fronteras que enfrentará Rusia  directamente habilitada por la invasión de Ucrania. Por el contrario, en la vecindad de San Petersburgo, Suecia y Finlandia abandonaron una neutralidad sostenida durante toda la Guerra Fría y suman dos fuerzas armadas sumamente capaces en la frontera misma de la proyección rusa. Que Rusia no haya podido evitar ninguno de estos acontecimientos, junto con la muy limitada ambición actual de su campaña militar en Ucrania, da cuenta de su debilidad.  Ni en su mejor hipótesis llegará a la ciudad de Jarkov, capital histórica rusoparlante en territorio ucraniano. Muy poco para un país que, en su apogeo, se planteó –y fue así reconocido– como un competidor a la par de Estados Unidos. 

En esas condiciones, la invasión de Ucrania no debería entenderse como un acto de fortaleza, sino como el producto de una lógica defensiva pero desesperada, marcada por el temor que se probó fundado a la pérdida de control en sus propias fronteras y en el extranjero más cercano. Esta debilidad, sin embargo no es absoluta. Los avances territoriales en Ucrania, aunque más modestos de lo que se creía, son concretos, y las capacidades de Rusia para sostener el esfuerzo bélico a lo largo de mucho más tiempo del previsto para la invasión merecen también resaltarse en el contexto de debilidad general. Ya lanzada a la guerra, con todos los costos políticos –al menos externos– pagados, y con una posición ventajosa en las líneas de fuego, abandonar el campo de batalla debería otorgar a Rusia beneficios claros que aparecen difícilmente compatibles con la posición ucraniana, que respaldan los países europeos. 

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Europa no habla, balbucea

El lunes siguiente a su encuentro con Vladimir Putin, Trump recibió a Volodímir Zelenski, el líder ucraniano. No estaba sólo, lo acompañaron los líderes de Francia, Alemania, el Reino Unido, Italia, Finlandia, la Unión Europea y la OTAN. Siete líderes para una sola posición. Henry Kissinger solía preguntarse, con sorna, con quién tenía que hablar si tenía que llamar a Europa. La pregunta sigue siendo hoy igual de pertinente. 

A pesar de los amagues y proyectos, algunos vigentes e interesantes, el armado continental sigue sin consolidar una política exterior ni de defensa comunes. Los problemas que se generan incluso cuando hay una posición cohesiva son sintomáticos. Los esfuerzos europeos para enfrentar en conjunto la invasión de Ucrania generaron problemas internos en los países, que influyen sobre los ciclos políticos y económicos. El estancamiento de la industria alemana y el auge del ultraderechista Alternativa por Alemania son síntomas de la falta de respuestas a la dependencia energética respecto de Rusia, que también se manifestó, de distintas maneras, en los triunfos del nacionalismo chauvinista en varios países del este. Europa son los países que la integran, y no lo contrario.

Institucionalmente, las esperanzas que en algún momento circulaban de que la salida del Reino Unido derivara en una mayor cohesión interna que valide arreglos que consolidaran el rol de la Unión Europea como entidad política se han probado hasta el momento infundadas. El primer ministro Keir Starmer, y antes Boris Johnson, fueron fundamentales en la formulación de la defensa europea de Ucrania, la crisis más importante en más de una década, sin necesidad de someterse a los mecanismos de la UE.

El bloque, en cambio, se vio muchas veces limitado por socios menores, como la Hungría de Viktor Orbán, y debió verse obligado a coordinar acciones a nivel de países. Como en el caso ruso, sin embargo, las cabezas de Europa occidental pueden destacar haber sostenido el compromiso con la defensa de Ucrania durante más de tres años. Acaso más importante, durante ese período, superaron a Estados Unidos en términos de contribuciones materiales a la resistencia ucraniana. Hoy, Europa es la que aporta la mayoría de los recursos. 

El mundo según Trump

Con las fortalezas que quepa reconocer a unos y otros, su concurrencia a los Estados Unidos da cuenta de que todos los actores involucrados reconocen el peso decisivo del país norteamericano en moldear el resultado de la guerra que se pelea en otro continente. Es parte del reconocimiento de un mundo que ha mudado su centro de gravedad lejos de Europa occidental, del Atlántico al Pacífico. En ese mundo, los actores claves a observar son Estados Unidos y China, y allí deberían buscarse claves para proyectar el rumbo del conflicto. 

China fue, junto a India, el gran comprador de hidrocarburos que permitió a la economía rusa soportar las sanciones occidentales. También fue la industria china la que proveyó los bienes que occidente dejó de vender a los consumidores rusos y algunos insumos clave para su industria militar. Estados Unidos proveyó una asistencia temprana a Ucrania, que los tiempos burocráticos de la Unión Europea tardaron meses en empardar, y sigue siendo la maquinaria bélica estadounidense la que provee los elementos más sofisticados a la resistencia ucraniana.

Mientras China intenta consolidar un bloque alternativo, tanto político como económico —aunque aún sin un despliegue militar equivalente—, fueron pocos los analistas cercanos al gobierno de Joseph Biden que no vieron en Ucrania un mal ejemplo que China podría estar tentada a imitar en Taiwán. El involucramiento estadounidense en la guerra es tan inseparable de aquella amenaza como de la extensión global del poder estadounidense.

Trump mira el mundo con un prisma distinto al de Biden. Para el actual presidente, las relaciones entre naciones son puramente relaciones de fuerza. Por ello no suele invocar de manera creíble principios que respalden sus posturas. Es fácil entender su poco interés por Ucrania. ¿Cuáles serían los intereses vitales de los Estados Unidos en ese país del este europeo? El vicepresidente JD Vance lo formuló con claridad: básicamente ninguno, es un problema de Europa. No extraña entonces la agresividad de Trump en el seno de la OTAN para que los países europeos aumenten su gasto en defensa, preferiblemente en insumos estadounidenses. Si en algo ha sido consistente la política trumpista es en aplicar palos a los aliados y tener a mano zanahorias para negociar con los rivales.

Es un error entender la mirada de Trump hacia Rusia principalmente a partir de la afinidad personal con el presidente ruso. Mientras Ucrania le resulta una cuestión de segundo  orden, el propio presidente estadounidense fue claro, en diversas ocasiones sobre su intención de alejar a Rusia de China. Dijo que son “enemigos naturales”, pero que las políticas de Obama y Biden terminaron por acercarlos. Una verdad relativa: la mayor expansión de la OTAN fue obra de Clinton y Bush, y las políticas de expansión de la influencia territorial rusa por medios violentos hubiera sido indigerible para cualquier líder estadounidense que no fuera él mismo. 

Rusia y China

En cuanto a la relación entre Rusia y China, parece consolidada. La relevancia del país asiático como socio comercial de Rusia, la cooperación en cuestiones de defensa y seguridad y las coincidencias en discusiones sobre la arquitectura institucional del sistema global dan cuenta de una relación consolidada que excede la voluntad de Biden u Obama. 

A Rusia, que comparte con China más de 4.000 km. de frontera en sus regiones despobladas –con el recuerdo aún fresco de las enormes tensiones incluso cuando ambos países eran gobernados por sus partidos comunistas–, podría interesarle sin embargo la posibilidad de diversificar sus relaciones antes que convertirse en un vasallo económico de la gran potencia asiática. Una relación funcional con los Estados Unidos podría servir a ese objetivo y resultar de provecho mutuo. Rusia conserva algunos atributos militares relevantes que incluyen, pero no se limitan, a su arsenal de miles de bombas nucleares. Cualquier grieta en la asociación estratégica con el principal rival sistémico de los Estados Unidos podría resultar provechosa para estos últimos.

Un futuro incierto y dinámico

¿Podrá Trump imponer a Europa sus intenciones sobre Rusia? Visto sólo desde su economía, el bloque continental es un actor cuasi par de China y Estados Unidos. Su gasto en defensa combinado es sustancialmente mayor al de Rusia, y sumando al Reino Unido, incluye dos potencias nucleares con capacidad de lanzamiento desde cualquier vector. Y sin embargo, esa potencia formidable en potencial no se refleja en una proyección de poder.

La cohesión entre los países europeos es sumamente limitada. Las reglas económicas, más apuntadas a (sobre)regular economías de mercado en un marco de laissez faire comercial que a responder a las nuevas tendencias en política industrial, limitan muy fuertemente la capacidad innovadora, y mientras el bloque aparece aún más amenazado por el ascenso de China que el propio Estados Unidos, también es incapaz de concluir acuerdos con actores emergentes como India o el Mercosur. En términos de seguridad, décadas de acostumbramiento al paraguas de los Estados Unidos en la OTAN, a sus bases militares y a la idea de un occidente cohesivo determinan una Europa aún más débil.

En ese marco, es razonable buscar en Rusia una  repetición del desprecio que se reflejó en las recientes negociaciones comerciales con la Unión Europea, a la que impuso un arancel del 15% a cambio de casi nada. Sin embargo, la política de garrote de Trump puede tener efectos colaterales diferentes.

La presencia de la plana mayor europea junto a Zelenski en la Casa Blanca buscó escenificar la unidad para evitar cualquier repetición de la humillación al líder ucraniano a inicios de este año. Que Trump y sus principales negociadores hayan aceptado en principio que cualquier solución para Ucrania debe incluir garantías de seguridad –la fórmula preferida por los europeos es “similares a las de la OTAN”– y que Estados Unidos sería garante es un reconocimiento a la voz europea que antes del lunes distaba de ser una certeza.

Por supuesto, esa misma fórmula suena muy difícil de asumir para Rusia, que debería conformarse con una módica y problemática extensión de su vastísimo territorio a cambio de aceptar, otra vez, la presencia de la OTAN en sus fronteras, esta vez en un país al que ve como parte del núcleo histórico de la cultura rusa. Sería una verdadera victoria pírrica, que no parece alinearse a los planes de Putin.

Para arbitrar un final a la guerra, Trump deberá mediar entre las debilidades rusa y  europea. Incapaces de imponerse por sí mismos, la decisión política estadounidense obligará a los actores a recapitular las opciones estratégicas disponibles. Una Rusia obligada a asumir una derrota sería conducida definitivamente a los brazos de un orden chino que no prefiere, pero puede aceptar. Por otro lado, una Europa humillada por una victoria rusa en sus propios términos debería asumir decididamente una estrategia de autonomía militar y económica o enfrentar el riesgo de disolverse en la irrelevancia. La apuesta europea decidida de Biden suponía que no había punto medio posible, que había que asumir a Rusia como un enemigo y derrotarlo en esos términos. En la cabeza de Trump, otro mundo es posible. ¿Incluirá a Europa?

Foto: Depositphotos

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Es abogado, especializado en relaciones internacionales. Hasta 2023, fue subsecretario de Asuntos Internacionales de la Secretaria de Asuntos Estratégicos de la Nación. Antes fue asesor en asuntos internacionales del Ministerio de Desarrollo Productivo. Escribió sobre diversas cuestiones relativas a la coyuntura internacional y las transformaciones del sistema productivo en medios masivos y publicaciones especializadas. Columnista en Un Mundo de Sensaciones, en Futurock.