La ciencia de la venganza
El profesor de Yale James Kimmel Jr. incursiona en su misterio en un nuevo libro. ¿Es una pulsión o una adicción?

“No hay cosa más fea que la venganza”, le explica Don Ramón al Chavo. Y sigue: “La venganza nunca es buena, mata el alma y la envenena”. En su sentido más fundamental, la venganza es una forma de comunicar que algo nos dolió. Es una respuesta diseñada para disuadir a quienes nos ofenden de volver a hacerlo, y para que el mundo sepa que no deben meterse con nosotros.
La venganza mueve al mundo —quizá tanto como el amor o el dinero— e incluso es descripto en términos culinarios: un plato que se sirve frío o uno más dulce que la miel. Sin la ocasional sed de venganza un montón de nuestras historias favoritas terminarían antes de comenzar: desde Medea en la Antigua Grecia hasta El Rey León en mi antiguo VHS. Las promesas de retribución hacen del dolor un plan, generalmente uno tan oscuro como entretenido. El fenómeno es prácticamente universal y ni siquiera es exclusivo de nuestra especie: hasta los elefantes a veces son vengativos.
A la exploración de su misterio se dedica The Science of Revenge (2025, La ciencia de la venganza) de James Kimmel Jr., jurista y profesor de psiquiatría de Yale —aunque no psiquiatra— que afirma sin rodeos que la búsqueda compulsiva de venganza no es un dilema moral ni un defecto sino una adicción, una patología cerebral con todas las letras, quizás la “más mortal de todas”.
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Su tesis es arriesgadamente sencilla: un agravio, real o imaginado, activa la “red de dolor” de nuestro cerebro (en la corteza insular). Buscar revancha, o incluso fantasear con ella, libera un chorro de dopamina que enciende los circuitos de recompensa (el núcleo accumbens, el estriado dorsal), produciendo un “subidón químico” que alivia temporalmente ese dolor. La venganza, por así decir, es una droga, como explica Kimmel en una entrevista para NPR. Este placer, sin embargo, es fugaz. Como señala el psicólogo David Chester, cuya investigación sobre las bases neurales de la agresión es citada por Kimmel, a ese subidón a menudo le sigue una “resaca” de culpa y vergüenza, lo que puede empujar a la persona a buscar otra dosis de vendetta para volver a sentirse bien, inaugurando un ciclo adictivo.
Los argumentos en el libro se ponen en marcha a partir de una anécdota personal: en su juventud, tras años de acoso de unos vecinos que culminaron con el asesinato de su perro, tomó un arma y estuvo a segundos de matar a sus acosadores. Pero no lo hizo, y tomó ese impulso para su carrera como abogado, un negocio que describe como el de la “venganza profesional”. Como acota Brian Clegg en su reseña: ”Me pregunto si no es tanto la ciencia de la venganza como la ciencia de los problemas de la cultura estadounidense lo que debería examinarse más”.
Aunque un libro no debería juzgarse por su tapa, el título ya es otra cosa. El marco que ofrece la literatura de “la ciencia de” muchas veces disfraza de agotadas explicaciones científicas a meras exploraciones conceptuales que lejos están de poder considerarse acabadas como estos títulos sugieren. Este libro nos ofrece un marco prolijo, casi clínico, para entender por qué hacemos las cosas terribles que hacemos. Aunque Kimmel es sincero en su escritura, toda la cuestión científica se apoya en gastados clichés de química cerebral o experimentos en psicología del comportamiento —la misma que constantemente debe dar explicaciones por encontrarse en el centro de la crisis de replicación. Como señala Clegg, muy poco parece ser el resultado de ensayos de calidad a gran escala.
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SumateLa pendiente resbaladiza del argumento es que si la venganza es una adicción, entonces los asesinos en masa, los terroristas y los tiranos como Hitler o Stalin no son solo figuras de una maldad insondable, sino enfermos graves, adictos severos que necesitan tratamiento. El atractivo de esta medicalización del mal es innegable: simplifica el caos moral del mundo y nos corre del abismo del libre albedrío y la crueldad hacia el calorcito de las disfunciones neuroquímicas. Tenemos que tratar de no robar (con la dopamina) por lo menos por dos años.
La reducción de un fenómeno tan complejo y multifacético a una disfunción en la química cerebral resulta problemática. Algunas reseñas describen su enfoque como una mezcla incómoda de ciencias sociales, puntos de vista jurídicos y autoayuda, un poco pobre en lo que respecta al título. El mismo Chester se muestra cauteloso con el término “adicción” y reconoce que la etiqueta trae consigo mucho “equipaje”. Medicalizar un comportamiento puede despojarlo de su contexto social y moral, convirtiendo a los perpetradores en meras víctimas de su propia biología. La crítica aplica para casi cualquier cosa que, con impaciencia, de repente es una adicción: los videojuegos, las redes sociales, Internet, el deporte, los caramelos ácidos, inventar excusas, el trabajo, etcétera.
Aceptar la tesis de Kimmel nos arrima a la consideración de la violencia extrema como una enfermedad, por lo que nuestros sistemas de justicia penal deberían parecerse más a un hospital que a una cárcel. La responsabilidad personal se disuelve en diagnósticos, y el concepto de culpa o responsabilidad se disuelve. Por otro lado, si la venganza no es una patología sino un valor que puede ser explotado, el panorama es igualmente sombrío: nuestra vulnerabilidad a la demagogia es mucho mayor de lo que nos gustaría admitir.
Esta sobresimplificación se vuelve más evidente —y endeble— cuando Kimmel atribuye a la venganza la causa de “todas las guerras, asesinatos y agresiones a lo largo de la historia humana”, una afirmación tan atiborrada que se vuelve vacía. Reducir el Holocausto o las purgas estalinistas a una simple “adicción severa e incontrolada” es ignorar de forma casi negligente el peso de la ideología, las estructuras de poder, el trauma colectivo, el antisemitismo, o cualquier factor socioeconómico. Es como explicar un incendio forestal hablando de la química de la combustión, pero olvidando el bosque, el viento y al tipo que tiró el fósforo.
En contraste, la perspectiva de Rachel M. Stein, politóloga de la George Washington University, puede resultar más interesante. En su libro Vengeful Citizens, Violent States (2019, Ciudadanos vengativos, estados violentos), se aleja del cerebro individual para mirar a la sociedad. Para ella, la venganza no es una patología, sino un “valor central” profundamente arraigado en muchas poblaciones a partir de la convicción de que “el que las hace, las paga”. No es tanto un impulso irracional que secuestra nuestra voluntad, sino un marco moral a través del cual se interpreta el mundo.
Stein muestra que el nivel de “sed de venganza” de una población varía enormemente de un país a otro. Usando el apoyo a la pena de muerte como un indicador de esta tendencia cultural, concluye que las democracias con ciudadanos más vengativos son, de hecho, más beligerantes. No es una coincidencia, sugiere, que Estados Unidos, una nación con un fuerte apoyo a la pena de muerte, tenga una política exterior mucho más intervencionista que, por ejemplo, las democracias escandinavas, mayoritariamente abolicionistas. La biología es la misma, pero la cultura modula el comportamiento.
Las personas, argumenta Stein, “no hacen una distinción clara entre el individuo y el Estado como agente del castigo”. La misma estructura institucional de la justicia puede ser un vehículo para la venganza. Kimmel, desde su experiencia como abogado, notó cómo sus clientes adinerados buscaban “el placer de arrastrar a sus adversarios por el traumatizante proceso de litigio”, una suerte de venganza legalizada, envuelta en el lenguaje incorruptible de los tribunales. La palabra “justicia”, advierte, puede ser un “hechizo oscuro” que obliga a gente buena a convertirse en asesinos, un término que santifica la represalia y la convierte en una obligación moral.
Lo que Stein señala es que los líderes políticos entienden esto perfectamente. Saben cómo “activar” y “canalizar” ese deseo de venganza latente en la ciudadanía. Lo hacen a través de una retórica cuidadosamente diseñada que “enmarca el uso de la fuerza como un castigo”. De repente, una guerra no es una compleja maniobra geopolítica con intereses de por medio sino un acto de justicia contra cierto villano, un “eje del mal” que debe ser castigado.
Esta retórica no crea el deseo de venganza de la nada sino que lo explota; lo toma, lo pule y lo dirige. Según Stein, las democracias con poblaciones más vengativas tienden a ser más beligerantes, no porque sus ciudadanos tengan cierto problema de adicción sino porque sus líderes tienen menos restricciones para venderles guerras. El público, convenientemente enardecido, los autoriza para ignorar los costos humanos y económicos, además de saltarse los engorrosos procesos diplomáticos.
Este enfoque no niega la biología, pero la pone en su sitio: como una pieza más de un engranaje mucho más grande. La dopamina puede explicar el placer momentáneo de ver al enemigo humillado, pero no explica por qué sociedades enteras se embarcan en campañas de exterminio que duran años, si no décadas. No explica la propaganda, ni el adoctrinamiento, ni la construcción sistemática de un “otro” odiable, ese proceso por el cual se despoja al adversario de su humanidad para que su eliminación no solo sea aceptable, sino deseable. El impulso neuroquímico podrá explicar una partecita, pero la maquinaria del odio estatal requiere más que eso en su persistencia metódica.
Dejando pasar lo arrogante del título, el libro de Kimmel es un noble intento por desentrañar mecanismos cognitivos que hacen de la venganza un impulso tan potente. Su propuesta de tratamiento —un “Sistema de No Justicia” que consiste en una suerte de drama procedural televisivo donde uno procesa su sed de venganza en un tribunal imaginario— subraya su enfoque en el individuo.
Pero quizá convenga resistir la tentación de los reduccionismos. La venganza no es un mero cortocircuito en el cerebro. Es un valor cultural, una herramienta política y un catalizador de violencia a una escala que ninguna terapia individual puede abarcar. Es, a la vez, un impulso visceral, una obsesión psicológica, una norma cultural, un instrumento político y una fuerza a través de la historia.
Existe una ciencia de la venganza, y el libro de Kimmel ofrece un buen pantallazo, pero las conclusiones que saca son todas suyas. A riesgo de caer en otra trillada sugerencia, lo que expertos como Chester nos recuerdan es que la mejor venganza puede ser llevar una buena vida.
Pero también podemos considerar el consejo de Steinbeck y vengarnos de la manera más cruel imaginable: olvidando.