Lo visto, lo oído y lo escrito

La infancia en el psicoanálisis, ¿debemos revisarla? ¿Acaso la memoria no es una ficción? Una narración familiar que se arma y desarma con los amigos.

I. Un prejuicio habitual consiste en sostener que un psicoanálisis dura mucho tiempo, que hay que “revolver el pasado”. Como si el pasado fuera un armario ordenado y entonces uno lo revolviera y lo dejara todo hecho un desastre. O también de esta forma: “remover el pasado”. Dejemos el pasado ahí, no hagamos olas. Como si el pasado fuera algo estático, fijo, inamovible y estuviera ahí, independientemente de cómo lo decimos, de cómo lo narramos, de cómo lo escribimos, de cómo lo soñamos, de cómo lo añoramos o lo detestamos (“nada cambia tanto como el pasado”, dice Florencia Angilletta). Como si el pasado, pisado. Como si el pasado estuviera detrás, como si fuera algo que hay que soltar para ir hacia adelante. Como si fuera voluntario dejar el pasado, como si el pasado no irrumpiera cuando menos lo esperamos. Como si el pasado no nos invadiera de golpe, con su propia arbitrariedad, con su implacable necedad, con su incansable repetición. Como si fuéramos los que decidimos cuándo. Como si existieran los tiempos escandidos tajante y limpiamente. Como si no se superpusieran, se empastaran, se cruzaran. Como si el pasado no se narrara en tiempo presente, como si no se actualizara en el decir, como si no fuera ese fondo sobre el cual se va escribiendo una vida.

II. Otro prejuicio: que en un análisis hay que hablar de la infancia. Como si la infancia fuera algo delimitado, precisado, pasado, fijo, inamovible, apenas etario, estático. Algo de lo que se puede hablar como si fuera independiente y autónomo de la narración. Como si ahora fuéramos adultos limpios de infancia, “adulto libre de infancia”, como quien dice “espacio libre de humo”, “libre de azúcares”, etc. Como si la adultez –esa prescripción insoportable– no estuviera hecha con los restos de la infancia. Nada cambia tanto como la infancia. Georges Perec dice de la infancia: “lo que fue, lo que se detuvo, lo que fue clausurado: eso que sin duda fue para no ser más hoy, pero que fue también para que yo sea todavía”. Entre el no ser más hoy y también ser todavía se cifra el juego entre recuerdo y olvido. O, como dice Virginia Cosin en este Fedro hecho poema:

Es que/ ¿dónde buscar la razón de lo que se anuda/ y se desanuda/ si no es en los restos perdidos/ de la infancia?

Si te gusta Kohan podés suscribirte y recibirlo en tu casilla los domingos.

III. Infancia y pasado. Infancia y recuerdos. Infancia y memoria. Infancia y narración. “He aquí la paradoja virulenta: se narra por el olvido, qué duda cabe, pero también contra él”, dice Juan Ritvo. Ritvo, gran lector de Walter Benjamin. Walter Benjamin, que se ha ocupado muchísimo de la infancia, del olvido, de los recuerdos, de la memoria, dice, entre muchas cosas, algo que me gusta mucho: “La función de la memoria consiste en proteger las impresiones; el recuerdo mira a su disolución. La memoria es conservadora esencialmente, y el recuerdo en cambio es destructivo”. Los recuerdos deforman, encubren. Benjamin dice además que “el recuerdo es también un despertar”. El recuerdo despierta al sujeto y, a la vez, es él mismo el despertar de un mundo, de un invento. Los recuerdos como inventos verdaderos, como verdades alojadas en la equivocación, en el desvío. Ya lo había hecho en Vivir entre lenguas, pero me encanta cómo Sylvia Molloy dice en Citas de lectura, su autobiografía de lectora, que puede que esté inventando los detalles de sus recuerdos. “El recuerdo”, dice Perec, “nos engaña con mayor frecuencia que el olvido”. Engaños verdaderos. Recuerdos encubridores.

IV. Como si fueran novelas. Así leo las memorias de algunos autores. Y es que no hay forma de dar con lo verdadero, sino a través de la ficción. Como cuando Roland Barthes dice, en Roland Barthes por Roland Barthes, que todo lo que dice ahí debe ser leído como dicho por un personaje de novela. La novela familiar. Los relatos que vamos construyendo para darle un marco narrativo a lo visto y lo oído, como forma de narrar a los otros y de narrarnos. Pienso ahora en ese lindísimo libro de Richard Ford, Entre ellos (Anagrama), donde habla de sus padres. O de lo que él hace de sus padres, de su versión, del modo en que construye a esos padres. Ahí dice: “En cualquier caso (…) adentrarse en el pasado es un asunto delicado, ya que el pasado se afana pero siempre fracasa a medias en hacernos quienes somos”. El pasado y su construcción precaria, nunca definitiva. El pasado: lo que no termina de pasar del todo.

V. Los que venimos leyendo a José Luis Juresa, asistimos a su constante elogio de la infancia. Escribió varios ensayos bajo el gran título La infancia que insiste. Son ensayos teóricos, clínicos; ensayos en los que el autor ejecuta variaciones de lo mismo y que podrían ser modos de responder a la pregunta: ¿de qué está hecho el psicoanálisis? Ahora Juresa publicó, en Nocturna Editora, La infancia de quien. Un libro inquietante, sobrecogedor, con pasajes dolorosos y también mucho humor, oscuro y luminoso a la vez. ¿Qué es este libro? Ignacio Iraola, en la presentación, dijo que era una novela. No me interesa clasificarlo, sino subrayar la imposibilidad de hacerlo. Leila Guerriero dice en el prólogo: “No es una crónica, no es una memoir, no es literatura del yo, no es un ensayo. Es una experiencia de riesgo y fuera de género”. También subraya que no es un libro de psicoanálisis ni un libro sobre un psicoanalista. Creo que es el libro de un analizante. Este texto es, sin dudas, el testimonio de su análisis, de los efectos de lectura después de atravesar un análisis. En el epílogo, las editoras dicen: “Lo que se cuenta en un análisis –y también lo que no se cuenta, porque encuentra límites en el decir– nos llega como relato (…) tiene una voz narrativa (…). Juresa realiza en la escritura de este texto –tal como lo hace un análisis– una vuelta a las escenas de la infancia, pulverizándolas hasta sus mínimos elementos, haciendo estallar esas representaciones cargadas de partículas mínimas, y vuelve a componer con ellas”. Juresa compone una especie de cartografía del deseo. Una infancia, la de quien –sin acento–, la de nadie en particular, la de todos. No es un asunto personal. “¿Qué se cuenta en estas páginas que no están construidas con el lenguaje específico del psicoanálisis sino con el jadeo y el lenguaje inespecífico del estilo propio? En cierta forma, la intemperie. Que no es la intemperie del autor sino la de la especie”, dice Leila Guerriero. La infancia vuelve, insiste porque acaso sea eso que siempre se está perdiendo.

Cenital no es gratis: lo banca su audiencia. Y ahora te toca a vos. En Cenital entendemos al periodismo como un servicio público. Por eso nuestras notas siempre estarán accesibles para todos. Pero investigar es caro y la parte más ardua del trabajo periodístico no se ve. Por eso le pedimos a quienes puedan que se sumen a nuestro círculo de Mejores amigos y nos permitan seguir creciendo. Si te gusta lo que hacemos, sumate vos también.

Sumate

VI. ¿Y qué puede importarnos a los lectores la infancia de Juresa? Nada. Del mismo modo en que no nos importa la infancia de Walter Benjamin o la de Elias Canetti o la de Natalia Ginzburg. Porque en estos libros no se trata de nadie en particular, sino de la infancia misma. Y el libro de Juresa distingue muy bien la niñez de la infancia: “Borrar la infancia: esa es la cuestión para cualquier poder con intenciones hegemónicas. Pero la infancia se escabulle, porque no es lo mismo que la niñez. La niñez habita en los cuerpos de los individuos, pertenece a la historia de cada uno dejándose ver a través de las marcas que deja en el cuerpo. La infancia, en cambio, es trans-histórica, y no es individual; no habita exclusivamente en un niño sino en el espíritu de todo ser que habla, y justamente porque habla, reconoce, sin pensar, que hay cosas que no le pertenecen, que están fuera de su control, y que por ende no maneja (…). La infancia es eterna y nunca se termina. Lo que sí se termina son los niños. Se buscó desesperadamente convertir la infancia en una cronología de fábrica presidida por los timbres y las sirenas del cronómetro. Suena la sirena de la salida de la infancia, y entonces ‘a laburar’. Laburar es el significante del final definitivo, el campanazo de una tolerancia vencida que habilita la siguiente etapa en la que ‘los adultos’, supuestamente ‘curados’ de la infancia, habiendo superado tal enfermedad, se arrojan a ‘emprender su vida’ (…) la educación apunta a eso (…): difundir la cultura del capitalismo, y ser motores de acumulación del capital. Así la vida se convierte en una trama de desesperaciones por no descapitalizarse (…). Ahí está la trampa: cuanta más desesperación, más ‘desecho’ es el destino que a uno lo espera”. Juresa dice en esta entrevista: “La infancia es la lengua indestructible del deseo”. Esa frase funciona como puesta en abismo de este libro bellamente inclasificable.

VII. A lo largo del libro se despliegan los modos en los que los niños quedan atiborrados debajo de los escombros de esas explosiones llamadas buenas intenciones y anhelos de progreso de los padres, debajo de las montañas de bienes materiales y simbólicos, debajo de los proyectos, las proyecciones, las frustraciones; de los miedos y las fantasías de los progenitores. Juresa logra algo muy bello: la voz de un niño intentando salir de la topadora que pueden llegar a ser los adultos. Escribí “topadora” y advertí que no solo es una metáfora muy presente en el texto, sino también el nombre de una amenaza concreta: ese niño vive en una casa que posiblemente vaya a ser demolida por el avance y el progreso de la ciudad; la autopista pasará por ahí. La infancia es también la infancia de un país. El progreso como nombre de lo que puede ser fatal. No el progreso en sí, sino la maquinita que nunca se apaga. Un hijo como parte de una empresa familiar, un niño tramando las maneras de zafarse de los proyectos familiares de trabajo, la prescripción de la masculinidad; un niño intentando construir un destino más allá de aquel en donde se lo espera. La sexualidad infantil y las miradas y las habladurías vecinas. La vecindad como amenaza, la amistad como lo otro de la vecindad. Lo que se avecina, la inminencia. Lo que ya llegó. Los desaparecidos de un país y el desaparecido fantasmal que es, por momentos, ese niño. Los niños y los cadáveres. El acting del intento de suicidio para lograr, por fin, zafarse de la madre y aparecer. Aquello de lo que hay que salir cuanto antes. Juresa escribe y no piensa, la escritura es la que piensa; su texto es un texto vivo, en el que no hay explicaciones, ni saberes coagulados. Se logra leer la enunciación de alguien que escribe tanteando, descubriendo, explorando. Acaso como exploran y descubren los niños.

VIII. La infancia de quien termina de una manera que conmueve. En medio de la escritura del texto –tiempo en el que, dice el autor, “los recuerdos se me activan (…) y salen con una velocidad que mis dedos logran acompañar torpemente, dejando decenas de errores de tipeo (…) escribo y escribo sin detenerme, en contra de mi desasosiego, de mis preguntas de si esto sirve para algo, si no es desperdiciar el tiempo”–, el autor sueña con el que fue su analista (ya muerto). El sueño ocurre veinte años después de su última sesión. No voy a contar el sueño, pero lo que conmueve es sin dudas que los efectos de un análisis no terminan. Y también la lectura que del sueño hace el soñante. Y entonces el final: “La infancia no tiene pasado, presente ni futuro. Es la agitación de todos los tiempos a la espera de una decisión”.

IX. Mientras leía el libro de Juresa, asistí a una exposición curada por Georges Didi-Huberman llamada En el aire conmovido (un verso del Romance de la luna, luna, el primer poema del “Romancero gitano de Federico García Lorca). Dispuesta en siete secciones, la primera y la última se llaman Infancias. En el medio, las secciones son: Pensamientos, Caras, Gestos, Sitios y Políticas (me gustó mucho encontrarme, en Pensamientos, una edición de El chiste y su relación con lo inconsciente de Freud, en una línea que se llama “línea de emancipación”, porque pienso que el humor es emancipatorio). La exposición empieza y termina con las infancias. Así, en plural. En el inicio dice: “Los niños no están ciegos ante nuestro mundo, ante su caos. A menudo, le tienen miedo. Y, con ese miedo, ¿acaso no miran el mundo mejor que nosotros, los adultos? ¿Y no es porque miran, al mismo tiempo, lo más cerca posible de lo real y de lo más profundo de su imaginación? El niño del Romancero gitano de García Lorca ve algo, la luna, pero ¿acaso no mira también otra cosa?”. Y luego, al final, dice: “Al final, hay que dedicarlo todo a los niños. No se trata ni de culto a la ingenuidad, ni de creencia en la pura inocencia. Los niños están en la encrucijada: buscan un lenguaje entre lo real y lo imaginario. Prolongan una genealogía (memoria, tocón de árbol) y proyectan una génesis siempre múltiple (deseo, ramas hacia el cielo). «El niño la mira, mira…», dice el poema. Es oscuro pero aéreo, como el propio Lorca disfrazado de sombra para La vida es sueño. Bajo las bombas, los niños aún son capaces de utopías”.

X. Y entonces después de terminar el libro de Juresa empecé El léxico familiar, de Natalia Ginzburg. Y es muy, pero muy bello. Todos tenemos nuestro léxico familiar y cuando leemos a Ginzburg, levantamos la cabeza del texto y comenzamos a rememorarlo. Dice la autora: “Sólo he escrito lo que recordaba (…). Y es que este libro, aunque haya sido extraído de la realidad, debe leerse como se lee una novela, es decir, sin pedir más, ni menos tampoco, de lo que una novela puede ofrecer”. Y también dice: “La memoria es débil, y los libros que se basan en la realidad con frecuencia son sólo pequeños atisbos y fragmentos de cuanto vivimos y oímos”.

XI. Estas lecturas, las de Juresa, Didi-Huberman y Ginzburg, acompañaron un reciente viaje familiar (marido, hijo y hermana conviviendo). Uno nunca sabe cómo van a salir los planes familiares, uno nunca sabe si va a poder salirse de los planes familiares para inventar otra cosa. Y entonces resultó un viaje inesperado, porque fue inusitadamente precioso, lleno de risas y de buenísimos momentos, lleno de verano, de paseos y del generoso anfitrionazgo de mi hermana; la misma hermana que llenó de risas mi niñez y que sabe preservar la infancia. Me procuré estas lecturas para el viaje, todas ellas entramadas en la amistad: mantengo con Juresa una lindísima amistad hecha de conversaciones sobre psicoanálisis y explosiones de carcajadas. Pero hay algo más, algo que nunca hablamos antes. En el libro, Juresa narra una amistad con alguien que en su casa tenía un combinado. De hecho, esa palabra queda muy subrayada en el texto y entra en una deriva con consecuencias. Esa amistad termina mal, porque no era amistad, sino una fascinación muy dispar, sobre todo en términos económicos. Mi papá fabricaba combinados (Ken Brown) y esa palabra tiene para mí su propia significancia, forma parte de mi léxico familiar. Ahora sí, en esta amistad, la palabra combinado cobra otro sentido y anuda una amistad que está saliendo bien; un nuevo encuentro para Juresa sin esa disparidad insufrible que despertaba pequeños infiernos. Combinados en una amistad sin poder. Acaso de eso se trate un análisis: no de cambiar el léxico familiar, sino de combinarlo de otra manera, y que esos combinados susciten encuentros inesperados, hallazgos.

A la exposición de Didi Huberman llegué por un amigo muy querido que, cuando la vio, me mandó una foto del texto de Freud sabiendo lo que me gusta ese libro en particular. Este mismo amigo fue el que me regaló, junto con su pareja, a la que también quiero mucho, Léxico familiar. De este entramado me doy cuenta ahora, mientras escribo.

XII. Al revés del dicho que sugiere que los amigos son la familia que uno elige (un dicho que no me gusta), prefiero esta otra forma: la familia, a veces, puede ser los amigos que uno elige. Y la amistad acaso sea un mapa hecho también con la infancia que insiste.

Otras lecturas:

Foto: Depositphotos.

Es psicoanalista y docente de posgrado. Es magíster en Estudios Literarios por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Es autora de los libros Psicoanálisis: por una erótica contra natura (2019, IndieLibros), Y sin embargo, el amor. Elogio de lo incierto (2020, Paidós), Un cuerpo al fin (2022, Paidós) y El sentido del humor (2024, Paidós).