Qué hacer cuando todo parece falso
En un mundo saturado de información y desinformación, recuperar el escepticismo activo puede ser la única salida frente al cinismo paralizante.
Hace unos días, Roberto –gran lector de estos correos– me acercó una duda: qué podemos hacer ante la imposibilidad de distinguir lo real de lo fake. O si es que la única respuesta es no creer en nada y reconocer el fin de la aldea global.
Esta no es una pregunta menor, ni es necesariamente nueva. A fin de cuentas, remite a la cuestión de cómo establecemos lo que es verdadero. Aunque hoy la escala y la velocidad del problema se sientan inéditas, la humanidad lleva siglos lidiando con sus propias percepciones distorsionadas. Ya en 1620, el filósofo Francis Bacon diagnosticaba las fallas de nuestro razonamiento en su análisis de los “ídolos de la caverna”: la tendencia de cada persona a interpretar el mundo desde su “propia cueva o guarida, que refracta y decolora la luz de la naturaleza”. Las fake news y la forma en que la verdad se nos escapa es un problema de al menos 400 años.
Quizá una mejor perspectiva sea la de la seguridad. Cuando se habla de algo fake o falso generalmente se hace en términos de un ataque deliberado contra la verdad; es decir, un intento por hacer pasar algo como verdadero cuando no lo es. En este caso, ya no es la maldita costumbre de la naturaleza de ocultarse, como decía Heráclito, que nos fuerza a aplicar el ingenio para determinar aquello que es cierto, sino un actor que se esfuerza por ocultar, distorsionar o fabricar hechos. La desinformación no es un error, es una operación deliberada.
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Durante mucho tiempo, la solución fue un contrato social implícito. La complejidad del mundo nos obligó a una división del trabajo lingüístico y epistémico, como lo describió el filósofo Hilary Putnam. Para saber si algo era oro de verdad, no necesitamos ser todos metalúrgicos: confiamos en los expertos que pueden distinguirlo. Delegamos la tarea de verificar la realidad en instituciones: medios, universidades, agencias científicas, organismos públicos. Construimos redes de confianza que nos conectan con especialistas. Dentro de ese entramado, podríamos esperar que el periodismo hiciera su parte. Es este el pacto que hoy tememos reconocer como roto.
La crisis de legitimidad de esas mismas instituciones no es una causa, sino una consecuencia de un sistema de información que fue rediseñado para premiar otra cosa. Lo que nuestros mecanismos de conocimiento anticiparon pero no lograron prevenir fue la violencia con la cual nuestros esquemas de comunicación fueron capaces de erosionar la confianza en favor de lo que mejor explotara nuestra curiosidad de la manera más nefasta. Lo llamativo se impuso sobre cualquier otra consideración. El aspecto más primitivo de nuestros cerebros es instrumentalizado en contra de nuestra capacidad crítica.
Esto desplaza el eje inicial del problema. La disputa se corre de la verificación de algún dato o la credibilidad de una fuente hacia los atajos y fallas de nuestra propia cognición. Las falsedades no nos convencen: nos dan permiso para creer lo que ya queríamos creer. El sesgo de confirmación no es un desafortunado error, es una característica fundamental de nuestra mente: no buscamos información, buscamos reafirmación. Como señala el académico Manvir Singh, la desinformación no es algo que le sucede al público, sino algo en cuya producción sus miembros son cómplices. Las historias más efectivas son las que validan nuestras intuiciones y le dan una narrativa coherente a nuestros miedos o resentimientos.
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SumateA esto se suma la tiranía de lo sencillo. Nuestra mente prefiere la fluidez cognitiva: una mentira simple, con una buena historia y una carga emocional potente, siempre tendrá ventaja sobre una verdad compleja, llena de matices, datos áridos y advertencias. La ciencia, por ejemplo, no ofrece verdades absolutas y permanentes, sino un proceso de aprendizaje gradual, tentativo y autocorrectivo. Es un método, no un oráculo. Insistir en que “la ciencia tiene razón” o “según la ciencia” es ignorar que su fortaleza reside precisamente en su capacidad de demostrar que lo que ayer se creía correcto hoy puede ser erróneo. Pero esa honestidad intelectual resulta poco atractiva frente a una conspiración que lo explica todo con un villano claro y una trama impecable.
La tentación de apoyarnos en chatbots y modelos de lenguaje como oráculos digitales a los que acudimos en busca de certezas contribuye a confundir precisión con veracidad y, ante la dificultad de establecer en qué o quién confiar, le tomamos la palabra como si nos diera genuino acceso a la acumulación del conocimiento humano. Pero conviene recordar que aún cuando un chatbot dice la verdad, sin importar con qué frecuencia esto suceda, se trata de un afortunado accidente. Su diseño no busca la correspondencia con la realidad, sino la coherencia estadística. Es una máquina de aproximación probabilística en un mundo donde la verdad suele ser discreta.
Y finalmente, está el secuestro de la amígdala. Los algoritmos que curan nuestros feeds no están optimizados para la verdad, sino para el engagement. Nadie sabe qué carajo es el contenido, pero que jamás llegue el día en que nos quedemos sin suficiente como para pasar varias temporadas. Y si hay un “contenido” privilegiado es el de la indignación. Nos provocan para que reaccionemos, no para que pensemos. Un titular concluyente, una imagen chocante (si no una de esas abominaciones hechas con IA), una acusación incendiaria: el objetivo es un cortocircuito en nuestra pobre corteza prefrontal que active una respuesta emocional inmediata. Compartir, comentar, sumarse a la turba. Pensar es opcional.
Frente a este panorama, la alternativa que plantea Roberto es tentadora: si no se puede distinguir en el caos, la única salida podría ser no creer en nada. El cinismo total como mecanismo de defensa. Pero esta sería una falsa victoria. El objetivo final de la propaganda rara vez es convencer de una mentira específica, sino provocar el agotamiento. Inundarlo todo con tanta basura, tantas contradicciones, tantas “verdades alternativas”, tantas versiones verosímiles más no verdaderas, que nos rendimos a la conclusión de que la verdad es incognoscible o, peor, irrelevante.
El cinismo es una renuncia pasiva, una triste y exhausta derrota que acepta sin más que todos mienten, que nada importa y que cualquier responsabilidad cívica es fútil. Esa es la oscuridad en la que muere la democracia. Si la verdad es inalcanzable, diría el cínico, todo debate público se vuelve inútil y solo queda la fuerza. Pero la sospecha universal no implica la negación de un acercamiento racional a la realidad, ni lleva al abandono del conocimiento por su imposibilidad de ser completo, sino que propone un punto de partida.
El escepticismo se nos presenta entonces como nuestra mejor herramienta. Dudar, por sí solo, no debería arrimar a ningún lado en particular, pero cuando enciende la fuerza irrefrenable de la pregunta, de la voracidad por la evidencia, puede poner en crisis la tibia y patética comodidad de la certeza y enfrentarnos a desentrañar cómo es que sabemos lo que sabemos.
Pero la pregunta era qué podemos hacer. Si la solución no es la credulidad ciega ni el cinismo paralizante, el camino quizá sea cultivar una relación más saludable con la información a través de mejores hábitos. Esto no implica la ansiedad por tener todas las respuestas, sino la adopción de prácticas que nos dan una mínima ventaja frente a la manipulación. Se trata del ejercicio ya no de una educación crítica abstracta sino del seguimiento de prácticas defensivas concretas.
La primera es la pausa deliberada. Antes de compartir, antes de reaccionar, antes de sentir esa oleada de indignación que pide a gritos hacer clic, mejor hay que respirar diez segundos. Es un tiempo ínfimo, pero suficiente para que la sangre vuelva del cerebro reptiliano a la corteza prefrontal. Es preguntarse: a quién beneficia que yo sienta esto ahora mismo. Es incorporar la práctica de no hacer nada.
La segunda es abrazar la fricción. Si nuestras experiencias digitales fueron diseñadas para la gratificación instantánea y el consumo sin esfuerzo, una opción es reintroducir deliberadamente el esfuerzo. Desactivar la reproducción automática, silenciar las notificaciones, salir de los feeds infinitos. Elegir activa y conscientemente en qué ocupamos nuestra frágil mente en vez de darle las riendas al algoritmo. Esto se puede lograr yendo a buscar la información en vez de atrapar todo lo que viene en nuestra dirección. Al respecto, elegir voces por encima de temas puede ser un pequeño acto de resistencia contra la pasividad.
La tercera es cuidar nuestra atención y tratarla como el recurso más valioso y limitado que poseemos. Auditar con exigencia nuestras fuentes. Si estamos hechos de información, cabe preguntarse si aquello que nos cruzamos nos desafía y nos hace pensar, o si solo nos reafirma, nos enfurece y nos encierra más en nuestra cámara de eco.
No existen prácticas mágicas. El diluvio de contenido falso, ahora potenciado por sistemas de inteligencia artificial que pueden generar narrativas convincentes y hasta envenenar los datos de entrenamiento de futuros modelos, no se detendrá. La era en la que una foto, un video o un audio eran prueba definitiva está probablemente terminada. Recordar que estos recursos existen hace no más de dos siglos nos ayuda a volver a lo fundamental.
La discusión en torno a lo fake es una acerca de la confianza. Si ya no podemos confiar sin más en el logo de una institución, la confianza se vuelve granular, personal. Se deposita en aquellas personas que muestran su proceso, que citan meticulosamente sus fuentes, en quienes explican y comparten sus métodos y reconocen las limitaciones de su trabajo. Las personas más confiables son aquellas que admiten que las verdades absolutas solo existen en mitos y textos religiosos. Este no es un defecto de la ciencia o la filosofía, es su más poderosa virtud y el motor de sus logros.
La confianza parece atravesar una profunda crisis, pero siempre fue así. El mundo está en constante cambio; las amenazas contra la verdad se renuevan, se complejizan, parasitan nuestros mecanismos de conocimiento y por momentos parecen tener las de ganar. Pero el ingenio termina imponiéndose.