El hombre tarifa ha vuelto: Trump amenaza a Brasil, ¿por qué?

¿Qué hay detrás de ese posible arancel del 50% que le quiere imponer a los brasileños? La veta que ve Lula para levantar su popularidad.

Trump

Trump no descansó el fin de semana, y en RADAR intentamos entender sus cartas. En SONAR te voy a contar qué tienen que ver la política internacional y la reencarnación de una persona en particular. ¡Y en ESCRITORIO andá buscando los auriculares!

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El hombre tarifa ha vuelto

Luego de tres meses de silencio tarifario, Donald Trump decidió que era hora de dar señales y generar más confusión. Porque las señales de Trump son más ruidos que, bueno, señales. Liberado de sus obligaciones militares en Irán y presupuestarias en el Congreso, Trump despachó cartas a varios gobiernos con un doble mensaje: estirando plazos (tres semanas más) pero amenazando incrementos. Comenzó con Japón y Corea del Sur. Luego se puso duro con el cobre. Al otro día envió cartas a más de 20 gobiernos, incluyendo a Sudáfrica, Tailandia y Túnez. Una de las cartas más duras fue contra Brasil, al que amenazó con aranceles del 50%.  Más tarde, el viernes, amenazó a Canadá con aranceles de 35%. Y el sábado anunció que golpearía a la UE y a México, dos de sus socios comerciales más cercanos, con 30% de aranceles hacia el 1 de agosto.

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El debate en la UE no se demoró. Ursula von der Leyen, a cargo de la Comisión Europea, afirmó que el bloque mantendría su doble estrategia: seguir hablando y preparando medidas de retaliación. Mientras algunos creen que hay que negociar rápidamente un acuerdo similar al del Reino Unido, otros creen que hay que demorar la reacción y buscar una mejor solución para el bloque. Ayer, de hecho, Ursula Von der Leyen señaló que la UE buscará una solución negociada. El supuesto de muchos es que Trump no avanzará con semejante aumento y básicamente busca obtener mejores concesiones de Bruselas.

¿Qué hay detrás? Algunos señalan que las medidas muestran el patrón TACO de Trump (Trump Always Chickens Out): al vencimiento, en vez de implementar aranceles corrió el plazo tres semanas más. En este campo, están los que consideran que el juego de Trump consiste en asustar, no en ejecutar, y que lo más probable es que posponga las tarifas indefinidamente.

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«No, el jueves queda descartado. ¿Qué te parece nunca, te va bien nunca?»

Otros, en cambio, creen que la frustración es más fuerte esta vez y que Trump estaría llegando a la conclusión de que no habrá muchos acuerdos por delante. Y si no acordás con Trump, Trump te acuerda. Recordemos que su ambición era alcanzar 90 acuerdos en 90 días. En ese plazo, sólo negoció tres: con el Reino Unido, con China y con Vietnam. El texto del acuerdo con Londres es más breve que un prospecto de Ibuprofeno. Con China y Vietnam no hay nada escrito. El acuerdo con China tiene gusto a tregua. Y con Vietnam, más que acuerdo fue capitulación. ¿Qué hay de los países que no recibieron cartas, como la Argentina? En principio, según Trump, esos países comenzarán a pagar tarifas más altas del 10% inicial, entre 15 y 20%. Todo muy transparente, legítimo y consensuado, al estilo de Trump. Como sea, la sensación para algunos es que el riesgo de Trump podría aumentar en el contexto de un mercado en alza y un presupuesto ya aprobado.

Miremos el impacto de las cartas de Trump. Una forma de hacerlo es examinar el índice VIX, una medida de la volatilidad esperada en el corto plazo en S&P 500. En la jerga se lo conoce como el “índice del miedo” porque sube cuando los inversores están nerviosos y esperan grandes cambios en el mercado, y baja cuando están tranquilos. Técnicamente, refleja cuánto esperan que varíen los precios de las acciones del S&P 500 en los próximos 30 días. Como regla general, se considera que un VIX de 15 o menos señala tranquilidad en el mercado. Un VIX entre 15 y 25 muestra algo de incertidumbre; y uno de 25-30 indica preocupación y nerviosismo.

Como se puede apreciar, el índice está en 16 puntos, bastante abajo del promedio de 20 en los últimos meses. El pico que ves tuvo lugar luego del “día de la liberación”, el 2 de abril. Pero a partir de ahí, el mercado parece comprar la teoría TACO: Trump ladra, pero no muerde. Algo similar podemos apreciar si miramos el índice de S&P 500, un índice que muestra cómo les va a las 500 empresas más importantes de Estados Unidos, incluyendo a Apple, Microsoft, Amazon, Coca-Cola, etc. Cuando el índice sube, quiere decir que, en promedio, a esas grandes empresas les está yendo bien y hay más confianza en la economía del país. La “V” que ves a la derecha también tiene que ver con el día de la liberación. Pero luego de esa caída, el índice trepó a valores récord. A veces, muchas veces, Wall Street va por un lado y la geoeconomía va por otro. 

Hagamos foco en Brasil. El miércoles pasado, Trump amenazó con ponerle un arancel de 50% a Brasil. ¿El motivo? Si leemos la carta, observamos que el primer reclamo hacia Lula da Silva no es comercial, es político. Lo acusa de llevar adelante una “caza de brujas” contra Jair Bolsonaro. Para Trump, el juicio en camino para el expresidente de Brasil acusado de complotar para derribar al gobierno de Lula, es pura persecución política. Y, como emperador romano preocupado por la inestabilidad en una provincia lejana, Trump decidió intervenir. No mandó sus tropas, ni misiles, ni drones. Tampoco ordenó “make the economy scream” como hizo Richard Nixon en 1970 para voltear a Salvador Allende. Su estilo es más operativo y menos costoso: una suerte de carta documento con una amenaza y una fecha de vencimiento: el 1 de agosto.

¿Cuál fue hasta acá la reacción en Brasil? Lula señaló que está dispuesto a conversar con Trump para evitar el tarifazo de 50%. Pero también advirtió que si fracasa y el aumento se ejecuta no dudará en responder con una tarifa similar, no necesariamente a todo el comercio (hay un temor a la inflación) sino quizás en algunos rubros como medicamentos o propiedad intelectual. Mientras tanto, Lula criticó a Bolsonaro y lo responsabilizó por la amenaza de Trump. 

En un contexto de caída en la popularidad, varios analistas señalan la oportunidad que está viendo Lula en esta situación: envolver a la opinión pública en la bandera de Brasil; denunciar violación de la soberanía y acusar a la derecha local y a Bolsonaro de traidores. Circula en las redes el mensaje: “Lula quiere ponerle impuestos a los super-ricos; Bolsonaro a todo Brasil”. En el mismo sentido, el diputado de izquierda Guilherme Boulos afirmó que “ahora tenés que decidir si estás del lado de Trump o del lado de Brasil”. 

Más allá de eso, Trump le está pidiendo algo a Lula que es muy difícil de conceder: suspender el juicio a Bolsonaro. No hay chances de que eso ocurra sin pagar un costo altísimo. Por otro lado, un arancel de 50% golpearía duro al agronegocio de Brasil, un sector típicamente de derecha: ¿ayudar a Bolsonaro dañando a Bolsonaristas? Por último, no tiene sentido comercial. Estados Unidos tiene superávit comercial con Brasil. ¿Por qué echarlo a perder? La propia oficina de comercio de Estados Unidos, el USTR, detalla en su sitio web que en 2024 las exportaciones de Estados Unidos a Brasil fueron de 49.7 billones (gringos) y las importaciones fueron 42.3 billones de dólares.

Todo este altercado se da en el contexto de un renovado acercamiento entre Brasil y China: el 9 de julio se dio a conocer la firma de un memorándum entre China y Brasil para estudiar la factibilidad de un ferrocarril que conecte la costa del Pacífico de Perú con la costa del Atlántico de Brasil. La idea es un tren que conecte Bahía, Goiás, Mato Grosso, Acre y llegue a Chancay, Perú, para de ahí salir a China. Esto podría reducir el transporte marítimo entre Brasil y Asia unos diez días; nada mal si consideramos que un viaje promedio actualmente demora mínimo un mes.

La historia reciente avala un patrón: ultimátum, prórroga, olvido. ¿Seguiremos viendo algo similar? ¿O estamos viendo un Trump que además de sufrir por el déficit comercial sufre de déficit de paciencia? Mientras tanto, Trump sigue regalando a distintos países (desde Canadá a Brasil) la narrativa del agravio soberano, beneficiando a sus rivales y castigando a sus aliados.

SONAR

La política global de la reencarnación

Si algo demuestra la historia es que incluso las almas más dedicadas a lo eterno deben, tarde o temprano, enfrentarse al problema más humano de todos: el de la sucesión. Y pocas comparaciones iluminan mejor esa tensión entre lo espiritual y lo terrenal que la que puede trazarse entre dos de las figuras religiosas más carismáticas del planeta: el papa y el Dalai Lama.

Roma elige a su líder entre cardenales de carne y hueso, en un ritual que combina incienso y cálculo político, plegarias y facciones, todo resuelto tras muros de mármol. Es un proceso decididamente humano, aunque envuelto en la convicción de que el Espíritu Santo inspira el voto. Las reglas son transparentes, aunque los debates sean opacos. Tras unas cuantas rondas, alguien emerge vestido de blanco, y la Iglesia continúa su marcha.

En cambio, el budismo tibetano practica un método mucho más fascinante y, para algunos, mucho más vulnerable a la manipulación: la reencarnación. Allí, cuando un Dalai Lama muere, no se convoca a electores, sino a oráculos, visiones y señales astrológicas. Monjes recorren aldeas buscando a un niño que reconozca rosarios, bastones y objetos personales de su predecesor. Se estudian las respuestas del niño, su carácter, y cualquier signo extraordinario.

Técnicamente, no hay sucesión. Los monjes no eligen: encuentran. El Dalai Lama es un tulku, una misma alma iluminada que elige volver a la tierra para seguir guiando a su pueblo. Es, en apariencia, un proceso místico, pero también, digámoslo, perfectamente maleable.

Hasta hoy, han existido 14 Dalais. Entre la muerte de uno y el nacimiento del siguiente suelen mediar entre uno y dos años. El actual Dalai Lama, en 2023, anunció su intención de vivir hasta los 113 años, pero también anticipó que, al cumplir 90, revelaría dos decisiones fundamentales: si pensaba reencarnar, y en caso afirmativo, dónde lo haría.

El 2 de julio pasado despejó parcialmente el misterio: la institución del Dalai Lama seguirá existiendo. Lo confirmó oficialmente, en línea con lo que ya había adelantado en su libro de marzo de 2025, Voice for the Voiceless. Pero añadió algo aún más trascendente: “El nuevo Dalai Lama nacerá en el mundo libre”. Con ello, apuntó explícitamente a la comunidad tibetana en el exilio o a la diáspora budista tibetana fuera del Tíbet y de China.

Y aquí es donde el asunto trasciende lo religioso y se convierte en pura política internacional.

La paradoja es extraordinaria: un régimen comunista y ateo, el Partido Comunista Chino (PCCh), insiste en que es la única autoridad legítima para reconocer la próxima reencarnación del Dalai Lama. Su instrumento es la Urna Dorada, instaurada en 1793 por el emperador Qianlong de la dinastía Qing. Consiste en escribir los nombres de niños candidatos en pergaminos, meterlos en una urna dorada y extraer uno al azar como señal divina. Con este método se identificó, por ejemplo, al Dalai Lama número 11.

Pero más inquietante fue su uso reciente para “hackear” la reencarnación del Panchen Lama, la segunda figura en la jerarquía tibetana. Tras la muerte del décimo Panchen Lama, Beijing secuestró en 1995 al niño reconocido por el Dalai Lama como legítimo undécimo Panchen Lama. Tenía seis años. Este niño lleva desaparecido treinta años y, en su lugar, China impuso a su propio Panchen, un joven leal a la narrativa oficial.

En 2023, el PCCh reafirmó que este método —la Urna Dorada— será el único aceptable para identificar al próximo Dalai Lama, en flagrante contradicción con el deseo del actual Dalai Lama de buscar su reencarnación “fuera de China”.

Lo que está en juego es mucho más que un liderazgo religioso. Es el control del relato tibetano y, por extensión, un pedazo simbólico, y nada menor, del poder en Asia.

Kelsang Aukatsang, ex representante del Dalai Lama en Estados Unidos, advierte que un escenario probable es que China proclame su propio Dalai Lama, abriendo la posibilidad a que existan dos Dalais: el identificado por los monjes y el elegido por la lotería oficial del Partido Comunista. En la misma lógica con la que Beijing exige a los países reconocer “una sola China”, podría también exigir el reconocimiento de “un solo Dalai.” La reencarnación se convierte así en instrumento diplomático, un punto más en las futuras negociaciones bilaterales.

Y existen otros posibles frentes de conflicto. Si el Dalai Lama 15 naciera en la India y obtuviera ciudadanía india, añadiría otra capa de complejidad. Hoy más de 80.000 tibetanos viven en la India, país que alberga al gobierno tibetano en el exilio en Dharamsala desde 1959, cuando China ocupó el Tíbet. También es posible que el futuro Dalai Lama nazca en Nepal o en Mongolia, quedando igualmente atrapado en el espacio geopolítico de Beijing.

Ni Estados Unidos permanece ajeno. La Tibetan Policy and Support Act, firmada por Trump en su primer mandato, faculta a Washington a “tomar todas las medidas apropiadas para someter a rendición de cuentas a los oficiales del gobierno de la República Popular de China o del Partido Comunista Chino” que interfieran en el proceso de reencarnación del Dalai Lama. Es, en efecto, la globalización de la fe, por medios diplomáticos.

En el fondo, la historia del Dalai Lama y del papa ilustra una verdad tan vieja como la política misma: ninguna religión, por trascendente que sea, logra escapar del abrazo persistente de la política. Los credos pueden prometer salvación eterna, pero sus instituciones existen en el mundo de las fronteras, las embajadas y las estrategias de poder. Allí donde hay lealtades masivas, influencia moral o relatos capaces de inspirar a millones, siempre habrá gobiernos intentando cooptar, moldear o domesticar esas fuerzas espirituales.

La religión no es sólo fe ni la política sólo cálculo. Ambas se entrelazan en un territorio compartido: el de la legitimidad. Y en ese terreno, incluso la reencarnación de un monje tibetano puede convertirse en pieza de conflicto global.

ESCRITORIO

La patria según el algoritmo

Este escritorio, me temo, no tiene nada de original que ofrecerte hoy. Lamento la decepción. Pero permitime, al menos, una novedad personal: descubrí una obra musical compuesta en 2014 (tarde, lo sé) que jamás había escuchado y que me resultó sencillamente fascinante. Incluso diría que roza la vanguardia. Y apuesta a que vos tampoco la conocías.

Si uno pidiera a ChatGPT (de hecho, lo hice) que escribiera un himno nacional genérico, el resultado tendría el tono de una carta de amor a un lugar que apenas se conoce. Diría algo de montañas y ríos, de cielos amplios y campos fértiles. Hablaría de batallas heroicas y de sangre derramada, sin precisar cuánta, y de libertades y valores a preservar con la vida. Terminaría, casi seguro, con la esperanza de un futuro más radiante. Y no mucho más.

David Lang entendió este punto mejor que la mayoría. Su obra The National Anthems disecciona los textos de casi 200 himnos y descubre lo obvio: que todos dicen, esencialmente, lo mismo. O, más exactamente, que todos dicen “nosotros” contra “ellos”. Incluso cuando parecen pacíficos, los himnos están atados a la lógica del cerco: adentro están los hijos del suelo; afuera, los bárbaros.

Lang, en lugar de ridiculizarlo, hizo algo mucho más interesante. Tomó fragmentos de esos himnos, sólo los versos que se refieren a “nosotros”, a “nuestra tierra”, y los reorganizó en un texto coral, como un gran patchwork patriótico. Su obra, para coro y cuarteto de cuerdas, es austera, insistente, y casi ritual. No hay trompetas ni redobles de tambor. Solo voces que repiten variantes de lo mismo, como si un algoritmo se hubiera quedado atascado.

Lo que tienen en común los himnos, dice Lang, es su carácter defensivo. No celebran tanto lo que se es, sino lo que se teme perder. Buscan reflejar el temple, pero al mismo tiempo están inseguros. Son como actos de un blindaje emocional, rituales de cohesión ante un peligro real o inventado. Son el lenguaje de sociedades que presienten su propia vulnerabilidad. Incluso los himnos más triunfalistas son, en el fondo, documentos de ansiedad. “Lo que descubrí, para mi sorpresa y estupor”, dice Lang, “fue que en casi cada himno nacional hay un núcleo sangriento, bélico y trágico, en el que encubrimos nuestro profundo temor a perder la libertad con oleadas de agresividad y fanfarronería.”

Si se me permite una herejía, los himnos suenan menos a poesía épica que a eslóganes de marketing: “libertad”, “gloria”, “pueblo”. Una IA que los leyera todos no tardaría en detectar el patrón. De allí saldría un himno universal cuyo coro rezaría algo así:

Nuestra tierra es bella, fuerte y libre.
Hemos sufrido, pero resistimos.
Juramos fidelidad, hasta el fin.
Y si alguien nos amenaza, sabrá quiénes somos.

Y acá reside la ironía: en el afán de distinguirse, los países se vuelven indistinguibles. Los himnos, igual que las banderas, son variaciones de un mismo temor: no ser recordados. Si la IA un día compusiera su propio himno, quizá sea este su verso inaugural: “Yo soy todas las patrias y ninguna.”

Estudió relaciones internacionales en la Argentina y el Reino Unido; es profesor en la Universidad de San Andrés, investigador del CONICET y le apasiona la intersección entre geopolítica, cambio climático y capitalismo global.