El tiempo o la edad

La inmediatez de todo provoca la sensación de ir a gran velocidad, mientras que se espera del cuerpo la juventud perpetua.

Tiempo

I. El tiempo acaso sea el enigma de los enigmas, el enigma absoluto. El astrónomo Camille Flammarion dice –citado por Olivier Marchon en 30 de febrero, editado por Godot–: “El tiempo es el elemento más misterioso, el más difícil de concebir para el espíritu humano. Es imposible dar una definición de él. Es el reloj marchando en soledad”. De entre todas las ilusiones neuróticas que solemos sostener, la idea de que podemos ganar tiempo es, quizás, una de las más ilusorias y más neuróticas. Si hay algo que se pierde indefectiblemente, es el tiempo. Si hay algo que nos confronta con el ser-para-la-muerte, es el paso del tiempo. El tiempo pasa, más o menos lentamente, más o menos rápidamente. Por lo general, más rápido de lo que quisiéramos cuando miramos nuestra vida, y más lento de lo que pretenderíamos cuando estamos, por ejemplo, esperando algo. Que esa vivencia sea subjetiva es una verdad de perogrullo. Pero el acelere del mundo sin dudas ha hecho estragos. La inmediatez de todo sin dudas ha provocado esa sensación de que vamos más rápido, a la velocidad de la montaña rusa, sobre todo en las bajadas. Antes se decía que los jóvenes no tenían esa sensación de que el tiempo pasaba rápido, que era una cuestión de los menos jóvenes. Pero hoy entiendo que esa sensación se ha expandido y que ya no depende tanto de si se es joven o no. “El tiempo es veloz”, canta David Lebón (esta versión con Fito Paéz me gusta mucho). El tiempo corre por un lado y las edades, por otro. Cuando alguien está cerca del nacimiento se pregunta “qué tiempo tiene” y eso va siendo paulatinamente sustituido por “¿qué edad tiene?”.

II. La cosa es que el tiempo de una vida también se divide en edades, pero esas edades casi nunca coinciden con el cuerpo. Quiero decir que hay un desfasaje radical entre la clasificación de las edades y los modos en los que se percibe un cuerpo. Porque está claro que, en las etapas de desarrollo, la edad está relacionada con las funciones del cuerpo, con las adquisiciones de control y dominio del cuerpo, con la adquisición del lenguaje, con el desarrollo del pensamiento, etc. Son cuestiones que se esperan a ciertas edades y que si no ocurren, entonces hay algún tipo de dificultad o de los llamados retrasos madurativos. Sostener la cabeza, sentarse, gatear, pararse, caminar, hablar, controlar esfínteres, encastrar, etc, son funciones que se esperan en una edad determinada. Un poco más adelante, los desarrollos hormonales, la metamorfosis del cuerpo en la pubertad, etc. En todo ese tiempo se espera que la edad coincida con el cuerpo, con sus capacidades, con sus funciones, sí. Pero una vez desarrollados del todo, a partir de ese momento, ya nada coincide, ya todo se vuelve más borroso, más ambiguo, menos esperable. A partir de cierto momento, las edades empiezan a tener más que ver con estereotipos, prejuicios, supuestos, que con el desarrollo del cuerpo. Y es ahí donde el desfasaje se ensancha, se abisma; es ahí que estamos siempre más o menos descolocados. Quizás se pueda parafrasear la frase de Hamlet (time is out of joint) y decir “el cuerpo está fuera de quicio”. Dice Roland Barthes que “la clasificación de las edades es uno de los condicionamientos, por no decir de las represiones, de toda sociedad”. Y en esos condicionamientos se empieza a cifrar lo que está o no permitido, lo que se debe o no se debe, lo que da o no da a determinada edad. Siendo, además, que los significados adosados a las edades varían en las distintas épocas. Juventud y vejez son nociones absolutamente atravesadas por los valores de cada época.

III. Sigue Barthes: “Sólo el psicoanálisis carece de discurso sobre las edades”, aunque habría que decir que no todo el psicoanálisis, porque los hay muchos y muy distintos. Para Barthes, los discursos acerca de la madurez, la adultez y las edades son normalizadores. Son, en definitiva, doxas, esas que censuran y vigilan. Y, como tales, cifran ideologías. La ideología alrededor de la edad es muchísima, es demasiada, es insoportable. Y por lo general, se trata de ideología conservadora. Una cosa es lo que se puede o no se puede a cierta edad según la ley y otra, muy distinta, son los prejuicios que recaen sobre las cuestiones de la edad. Cuando Jacques Lacan se ocupó de discutir vehementemente con cierto psicoanálisis de su época, lo hizo especialmente denunciando, entre otras cosas, que ese psicoanálisis pretendía producir sujetos adaptados a la realidad del modelo productivista que predominaba en Norteamérica. Hoy en día esa ideología subsiste en algunas posiciones que prescriben madurez y adultez en los tratamientos que conducen. Como dice Jorge Jinkis, “algunos círculos analíticos que saben flotar se encuentran con una práctica cuyo objetivo es lo que la psicología tradicional llama la transformación autoplástica. El campo de disputa es la adaptación social”.

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IV. El desfasaje entre el cuerpo y las edades también existe entre los límites del cuerpo y los deseos (el caso más paradigmático acaso sea el de la maternidad biológica para las mujeres, pero hay otros ejemplos). Por eso la frase “nunca es tarde”, que suele usarse como motivación, tiende a ser renegatoria. Por supuesto que muchas veces es tarde y ya no se podrá hacer algo que se desea. El cuerpo tiene límites, nosotros también. A veces ya es tarde, incluso, cuando la dicha es buena.

V. Hay muchas prescripciones acerca de la diferencia de edad en las parejas, que hoy no se ve con buenos ojos. Llama muchísimo la atención la cantidad de aleccionamientos que circulan acerca de la veda en la diferencia de edad de las relaciones amorosas, sobre todo cuando esa diferencia se establece entre una mujer menor que un hombre –aunque también, pero de un modo muy distinto, cuando la más grande es la mujer–. Son cosas que dan que hablar, que suscitan cuchicheos, rumores, comentarios (un poco menos, según creo, en parejas del mismo sexo). Se habla de abuso de poder inmediatamente. Como si el poder fuera algo que se tiene y que se ejerce dependiendo de la edad y de los genitales.

VI. Juventud, divino tesoro/ ¡ya te vas para no volver!, escribe Rubén Darío. ¿Qué es exactamente lo que se va y no vuelve de la juventud, además de la juventud misma?, ¿cuándo y hasta cuándo se es joven? Esas preguntas, imposibles de contestar por lo que de vivencias singulares tiene cada vida, se contestan casi siempre con estereotipos. Pero no hay dudas de que, en términos generales, la juventud es un bien preciado. Mantenerla todo lo que se pueda, en la apariencia tanto más que en el espíritu, sigue siendo un mandato bastante perseguidor. Juventud es sinónimo, muchas veces, de belleza. Y lo que se va para no volver es, precisamente, la apariencia, el cuerpo de la juventud en su tersidad, en su firmeza, en su agilidad, en su adaptabilidad, en su flexibilidad, etc. Pasa el tiempo, nos vamos poniendo viejos, etc. etc. etc. Puede que se vaya la juventud del cuerpo, sí. Pero hay otros cuerpos por venir. Existe un gesto algo demagógico en el juvenilismo, en suponer que la juventud es buena per se.

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VII. Otra vez: una cosa es el cuerpo y sus limitaciones y otra, muy distinta, son las doxas acerca de las edades. Por eso es tan lindo el libro de Marc Augé, editado por Adriana Hidalgo, que se llama El tiempo sin edad. Entre otras cosas, se detiene en separar tiempo y edad. La relación que tenemos con el tiempo logra hacer, dice el autor, una abstracción de la edad: “Nos bañamos en tiempo, saboreamos algunos instantes, nos proyectamos en él, lo reinventamos, jugamos con él (…). Es la manera primera de nuestra imaginación. La edad, por el contrario, es el descuento minucioso de los días que pasan (…). La edad acorrala a cada uno de nosotros entre una fecha de nacimiento (…) y un vencimiento que, por regla general, desearíamos diferir. El tiempo es una libertad; la edad una limitación”. La edad como limitación y pienso esas definiciones como la edad del pavo, la edad de merecer, la edad de sentar cabeza, la edad de la inocencia, la mayoría de edad (no me refiero a los términos legales). Me gusta, en cambio, cuando Kant dice “la ilustración es la salida del hombre de su minoría de edad”. Tiempo o edad, algo de eso leo estos versos de Mary Oliver: “Los sueños de mi carne/ y las injuriosas divisiones del tiempo”.

VIII. Resistirse a la metamorfosis del cuerpo, desconocer sus limitaciones tiene consecuencias en lo que a mandatos de juventud se refiere. Pero poner la edad como mera limitación, tiene consecuencias sobre nuestro modo de estar en el mundo, sobre las maneras de vivir y de desear. Conozco una pareja que se divorció después de más de sesenta años de casados, ella tenía 87, él, 90.

IX. Otra cuestión que tienden a invisibilizar las clasificaciones etarias son, sin dudas, las diferencias de clase y las desigualdades sociales. Ser joven, en el sentido no solo de la apariencia, sino de la actitud, del desenfreno, de inquietudes y de vivir la vida sin que importe demasiado el futuro, es un privilegio de clase.

X. “Cuando vos fuiste, yo ya fui y volví”: otra vez el estereotipo. “Los estereotipos sobre la sabiduría nacida de la experiencia durante mucho tiempo han formado parte de la retórica de la edad”, sigue Augé (el zorro sabe más por viejo que por zorro). Y además esto otro: la idea de que la experiencia podría ser, no sólo transferible, sino sustituida. Que el joven debería ahorrarse los traspiés, los recorridos, la singularidad de su propia experiencia ahí donde el adulto ya pasó por esos caminos y le puede enseñar a “ahorrarse” algo. Nada más pedante que aquél que pretende que su experiencia valga como enseñanza. Que la madurez tiene una sabiduría distinta de la de la juventud, no hay dudas. Pero no pasa por dar lecciones. De hecho, creo que esa sabiduría está hecha de algo que no es pasible de ser enseñado y que no sirve como anticipación ni como precaución. La experiencia, concebida de esa manera, como puro saber, tiende a ser más como la definió, creo que fue Confucio (cito de memoria): “La experiencia es una linterna que ilumina para atrás”, o mejor aún como la definió Ringo Bonavena: “Un peine que te dan cuando te quedaste pelado”.

XI. Del mismo modo en el que existe la demagogia del juvenilismo, existe hoy, según noto, una exaltación de la vejez. Quiero decir que, para combatir un poco la gerontofobia –que existió siempre y sigue existiendo– ahora se hace una épica de la vejez. Hay una especie de narrativa alrededor de la longevidad que pretende que se vaya en contra de lo esperable pero que, a su vez, cifra nuevos imperativos. Y entonces las redes están llenas de personas mayores realizando, según Augé, “grandes hazañas (…) a pesar de la edad”. Mandatos, mandatos, mandatos.

XII. Por eso me encanta la novela Ruth, de Adriana Riva –editada por Seix Barral–. Porque la protagonista resiste a los mandatos, a los estereotipos y a la épica de la edad. Porque vive su vida con las limitaciones de su cuerpo, a la vez que con lo vivo de su deseo: va al analista, toma clases de arte por zoom, compra libros para sus nietas, habla con amigas, hace crucigramas, escucha óperas, revisa etimologías, mira películas, piensa cosas, etc. Es viuda y tiene 82 años. Ruth es entrañable: vive ese tiempo, el de la vejez, sin lamentos ni autoindulgencia; sin resignación pero tampoco con optimismo. Tiene mucho humor –humor judío sobre todo– y no es condescendiente ni con ella, ni con los demás. Dice que mata el tiempo porque el tiempo se resiste a matarla a ella. Habla del desfasaje entre el cuerpo y la cabeza, entre ella y la época, entre el pasado y el presente; pero siempre con agudeza y sin golpes bajos. Ruth habla de los dolores del cuerpo y de la memoria y el olvido. También dice: “Lleva una vida aprender a no ser joven”. La relación con su cuerpo oscila entre “el cine en su totalidad me devuelve el cuerpo” y “habitamos cuerpos que ya no ofrecen protección”. Ruth puede decir “a partir de los ochenta no se vive por una razón, simplemente se vive” y también “nunca entendí eso de la esperanza. No hay nada que esperar (…) lo que empuja a seguir adelante es la incertidumbre: la duda es el motor de la vida”. Y esto otro: “Yo hablo para aplacar la desesperación que me produce vivir. Y la espera; hablo para aplacar la espera”.

XIII. Los eufemismos y la vejez: “Los eufemismos del lenguaje oficial (tercera edad, cuarta edad) no hacen sino aumentar la sensación de malestar, como si algunas palabras dieran miedo. Una vulgaridad de sentido inverso, prodiga, por el contrario, a la dignidad del sustantivo algunos adjetivos como «joven»”, dice Augé. Y entonces Ruth dice “¿Abuela? Hubiese preferido que la enfermera me gritase judía”.

XIV. Si no fuéramos conscientes de que vamos a morir, no existiría el humor. Adriana Riva escribe esta novela en esa clave. Nora Ephron, por su parte, escribe acerca del paso del tiempo y de la vejez de manera desopilante. Sobre todo en No me gusta mi cuello y en No me acuerdo de nada, ambos publicados por Libros del Asteroide.

XV. El tiempo y la edad. El tiempo o la edad. El tiempo, dice Alan Pauls, es una escuela de zozobra. No sabemos cuánto tiempo tenemos, cuánto tiempo nos queda. Acaso esa sea la mayor de las incertidumbres con las que convivimos. No lo sabremos nunca, pero entiendo que a medida que uno envejece, cuesta más olvidarnos de eso. Pero como le hace decir Adriana Riva a Ruth: “No es posible prepararse para la muerte. Tampoco para el amor”.

XVI. Les dejo este poema de Mary Oliver, en traducción de Natalia Leiderman y Patricio Foglia, incluido en El trabajo del sueño, editado por Caleta Olivia.

Dos o tres cosas

1

No me molesten.
Acabo
de nacer.

2

El vuelo de la mariposa, como al galope,
la conduce por el reino de las hojas
delicadamente, tan bien la conduce
a donde quiera ir, a donde sea, parando
aquí o allá, embriagada entre las gargantas
húmedas de las flores y el barro negro; arriba
y abajo aletea, frenética y sin rumbo; y a veces
por un instante, largo y precioso, se vuelve perfectamente
perezosa, cabalgando inmóvil en la brisa, sobre el suave tallo
de cualquier flor.

3

El dios de la tierra
vino hasta mí muchas veces y dijo
tantas cosas, sabias y encantadoras, me tendí
sobre el pasto a escuchar
su voz de perro
voz de cuervo
voz de sapo; ahora
dijo, y ahora
y nunca jamás dijo para siempre,

4

lo cual, sin embargo, siempre estuvo
como una filosa pezuña de hierro
clavada en el centro de mi mente.

5

Todo lo que necesitas son dos o tres cosas
para atravesar el lago azul, la espesura
de los bosques y la rigidez
de las flores del relámpago –una intensa
memoria del placer, un agudo
conocimiento del dolor.

6

¡Pero quitarse de encima la pezuña!
Se necesita una idea
para eso.

7

Por años y años luché
solo para amar mi vida. Y entonces
la mariposa
se elevó, ligera, con el viento.
“Tampoco ames tanto
tu propia vida” me dijo
y desapareció
dentro del mundo.

Foto: Depositphotos

Otras lecturas:

Es psicoanalista y docente de posgrado. Es magíster en Estudios Literarios por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Es autora de los libros Psicoanálisis: por una erótica contra natura (2019, IndieLibros), Y sin embargo, el amor. Elogio de lo incierto (2020, Paidós), Un cuerpo al fin (2022, Paidós) y El sentido del humor (2024, Paidós).